Siempre estamos hablando de qué hacer con la tecnología en nuestros hijos, sin embargo, pocas veces nos detenemos a mirar qué uso le estamos dando nosotros en nuestra vida. Queremos que ellos se desconecten de los aparatos, que pasen el menor tiempo posible en pantallas para que así aprendan a conectarse, a decir y abrazar en persona al otro con el que están interactuando. Pero me pregunto si hemos probado estar un día sin pantalla nosotros para ver qué sería lo que ocurre. No sé ustedes, pero yo al menos lo único que vuelvo a buscar a mi casa si se me queda, es el celular.

Es tanta importancia la que le hemos otorgado a este aparato, que ha pasado a ser una de las cosas que no podemos dejar de tener en nuestras manos. Si salimos a comer con nuestra pareja, el celular descansa sobre la mesa; si estamos en una reunión, lo dejamos sobre la mesa mirando hacia abajo, pero donde se vea; si estamos en una tarde de amigas, lo sacamos de la cartera y lo dejamos cerca; si estamos en una clase, seguro que está al lado de nuestro cuaderno. El celular ha pasado a ser una extensión de nuestra propia vida y, si bien es desde ahí desde donde trabajamos, nos conectamos con nuestros familiares que no podemos ver o desde donde leemos o estudiamos, ¿nos hemos preguntado realmente cuánto nos estamos perdiendo de la vida real, instantánea y espontánea, por estar con nuestro celular? ¿Cuánto estamos dispuestos a soltarlo? Sería bueno al menos cuestionárselo.

En un muy discutido estudio de 2014, la psicóloga de Virginia Tech Shalini Misra y su equipo monitorearon las conversaciones de más de cien parejas en una cafetería e identificaron lo que llamaron “el efecto iPhone”, donde la mera presencia de un teléfono inteligente, incluso no estando en uso, degradaba las conversaciones privadas. Frente a la sola presencia de un celular, se observó que las personas estaban menos dispuestas a revelar, hablar y contar acerca de sus vivencias o sentimientos profundos y existía una menor capacidad para comprenderse entre sí. Es decir, por el solo hecho de tenerlo ahí, disminuye nuestra capacidad de empatizar, vincularnos y conectar emocionalmente con otros. Y la verdad es que no es tan raro o loco pensarlo, porque cuando ponemos el celular sobre la mesa en una comida con la pareja, implícitamente le estás diciendo “lo que pueda aparecer en esta pantalla es más importante que lo que me tengas que decir o contar”. Suena duro, pero es cierto: el celular nos aleja emocionalmente, nos hace sordos, mudos y ciegos frente al otro que está intentando conectar con nosotros. ¿Cómo me declaro yo? Culpable y absolutamente consciente de que si quiero que mis hijos regulen el uso del celular, yo tendré que ser la primera en hacerlo. Primera decisión: no más celulares a la hora de comida.

John Gottman, psicólogo norteamericano dedicado a estudiar nuestra capacidad de nutrir nuestros vínculos tanto con nuestra pareja como con nuestros hijos, ha descubierto que es en los momentos más inestrucutardos del día y en la cotidianidad donde ocurren esos encuentros de conexión. Es en esos instantes que tomamos la invitación de nuestros hijos a conectar con nosotros o cuando nosotros los invitamos a conectar. Es en los momentos cotidianos donde aparecen las canciones, los bailes, las risas, los abrazos, las conversaciones, los juegos y los ritos. Cada uno de esos momentos cotidianos, espontáneos e inestructurados son, paradójicamente, las mejores oportunidades para conectar a nivel familiar y de pareja. ¿Qué ocurre cuando el celular esta ahí? Esos momentos inestructurados y espontáneos disminuyen, porque es cuando nos quedamos en blanco en esa conversación o cuando estamos aburridos o aparece algo en la pantalla, cuando perdemos esa oportunidad de cambiar el rumbo de esa interacción e invitar al otro a conectar para ir más allá. ¿Cuánta cabida, tiempo y prioridad le estamos dando a nuestros teléfonos? ¿Cuánto nos esta robando de nuestra capacidad para conectar con otros? ¿Cuántos de esos momentos espontáneos estamos necesitando?

Al menos yo tengo claro que mi familia sí necesita de esos momentos. Y por mi parte necesito darme cuenta de que algunos de los mejores momentos de mi vida probablemente ocurren y ocurrirán en esos momentos espontáneos, cotidianos e inestructurados. Posiblemente todo lo que recordaré cuando pase el tiempo y sea mayor serán imágenes y recuerdos de esos momentos que nacieron desde lo natural: cuando cantamos porque estaba nerviosa, cuando la más chica me mostró la práctica de su primer baile del jardín, cuando conversábamos sobre el día antes de irnos a dormir, o cuando jugamos un juego de mesa repetitivamente porque a mis niños les encantaba. Es ahí donde estarán nuestros momentos de conexión, no en las fotos, no en los mensajes contestados al instante, no en el celular sobre la mesa.

Tengo claro que no quiero estar “presente/ausente” para nadie. Ni para mis hijos, ni para mis amigas, ni para mi pareja, ni para mi familia. Quiero elegir estar presente de manera real. No quiero solo sacar lindas fotos de la infancia de mi hijo, porque en realidad quiero verla y vivirla día a día. Y lo más posible. No quiero pensar en cómo se verá la foto de ese paisaje o paseo familiar en Instagram, quiero pensar y sentir lo agradecida que estoy de ese momento, saboreándolo al máximo. Quiero ver los bailes de mi hija en el jardín, no grabarlos. Quiero que mi pareja sepa que no hay nada sobre la mesa, porque solo está él para mí en ese momento e instante que elegimos estar juntos. No quiero selfies de comidas familiares, quiero que mis hijos sepan y sientan que cuando nos sentamos a comer juntos, es nuestra oportunidad para conectar. Quiero que “pasar tiempo juntos” signifique mucho más que “mostrar nuestra vida juntos en Instagram”. Quiero elegir día a día el hoy, la realidad y no lo virtual. Quiero que mi hijo se sienta escuchado cuando me habla, eligiendo mirarlo a él y no a la pantalla.

Hoy solo quiero invitarlos a que nos preguntemos ¿qué pasa con nosotros? ¿Es nuestro celular nuestro primer y único amor? La verdad es que lo dudo. Los verdaderos amores de la vida son nuestros vínculos: nuestra familia, nuestros amigos cercanos, nuestra pareja y nuestros hijos. Pongamos el celular donde realmente debería estar. Menos tiempo en pantalla y más tiempo cara a cara. Desconectemos para realmente conectar.

María José Lacámara (@joselacamarapsicologa) es psicóloga infanto juvenil, especialista en terapia breve y supervisora clínica.