Dejarse querer
En una de estas tardes de verano, adormecida por el asfixiante calor mientras mi playlist sonaba de fondo, escuché la siguiente frase: “Yo sé que dejarse querer no sirve de nada y que la vida no es vida si uno no ama... y yo quiero amar, yo quiero amar...”.
Esa letra espantó mi letargo y presté atención a lo que Camilo Sesto interpretaba. Resonó en mí la frase “dejarse querer” que tanto aparece en conversaciones triviales como “Ay, qué tanto, déjate querer”. Pero también se me aparece en conversaciones terapéuticas en las que algunas personas sufren por sentirse incapaces de dejarse querer.
“Es tan fácil para mí amar, demostrar mi cariño, mi preocupación, fijarme en detalles, pero no puedo recibir de vuelta, me siento incómoda”, me decía una persona hace un tiempo. Y es que pareciera ser que damos por hecho que cuando amamos ¡amamos!, pero pocas veces nos detenemos a ver la otra cara de la moneda: recibir amor.
A mis ojos, la propuesta social dominante releva al amor y en particular a amar como un lugar gratificante en sí mismo. Un gesto prácticamente altruista que todo ser humano debiera experimentar. Sin embargo, recibir afecto entra en el espacio de lo no dicho -y menos pedirlo-, porque “eso no se pide”, debe fluir.
Dejarse querer es un acto que parece simple, prácticamente pasivo, pero que sin duda puede marcar una diferencia sustancial en cómo experimentamos nuestros vínculos y cómo también nos sentimos con nosotros mismos.
En la medida que vamos creciendo (y envejeciendo), por distintas experiencias vitales es frecuente que vayamos levantando muros para protegernos y así fantasear con que no sufriremos (nuevamente). Estas barreras las erigimos porque, de pronto, nos sentimos alguna vez heridos en el pasado, o hemos sentido miedo a exponernos y sentirnos vulnerables. Si bien estas defensas parecen funcionar en la superficie, también inhiben la oportunidad de recibir afecto y conexión que tanto necesitamos como seres humanos.
He pasado por ahí. Me he sentido herida y el miedo a ser herida nuevamente muchas veces ha sido paralizante. Sin embargo, desde esa experiencia también he entendido que levantar muros también marca una distancia hacia los demás y reflexionar sobre lo que nos motiva a hacer eso es un buen pie forzado para permitirse recibir amor.
Pareciera ser un cliché decir que es más fácil dejarse querer cuando sentimos que merecemos ese amor, que valemos la pena, pero el reconocimiento de nuestro valor propio confrontando nuestras creencias profundas sobre el amor propio es un desafío importante.
Dejarse querer implica acallar esas voces internas que nos gritan a todo pulmón que no somos suficientes o que amar nos hace débiles. Cuando permitimos que nos amen, las relaciones se vuelven más simétricas y genuinas, y es que la reciprocidad facilita vínculos más profundos y significativos.
Dejarse querer nos permite confiar. Levantar esos muros y abrirnos al amor de los demás refuerza la confianza y nos muestra que la vulnerabilidad también se convierta en un puente hacia la intimidad.
Dejarse querer es de valientes, implica abrirse, confiar y aceptar que no podemos controlar cómo nos ven los demás. Es también un regalo que nos permite disfrutar los afectos, que es tan propio de los seres humanos.
Dejarse querer implica arriesgar a perder, pero también, a ganar. Sufrir o no.
Para cerrar esta reflexión, dejo un diálogo de “Tokio Blues” de Murakami (la recomiendo mucho).
- Hay dos tipos de personas: los que son capaces de abrir su corazón a los demás y los que no. Tú te cuentas entre los primeros. Puedes abrir tu corazón siempre y cuando quieras hacerlo.
- ¿Y qué sucede cuando lo abres? Reiko, con el cigarrillo entre los labios, juntó las palmas de las manos con aire divertido.
- Que te curas –afirmó.
* Dominique es Psicoterapeuta -sistémica, centrada en narrativas- y magíster en ontoepistemología de la praxis clínica. Se desempeña como docente universitaria y supervisora de estudiantes en práctica. Atiende a adultos, parejas y familias. Instagram: @psicologianarrativa.
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