Tomé la decisión de dejar de fumar cinco años después de que mi mamá se murió de un cáncer al pulmón. La idea, probablemente, se había sembrado en mí muchísimo antes, pero necesité de todo ese tiempo, en el que aproveché de fumar todo lo que quise, para armarme de valor. Y es que además de que me gustaba, porque me gustaba mucho, dejarlo era despedirme de algo que había compartido con ella.

Durante esos cinco años, fumé en promedio, redondeando para abajo, una cajetilla todos los días. Veinte cigarros diarios. Ciento cuarenta a la semana. Quinientos sesenta, en promedio, al mes. Seis mil setecientos veinte al año. O casi un millón trecientos mil pesos en ese mismo periodo de tiempo, que es la manera en la que elige mostrármelo la aplicación que tengo en el teléfono cuando me acuerdo que está ahí y decido mirar.

Cada cigarro fue distinto, pero todos compartían la capacidad que tenía el humo de despertarme, de manera física, el recuerdo de mi mamá y de nuestra relación. Con el paso del tiempo las imágenes que guardo de ella han ido perdiendo nitidez. Eso me da pena. Pero en su lugar, mi memoria ha ido mutando y transformándose en sentimientos. Es una manera nueva, por lo menos para mí, de vincularme con el pasado. Y la rutina de fumar, a través del efecto que generaba la nicotina, era mi manera de revivirlo cotidiana e íntimamente.

Tengo grabado en mi memoria cuando mi mamá me enfrentó para decirme que sabía que yo había empezado a fumar. Era invierno y estaba en la primera pieza que tuve en la que fue nuestra casa familiar, que quedaba en el segundo piso. Tenía quince años. Mi mamá entró, se sentó en mi cama y me dijo que quería preguntarme algo importante. Me dio nervio. Aunque ella era fumadora hacía mucho tiempo, sabía que me iba a retar. Abrió la ventana y me dijo que me asomara. Y vi que el techo estaba lleno de colillas. "Con la lluvia se juntaron y ahora están en la canaleta. Y sé que no son míos porque no fumo cigarros con filtro blanco". Me quedé callada. Obviamente sabía que era un pésimo hábito, pero ya había decidido hacerlo.

También me acuerdo la primera vez que me dejó fumar con ella. Estábamos de noche las dos en la cocina de esa misma casa, unos meses después, conversando de cosas importantes. Cada cierto tiempo teníamos ese tipo de conversaciones. Esa vez estábamos hablando de su separación y me preguntó cómo lo estaba llevando. Nos pusimos a llorar. No soy de llanto fácil, pero mi mamá era mi persona, esa que te saca lágrimas regularmente; de rabia, de pena, de emoción. También de la risa. Lo sigue siendo.

"Puedes prender un cigarro", me dijo. "Pero solo porque es una situación especial".

Y así, empezamos a fumar juntas.

Esa noche dio inicio a una suerte de cofradía implícita compuesta solo por las dos. En mi familia nadie más fumaba. Mis tres hermanos lo odian, mi papá también. Incluso, durante años, mi papá me ofreció tratos y recompensas si lo dejaba. Nunca acepté. Entre nosotras defendíamos el derecho de la otra de hacerlo. Y nos acompañábamos. Era en un pésimo hábito, sí. Pero era nuestro.

Con mi mamá fumamos muchas veces y por muchas y diferentes razones. En tiempos de espera, en camino a alguna parte. Porque estábamos nerviosas, porque nos sentíamos sensibles, porque necesitábamos relajarnos, porque queríamos celebrar. Lo primero que hice, de hecho, el día que mi mamá habló con mis hermanos y conmigo y nos contó que tenía cáncer, fue ofrecerle un cigarro. En ese minuto siento que fue mi manera de decirle que no la culpaba por lo que estaba pasando. Y que entendía que era consecuencia de una decisión personal. Porque a diferencia de lo que creen quienes nunca han fumado, la gran mayoría de los fumadores sabemos lo que estamos haciendo.

Creo que las personas nos construimos en base a nuestras ideas, a nuestra ideología, a nuestros gustos, a nuestros actos. A nuestras virtudes y defectos. Pero por sobre todo en base a lo que decidimos hacer de nosotros. Y en eso, la decisión de no hacer algo es muchas veces una declaración mucho más categórica. Porque aunque sea absurdo, y quizás incluso nocivo, las personas no siempre decidimos hacer lo correcto. Fumar es ese tipo de elección.

En un mes es el aniversario de mi último cigarro. Dejar un vicio, que además es una adicción, fue menos difícil de lo que pensé. Y eso que en mi caso llevaba viviendo con esa costumbre diaria durante diecisiete años. Lo hice con ayuda profesional y con remedios que existen para esto. Porque parte de mi decisión implicaba aprender, también, a pedir y recibir ayuda.

Han pasado estallidos sociales, cuarentenas, pandemias. Situaciones estresantes, tristes. Insólitas. Varias cosas dignas de celebrar.

Todo lo he vivido sin fumar.

Mi mamá fumó hasta el último de sus días. Yo, en cambio, por el momento, estoy decidiendo lo contrario. Se me hizo difícil atreverme a cambiar sin sentir que traicionaba a la fumadora que fui, y con ella a la persona y la relación más determinante de mi vida. He ganado lo que todos saben que se gana: mejor salud, mejor piel. Lo más importante: muchísima libertad. Pero también perdí esa reacción química que me llevaba siempre a esa primera vez. A esa primera conversación que compartimos fumando en la cocina y que se quedó conmigo en todos los cigarros que, al final del día, me fumé sola en la cocina de las distintas casas en las que he vivido.

El duelo es un proceso, en mi experiencia, que es permanente. De todos los días. Siento que no lo entiendo demasiado, pero sí he aprendido que después de la muerte despedirte es lo único que queda. Y por eso, de cierta manera, quienes cargamos con esta experiencia aprendemos a hacerle trampa al tiempo creando momentos que permiten multiplicar esas despedidas. Dosificarlas. Eso fue para mí cada uno de los cigarros que me fumé. Porque con cada aspirada reviví, invisible como el humo, la sensación que compartimos durante 12 de los 27 años que tuvimos la suerte de estar juntas.

Y supe estrujarla. Exageradamente, como suelo hacer las cosas. Hasta que me sentí preparada para poder entender mi vicio como algo del pasado. Y aceptar de esa manera, también, el recuerdo de mi mamá.