Nunca quise tener hijos, pero cuando me emparejé con mi actual marido, él me dijo que quería ser padre. Yo era grande, tenía 37 años y tomé conciencia de que el reloj biológico avanzaba y que frente a eso no había nada que hacer. Así me decidí por la maternidad, y nació nuestro hijo mayor que dentro de poco va a cumplir cinco años.
Siempre he sido muy cercana a mi hermana y mi marido es hijo único. Creo que eso nos impulsó a tomar la decisión de tener otro hijo, porque no queríamos que se repitiera la historia de José que creció sin hermanos. Lo que no contemplamos fue que vendrían dos más; unas gemelas que llegaron como una sorpresa totalmente inesperada. Ni en mi familia ni en la de José había antecedentes de embarazos múltiples.
Cuando me embaracé por segunda vez, mi hijo mayor tenía tres años. Ya tenía un primo de un año con el que rivalizó un poco porque hasta ahí había sido también el único nieto. Muy regaloneado, muy consentido. Lo que él decía, se hacía. Por eso quizá al principio fue difícil acostumbrarnos a la llegada de las gemelas. A esto se sumaba su trastorno expresivo del lenguaje, que se traducía en que no hablaba más de diez palabras. Aunque entendía todo lo que uno le decía, le era imposible expresar sus sentimientos y pensamientos. Pienso que esa fue la principal razón, sumada a que le vinieron a "quitar el trono", que hizo que le fuera tan difícil asumir que ya no era el único.
Al principio fue complicado. Hubo momentos de mucha frustración y rabia que no podía verbalizar y que por eso las manifestaba de otras formas. Se puso más pesado, un poco agresivo con nosotros y en la escuela también. Y claro, la mamá ahora debía cuidar a dos niñas que además habían nacido prematuras y necesitaban atención todo el tiempo. Para tratar de hacerlo más llevadero, con mi marido decidimos repartirnos: él se encargaba del mayor, lo sacaba a andar en bicicleta, a hacer panoramas al aire libre. Le puso más atención y más ojo, pero los niños siempre necesitan a la mamá. Y yo fui una mamá que desapareció repentinamente y pasó de estar muy presente a no estarlo tanto. No me daba el cuero para estar con los tres la misma cantidad y calidad de tiempo que antes.
Conmigo estaba algo enojado, me reclamaba. Pero como no podía decir lo que sentía, manifestaba sus sentimientos pateando cosas, tirando los juguetes, no sabiendo manejar su ira y su rabia. Además, cuando las guaguas son chicas y lo único que hacen es tomar leche y dormir, son muy fomes, así que para él sus hermanas no tenían ninguna gracia. Por suerte no tuve mucho tiempo para angustiarme. Evidentemente reparé en que había un problema y me las arreglé para dedicarle tiempo y estar los dos solos. Darle espacio para salir sin que nadie más nos interrumpiera me permitió de alguna manera retomar la relación que habíamos tenido antes del nacimiento de las gemelas.
A medida de que sus hermanas han ido creciendo -ya tienen un año-, se le fue pasando. Y se fue dando cuenta de que ellas en vez de sus rivales, pueden ser sus amigas. Hoy interactúan, juegan los tres. Y cuando él despierta, lo primero que hace es ir a verlas. Obviamente discuten por los juguetes o por las cosas que pelean todos los niños, pero ahora las mira con amor, como algo que suma más que algo que resta en su vida. Es orgulloso de ellas, siempre que puede cuenta que tiene dos hermanas, y cuando vamos en la calle y la gente nos mira porque les llama la atención que vaya sola con dos guaguas y un niño, él las muestra. Las cuida mucho y me ayuda también. Me avisa si se meten cosas a la boca y cuando vamos en el auto él les va poniendo el chupete, las vigila. Se hace cargo de ellas.
Al principio se me hizo difícil, pero al final los niños son felices con sus hermanos porque son el mejor regalo que uno les puede dar. Ahora que ya es más grande, me ha dicho ´sí po mamá, si una mamá para tres guaguas es mucho trabajo´. Se da cuenta de eso. Y por eso él es una gran ayuda.
Mariluz tiene 42 años y es diseñadora.