Probablemente cuando la mayoría piensa en alianzas de colegio se vienen a la mente recuerdos placenteros, alegres, de compañerismo y sana competencia. Mañanas que pasaron junto a los amigos recolectando materiales de desecho para confeccionar disfraces -más o menos creativos-, pero siempre con bolsa de basura negra y tapas de botella. Ensayando coreografías que, si crecieron en la década de los noventa, probablemente bailaron al ritmo de canciones poco apropiadas para pre adolescentes, como Genie in a bottle o Lady Marmalade, delante de todos sus profesores y con poca ropa. Pero todo lo hicieron en nombre de la sana competencia y de acumular los tan preciados puntos que le darían a su alianza el ansiado triunfo y el honor y la gloria de ser coronados vencedores ese año.

Pero para mí las alianzas eran algo un poco diferente, porque despertaban un instinto de competencia profundo. Yo amaba las alianzas con pasión, me encantaban. Pero quizás no por las mismas razones que el resto de los niños. Sí quería pasarlo bien y disfrutar de los juegos, pero también quería ganar. A toda costa. Y mientras el resto de las niñas se peleaban el puesto de candidata a reina, yo quería ser coordinadora de alianza. Ese rol evidentemente no existía porque éramos chicos y esto no era un regimiento ni una campaña política. No necesitábamos una organizadora. Hasta que un año logré convencer al resto de mis compañeros de que me dejaran organizar las actividades de nuestra alianza y cumplí mi sueño.

Ese año fue el mejor de todos. Justo coincidió con que era la primera vez que nos tocaba participar en las alianzas de los grandes, con los cursos de la media. Éramos los más chicos compitiendo y estábamos extremadamente motivados de participar. Había competencias de todo y para todos: desde los encuentros deportivos típicos como fútbol, hockey y básquetbol, hasta actividades más creativas o de índole artística como la presentación de coreografías, sketch de todo tipo y la infaltable performance de los reyes. También estaban las competencias que eran derechamente rebuscadas y despelotadas, como el “Si se la sabe cante”, la “Misión imposible” o la “Gymkhana”.

El pool de pruebas de las alianzas tenía que ser lo suficientemente variado como para que, sin importar cuáles fuesen tus intereses, nadie quedara fuera. Y creo que en la mayoría de los casos ese objetivo se lograba. Por una semana al año dejábamos de ser simplemente compañeros de nivel y nos convertíamos en compañeros de alianza. Y eso era un vínculo que era mucho más fuerte que el simple hecho de estar en el mismo curso o en la misma generación del colegio. Dejábamos los pies en la calle recolectando materiales, nos quedábamos hasta que nos echaban de las salas pintando carteles con pinturas y lápices que sacábamos de la casa y recortando papel volantín para hacer pompones para los que le tocaba hacer barra a algún equipo al día siguiente. Nos faltaba todo y nos sobraban ganas y compromiso con la causa.

Mirando hacia atrás es difícil justificar todo el esfuerzo que le poníamos si eran solo juegos. Pero al menos en mi colegio ganar las alianzas era llevarse todo el honor y la gloria. El año que competimos contra la enseñanza media, siendo los más chicos, ganamos. Contrario a todo pronóstico. Y creo que fuimos los 60 niños de 12 años más felices de los que se tenga registro en la historia de las alianzas.