Volverse adulto no es fácil. De un día para otro aparecen un montón de exigencias, problemas que antes no existían y expectativas que, en cierto modo, pueden ser difíciles de cumplir. En esta etapa, no solo tenemos que asumir nuevos roles -algo que ya es complejo-, sino que comenzamos a tomar decisiones de manera autónoma y a independizarnos de nuestra familia de origen. Un proceso que no solo implica irse a vivir sola/o, sino que supone soltar algunas dinámicas que teníamos arraigadas dentro del núcleo familiar.
Hacer ese tránsito puede llevar meses o incluso años. Sin embargo, según la psicóloga infanto-juvenil, Javiera González, las personas seguimos teniendo esa necesidad de validación por parte de nuestras figuras parentales, aún cuando ya nos independizamos. “Los padres son fuente de seguridad y pregunta constante ante decisiones difíciles en la vida, a raíz de nuestra relación de apego en la infancia con ellos. Suponemos que nos conocen, que saben cómo las cosas nos afectan, y cuando nos vemos ante situaciones desconocidas, recurrimos a esas primeras personas que son una fuente de seguridad. Además de validar nuestras emociones, al preguntarles podemos contrastar nuestras decisiones con el mundo de valores que compartimos con la familia de origen”.
Sin embargo, en esas relaciones los límites pueden difuminarse y, lo que parecía ser un apoyo desinteresado, se puede transformar en una dinámica abrumadora y tóxica. Ahí es donde aparece lo que el coach, Luca Bosurgi, definió como ‘dependencia emocional adulta (DEA)’, un fenómeno que aún no tiene descripción científica y que hace alusión a la necesidad -más o menos patológica- de seguridad, reconocimiento y apoyo por parte de los padres durante la adultez. “Esa dependencia se puede traducir, finalmente, en una incapacidad de hacer cosas por sí sólo, llevar la contra, tomar decisiones sin consultar. Y todo eso es por un temor a perder el amor y lugar en esos espacios familiares. Cuando eso está en juego, finalmente me adapto y pierdo mis intereses”, dice Javiera González.
Pero, ¿desde dónde surgen estos patrones de comportamiento? ¿Por qué algunas personas son más dependientes que otras y necesitan de la validación constante de sus figuras paternas? Una de las explicaciones tiene directa relación con los sistemas de apego que aprendemos en la infancia. “El ser humano tiene la tendencia a establecer un vínculo con su cuidador primario de manera innata y no aprendida. Es algo pre-programado en el ser humano y en el resto de los mamíferos (…) Todas las situaciones en las que se mueven los niños, o bien facilitan la relación de apego o bien interfieren negativamente, no hay ninguna que sea neutra para ellos. Por tanto, podemos decir que todas las experiencias y circunstancias los conducen a una estructura o normal/sana o patológica, y esto dependerá de las situaciones que vivan de pequeños, de la familia que tengan y de cómo y cuánto esta los ayuden a encauzar dichas experiencias”, explica el psicólogo Rafael Guerrero en su libro Educación emocional y apego.
Por eso, las personas que desarrollan apegos inseguros -que se caracterizan por recibir mensajes ambivalentes por parte de sus cuidadores- pueden presentar, con mayor frecuencia, dificultades al momento de establecer una autonomía emocional. “Cuando tus vínculos han sido más inseguros, porque te has sentido poco visto o exigido desde pequeño, se puede desarrollar una personalidad dependiente o insegura, por la que requieres de aprobación externa. Eso es algo que se necesita cuando uno es niño, pero si se desarrolla un buen apego, te independizas del qué dirán”, analiza Claudia Cerfogli, psicóloga y académica de la Universidad Católica. “Ese patrón de apego que se aprende en la primera infancia se va repitiendo y mejorando a medida que se tiene otras relaciones. Entonces, desde ahí, la importancia que las primeras experiencias de apego sean seguras, de una persona disponible emocionalmente y que proporcione un amor incondicional. Si no ocurre eso, nos va a costar diferenciarnos, ser autónomos y tomar decisiones de oposición, como por ejemplo, tener una pareja que no le guste a nuestros padres”, cuenta Javiera González.
A los estilos de apego, se suman otros factores como ciertos problemas en el proceso de maduración, o incluso situaciones familiares que entorpecen en la seguridad y autonomía personal. “A nivel mas sistémico, hay dificultades relacionales desde muy temprano en las familias que hacen que las personas jueguen roles protectores de sus padres o sostenes emocionales cuando son ellos los que deberían haber tenido ese cuidado. En ese caso, se puede estancar la posibilidad de individuación y de independencia”, señala Claudia Cerfogli.
Así, todos esos patrones que se aprenden en la primera infancia se extrapolan a la adultez y no solo se manifiestan en la dependencia emocional con las figuras parentales, sino que inciden también en diversos aspectos de nuestra vida. Uno de los más evidentes es en el área de las relaciones de pareja, donde -según las expertas- las personas pueden presentar dificultades al momento de generar intimidad o cercanía afectiva. “Hay muchas maneras de expresión de esa dependencia que tiene que ver con una inseguridad emocional. Se ve mucho cómo eso influye en las relaciones de pareja y en la parentalidad. Esas son dos oportunidades para hacer procesos más reparatorios porque ahí las personas están más dispuestas y flexibles a mirar lo que les pasa”, explica Claudia Cerfogli.
Sin embargo, esa inseguridad emocional generada en la infancia también aparece en áreas más cotidianas o del día a día. “En la adultez esto se juega a cada momento; cuánto me afecta opinión del resto, cuánto puedo sobrellevar decisiones autónomas, y cuánto temor tengo a equivocarme o a ser juzgado. Hay gente que no solo necesita la validación de sus padres, sino de sus cercanos (amigos, conocidos) o de su pareja. Son personas que están buscando la aprobación en todo, y es bien agotador afectivamente porque no tienes certeza de seguir siendo aceptado si te equivocas. Parece que todo el tiempo tienes que estar en constante estrés”, analiza Javiera González.
Si bien este tipo de conflictos, asociados a la dependencia emocional con la familia, se hacen visibles por primera vez en la adultez temprana -cuando comienza el proceso de independencia de los padres-, no hay un límite de edad para que esto ocurra. Por eso, The Huffington Post entregó algunas claves para determinar si tenemos relaciones poco saludables con nuestros padres. “¿Sientes la necesidad de dejar lo que sea que estés haciendo cada vez que tu mamá llama, incluso si ustedes dos ya hablaron ese día? ¿Cancelar rutinariamente planes con sus amigos, compañeros de trabajo o cónyuge porque tu mamá quiere verte? Si es así, es posible que se haya encontrado en algún territorio poco saludable”, dice el artículo. En el texto además se indica que el sentirse responsable por el bienestar emocional de los padres, el sentir que no se puede tomar una decisión sin preguntarle a ellos o el mentir para evitar decepciones son algunos indicadores asociados a la dependencia emocional que rápidamente podríamos empezar a identificar.
Pero romper este tipo de patrones no es tarea fácil. En la mayoría de los casos, se necesita hacer una autorevisión profunda para entender los orígenes de la dinámica y por qué se ha llegado a repetir. Para Javiera González, el fortalecimiento personal y trabajo de autoconocimiento es clave en este aspecto, porque permite entender quiénes somos, cuáles son nuestras necesidades y hacia dónde dirigimos nuestros objetivos, sin poner en el centro los intereses familiares. “Esa fortaleza me va a permitir no estar todo el tiempo urgido por la aprobación del otro. Ahí se genera una diferencia entre contarle a los papás para compartir logros o recibir consejos; o contar porque necesito que ellos tomen una decisión por mí. Cuando uno toma consciencia de que otro ha tomado las riendas de mi vida, hay que hacer la reflexión de ¿por qué yo he dejado de tener esas riendas? ¿por qué no soy capaz de tomar esas decisiones o hacerme cargo de lo que vivo?”.