“A mi ex marido lo conocí hace casi veinte años. Fuimos muy amigos durante el primer año de universidad y el primer beso se lo di en la fiesta mechona, cuando pasamos a segundo. De ahí en adelante no nos separamos más. Hacíamos hasta los trabajos juntos, éramos lo que la gente suele describir como “la pareja perfecta”, y yo también lo sentía así. No teníamos grandes peleas y lo pasábamos muy bien. Por eso es que cuando salimos de la universidad y cada uno comenzó a trabajar, lo que tocaba era casarse. O en principio, vivir juntos. Nunca me cuestioné esa decisión, entendí que después de pololear durante seis años y una vez que entramos a la vida adulta, el siguiente paso era casarse, comprar el auto, la casa y convertirse en padres. Y así fue. Seguí el mapa de la vida al pie de la letra.

En esa línea de tiempo nunca llegó el “vivieron felices para siempre”. El año antepasado, después de diez años de convivencia y matrimonio, nos separamos. Fue una fría tarde de abril que él agarró sus maletas y se fue de la casa que hacía poco habíamos remodelado pensando que sería nuestro refugio para toda la vida. Recuerdo que ese tiempo en que vivimos rodeados de maestros, nuestras conversaciones se trataban solo de eso; del color del papel mural, de si en el baño pondríamos cerámica o solo pintura. Pero no solo durante la remodelación el foco de nuestra interacción estuvo puesto lejos de nosotros, cuatro años antes, cuando nació nuestro hijo, comenzamos sólo a hablar de pañales y estilos de crianza, de si la silla de auto era suficientemente segura, de sus comidas y cosas por el estilo.

No creo que esté mal tener esas conversaciones y llegar a esos acuerdos cotidianos, finalmente la convivencia se trata de eso. El problema es que en algún momento nosotros dejamos de ser tema. Sé que puede sonar como un lugar común, que no estoy diciendo nada nuevo, que eso normal que a los matrimonios les pase, pero yo me niego a normalizarlo. Lo hice por mucho tiempo, pero para buena suerte mía y mala de mi relación, un día desperté.

No sabría decir qué fue lo que me hizo clic, quizás los años de terapia hicieron lo suyo. Solo sé que en algún momento sentí que nada tenía sentido. ¿Para qué remodelamos ese escenario perfecto en el que se desarrollaría nuestra historia si cada uno tenía un guion propio? Sin darnos cuenta había llegado ese penoso punto en el que ya no nos escuchábamos, ese en el que es tan difícil entenderse. Recuerdo que por esos días leía en una novela en la que apareció una escena que me hizo sentido: un hombre le preguntaba a su esposa, “¿Miramos las estrellas?” Ella asintió, pero al mismo tiempo pensó: “Nunca supe cómo explicarle que no me interesan las estrellas. Que no me interesa lo que hay en el cielo. Que no me importa su puto telescopio”.

Cuando lo leí pensé en tantas cosas que hice sólo por complacer a mi marido ¿Por qué no fui capaz de decirle cuando algo no me gustaba? ¿Será por culpa de esa maldita idea de que las parejas debemos complementarnos, ser la otra mitad, la media naranja? Y es que si la mujer de la novela es la media naranja ¿cómo no va a querer acompañar a su otra mitad a mirar las estrellas? Yo tampoco me atreví a decirle, por ejemplo, que en vez de gastar plata en remodelar una casa, quizás era momento de hacer un viaje juntos, que no perdiéramos de vista que los diálogos son más importantes que el decorado.

Otra parte de la misma novela también me llamó la atención. El hombre le pregunta a su esposa qué clase de cerveza prefiere antes de sacar una de la nevera. “Lo que prefieras, amor”, le responde ella. Y luego reflexiona: “Somos de esas parejas que mecanizan la palabra amor hasta cuando se detestan; amor, no quiero volverte a ver”. Yo a mi marido le dije “amor” hasta la noche anterior a que se fuera, y él a mí también.

Eso es lo que aprendí y al mismo tiempo odié de las relaciones, que todo es una escenificación. Nos enseñan cómo se debe amar, y que hay solo una manera de hacerlo. Nos dicen que el amor todo lo puede y que es para toda la vida. Y entonces nos preocupamos del futuro en vez de vivir el presente. Nadie nos enseña a sentir, a decir lo que queremos, a escribir nuestro propio guion. Nadie nos dice que las relaciones se pueden vivir de otra manera, que no importa lo que haga el resto y que debemos buscar lo que a nosotros nos haga sentir a gusto.

Cuando yo lo entendí, le dije a mi marido que ya no tenía sentido que siguiéramos juntos. Él se sorprendió y se enojó. No entendía por qué le estaba diciendo esto justo cuando estábamos a punto de mudarnos a la casa remodelada. Me preguntó eso, de hecho: “¿Cómo me sales con esto ahora, por qué no me lo dijiste antes?”. Le respondí con otra pregunta: ¿Tienes idea de qué es lo que hoy más preocupa o me inquieta? Se quedó en silencio.

Desde entonces ha pasado poco más de un año, un año desde que llegué a pensar que el amor no existe y que las relaciones no son más que una manera de organizar la sociedad de manera funcional. Un año desde que pensé que no quería volver a ser parte de esa escenificación y que sería mejor pasar el resto de la vida sola. Pero a mediados del año pasado, en el cumpleaños de un amigo, conocí a un hombre. No estaba en mis planes, pero quedamos juntos en la mesa y comenzamos a hablar. Me gustó su forma de ver el mundo, nos reímos mucho y pensé que podríamos ser buenos amigos.

Días después me llegó un mensaje suyo. Se había conseguido mi número y me invitó a un café para seguir la conversación que esa noche quedó pendiente. Obviamente sospeché que en esa invitación había más que la simple intención de ser amigos, por eso dudé. Me había prometido no volver a salir con nadie, pero fui. Pensé que esto tampoco se trataba de aislarme y que saber dónde y cuándo poner límites a los otros y a mí misma era parte de mi aprendizaje.

Le propuse una siguiente cita y hasta hoy seguimos saliendo. No me gusta decir que tenemos una relación por el estigma que tiene en mí esa palabra, pero en algo así estamos. Él me encanta y a ratos me siento enamorada, pero tengo miedo de volver a lo mismo, porque, no lo niego, a veces me encuentro haciendo planes en mi mente, pensando en vivir juntos y hasta remodelando la casa para esos efectos. Pero luego me pregunto para qué, si así como estamos, todo está tan bien. Es difícil no caer en el sueño del príncipe y la princesa, en el cuento del amor eterno, sobre todo cuando se está partiendo un vínculo y todo se siente perfecto.

Cuando eso ocurre recuerdo que al comienzo de la relación con mi ex marido las cosas también fueron así, solo que esa vez no nos cuestionamos el seguir el guion establecido, construir el castillo para ser felices para siempre. Hoy, cada vez que imagino esa escena con este nuevo sujeto, sacudo la cabeza de un lado a otro, respiro profundo y trato de identificar qué es lo que estoy sintiendo, por qué y para qué hago planes. Algunas veces le encuentro sentido y avanzo, otras me doy cuenta de que estoy siguiendo un patrón de pareja tradicional porque es el único que conozco y no porque realmente quiera. Y entonces retrocedo. Es un aprendizaje diario, difícil y lleno de contradicciones. Pero también es lindo, porque gracias a esta nueva experiencia confirmé que el amor sí existe, que el problema no es el amor, sino la manera en que nos enseñaron a vivirlo.

Rebeca Gutiérrez tiene 39 años, es ingeniera y trabaja como independiente.