“A los 14 años tuve un pololo con el que empecé a experimentar mi sexualidad. En ese momento me parecía lógico porque veía que algunas de mis amigas estaban en eso y sentía que era el paso a seguir. Pero en la medida que fue pasando el tiempo, me di cuenta que cuando tenía relaciones, me ponía igual que un gato mojado: tensa y contraída.
Pensé que era natural y jamás se me pasó por la cabeza que tenía un problema. Hasta que conversando con mis amigas supe que mi experiencia era diferente. Por ejemplo, cuando ellas decían ‘me acosté con un mino después de conocerlo en la disco’, yo pensaba ‘yo no podría hacer eso’. Ni con todo el contexto del mundo hubiese estado con alguien que no conociera esa incomodidad que sentía cuando me aproximaba físicamente. No me daban ganas de tener ese tipo de intimidad. Al final, ninguno de los acercamientos sexuales que tuve en ese momento fueron tan consentidos desde mi parte y cedía simplemente para poder ‘darle en el gusto’ a mi pareja.
Aún así, pensaba que él era bacán porque me estaba apoyando en un minuto en el que estaba enfrentando un proceso muy profundo, que era el tratamiento psicológico del abuso sexual que sufrí en la infancia. Eso pasó a los 5 o 6 años y recién a los 12, cuando me estaba cambiando de colegio y me empecé a ir sola desde mi casa, lo recordé. En ese camino, viví muchas situaciones en la calle que me hicieron sentir vulnerable, como agarrones o un intento de ‘secuestro’ en un auto. Ahí me vino el recuerdo de lo que había pasado, le conté a mi mamá y ella me creyó de inmediato.
Mi terapia, eso sí, partió un tiempo después porque me negué a ir al psicólogo, pero como empecé a tener crisis de pánico, no me quedó otra alternativa. Ahí todo tuvo sentido. Yo tenía muchas consecuencias físicas, medias invisibles, de haber sufrido esta violencia sexual; por eso me hacía pipí en la cama hasta grande y desarrollé un estreñimiento crónico que resultó en una fisura anal que no se curaba con nada. A veces me generaba sangrado y un dolor tan fuerte, que no me dejaba ni salir.
Cuando terminé con esa pareja, mis dolores físicos no terminaron y en tiempos de pandemia se agudizaron por el estrés. Recuerdo que en la parte baja sentía un peso constante, además de dolor al orinar. Lo tenía tan normalizado que cuando iba al baño sabía que me iba a contraer porque hacer pipí me era incómodo. Así que fui a la matrona pensando que era una infección urinaria, pero ella ni siquiera me pudo revisar por mi nivel de dolor. Después de varias consultas, terminé en kinesiología de piso pélvico y fue ahí donde escuché por primera vez mi diagnóstico: vaginismo.
A principios de 2020 conocí a mi pareja actual y con él, aunque intentaba tener relaciones, la verdad es que no podía. A diferencia de mi experiencia anterior, fue muy comprensivo y me ayudó a reconocer muchas dolencias. Me decía ‘esto te duele, no es normal, no sigamos’. Pero fue difícil, porque no conocía otra historia como la mía. No tenía cerca casos de mujeres con este tipo de molestias físicas al momento de tener relaciones. Lloré mucho. Después me di cuenta que, como esto no se hablaba, no es que no existiera, sino que simplemente se llevaba en silencio. Cuando lo empecé a poner sobre la mesa, muchas me decían: ¿sabes qué? A mi también me duele.
Para el tratamiento del vaginismo me asesoré con Carolina Bravo, especialista en piso pélvico del centro CEKIM (@cekim_chile). Cuando comenzamos, yo estaba súper contracturada, eso explicaba mi imposibilidad de tener relaciones. Esa tensión la llevaba en mi cotidianeidad: caminaba apretada por la vida, era mi estado ‘natural’; y por más que hiciera ejercicios, no avanzaba. Cuando notamos eso e identificamos que provenía del abuso sexual infantil, la terapia dio un vuelco y avanzamos rapidísimo. Así, me dieron el alta no solo del vaginismo, sino también de la fisura anal porque el tratamiento, al final, abordó las dos problemáticas. La Caro, para mí, es un mantra, la luz al final del túnel que sanó algo que nunca pensé que iba a sanar. Y lo hizo además, en un espacio de mucha contención y sororidad.
Después de haber pasado por todo este proceso, hoy vivo la sexualidad como algo prioritario en mi vida. Porque si no nos hacemos cargo, nunca la vamos a poder disfrutar como tal. Siento que estoy en una etapa de poder re-conocerla con mi pareja actual, pero además de poner el tema sobre la mesa para informar y que las mujeres puedan explorar este espacio de manera libre y placentera. De hecho, lo converso con mi mamá, mi hermana y mis amigas de la manera más suelta posible para ver si logro ayudarlas en algo a través de mi experiencia. Finalmente, terminé de entender la sexualidad como la relación que tengo conmigo misma y con un otro, sin dolor. Esa visión marcó un antes y un después”.