Ha pasado un poco más de una década desde que la pedagoga y académica de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, Marcela Gaete, fundó, junto a su colega Marisol Ramírez, un programa de prácticas orientado a acercar a los futuros docentes a las realidades de niñas y niños con infancias y adolescencias institucionalizadas o privadas de libertad.
Era el año 2011, en el país había estallado la revolución pingüina, y los estudiantes de Pedagogía en Educación Media, quienes habían estado en paro durante meses, estaban focalizando sus energías y reflexiones en tratar de analizar la crisis educacional que se vivía. Todos, de alguna u otra manera, habían puesto en duda el sentido de la escuela, de la formación docente y de la educación recibida, que –según iban dilucidando– se había vuelto muy tecnificada, poco humana y ciertamente poco sintonizada a los tiempos.
“Nos dimos cuenta que la escuela en Chile estaba –y sigue estando– pensada para niñas y niños que tienen papá y mamá, una casa y comida todos los días. Pero esa no es la realidad de todos”.
Se trataba de una educación, como reflexiona hoy Gaete, que no les estaba haciendo sentido porque no los preparaba para el mundo que habitaban. Una educación técnica y orientada a tener una profesión y estar insertos, sin mayor cuestionamiento, en un sistema de producción. Y esa lógica, como se estaba viendo, tenía fecha de caducidad.
El proyecto entonces, que se gestó luego de que funcionarios del Sename se acercaran a la universidad en búsqueda de colaboraciones, vino a proponer una mirada distinta; “Nos dimos cuenta que la escuela en Chile estaba –y sigue estando– pensada para niñas y niños que tienen papá y mamá, una casa y comida todos los días. Pero esa no es la realidad de todos. Mientras no apostemos por cambiar ese sistema educativo que expulsa a la diversidad y mientras no apostemos por la educación pública, solo vamos a reforzar los ghettos educacionales”, reflexiona Gaete.
En un país cuyo sistema educacional, según planteó la OCDE en 2004, está conscientemente estructurado por la clase social, la iniciativa fijó una misión: proveer una instancia de prácticas investigativas –que se podían convalidar como horas de prácticas profesionales– para aquellos estudiantes de pedagogía que quisieran acercarse a realidades que les eran ajenas. “Ninguno de nosotros estuvo internado en un centro privativo de libertad ni tuvimos una adolescencia institucionalizada. Hay muchos prejuicios con esas chicas y chicos, y entrar ahí y compartir con ellos es lo único que va a facilitar que después sepamos cómo ejercer una docencia con enfoque de derecho. Lo que se dieron cuenta muchos de los estudiantes es que iban a ser profesores y no conocían la realidad de una gran parte del país”, profundiza Gaete.
Al 2012, esa cifra bordeaba los 12.000 niños, niñas y adolescentes cuyas vidas habían sido institucionalizadas en algún momento. Para el año 2017, según datos del Sename, fueron 16.015 los jóvenes atendidos en el área de justicia juvenil. Pero, como afirma Gaete, sigue siendo complejo mantener ese registro.
Así surgió la iniciativa Pedagogías en contextos de encierro, que en su primera versión reunió a 12 estudiantes de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la U. De Chile que, a través de talleres de filosofía y cine, realizaron sus prácticas en tres centros (en Pudahuel, La Cisterna y Calera de Tango) de protección o reclusión nocturna para más de 100 jóvenes y adolescentes entre los 12 y los 18 años. Esa vez, la intención era ver de qué manera se podía aportar a la transformación social que tanto se anhelaba.
Hoy, el programa cuenta con más de 30 practicantes semestrales –la dinámica consiste en formar tríos pedagógicos y siempre hay uno que ya realizó la práctica, para que haya cierta continuidad– que tienen la posibilidad de realizar sus talleres e interactuar con jóvenes en contextos de reclusión en cinco centros diferentes. Gaete y Ramírez también asisten con frecuencia a los encuentros, porque su filosofía se basa en que ellas no son evaluadoras del programa, sino que unas integrantes más del equipo. Luego, vienen los procesos de reflexión y sesiones de análisis. Pero lo clave, como afirma Gaete, es la consistecia, porque de otra forma no se logra conocer a esos jóvenes como sujetos integrales marcados por una trayectoria vital, en la que cada etapa tuvo y tiene una incidencia.
El programa representa hoy una pequeña muestra de lo que debería ser un sistema educativo integral e inclusivo que considera las diferencias y dificultades sociales de todo niño, niña y adolescente, pero aun así, y pese a ser de las iniciativas más emblemáticas del fondo concursable creado por la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la U. de Chile, siempre está pendiendo de un hilo.
¿A qué se enfrentan los estudiantes que optan por formar parte de este programa?
Principalmente a un proceso de autoconsciencia de lo que son, de sus prejuicios –muchas veces arraigados de manera inconsciente– y de las expectativas que tienen de los demás.
Este programa tiene esa dualidad; es un apoyo para estas infancias excluidas y marginalizadas que nunca han estado insertas y que tienen experiencias de vida muy fuertes, pero también es un apoyo para los futuros docentes, que mediante esta instancia, se dan cuenta de lo que hay que reformular. Se ve en cosas tan simples como cuando dicen ‘me sorprendió este trabajo que hicieron los estudiantes del centro’. ¿Por qué nos sorprende? ¿No los creemos capaces?
Lo que hemos visto es que los talleres cambian cuando nosotros cambiamos; es decir, cuando nosotros perdemos el miedo, cuando tenemos expectativas desafiantes para el otro, cuando logramos legitimarlo, ahí es cuando empiezan a ocurrir otras metodologías y formas de trabajar el aula.
Nuestra mirada, desde que ideamos esta iniciativa con los mismos estudiantes de pedagogía y con mi colega, siempre está centrada en el sujeto, porque no se puede no reconocer que los chicos que han llegado a la cárcel, han pasado por centros de protección. Pero eso implica un cambio en la mirada de la educación y en la formación docente.
Lo que sacan muchos de los practicantes es una herramienta autoreflexiva; la capacidad de preguntarse ‘cómo veo yo a ese otro; al otro que es pobre y excluido’. Eso es clave porque muchas veces los profesores llegan a escuelas de alto nivel de vulnerabilidad y no saben qué hacer ahí, porque no entienden a esos otros.
Cuando recién empezamos, me llamó la atención que los practicantes terminaban en un rincón. Ellos se hacían para atrás y los niños se acercaban cada vez más con la silla. Esa escena es muy gráfica porque da cuenta de que los niños quieren escuchar pero que los estudiantes en práctica le temen a lo vincular.
Y eso no es culpa de los profesores, tiene que ver con un sistema educativo que de base está orientado a un tipo de formación para el colegio de clase media. En ese sentido, con este programa queremos revertir esa deuda histórica en la formación docente y dejar claro que al entrar al aula, se van a encontrar con mucho más que estudiantes de clase media y acomodados, y que las propuestas didácticas tienen que ser pertinentes. ¿Qué pasa con la educación técnico profesional, la educación para adultos, o la educación adentro de las cárceles? Todo eso lo solemos obviar de la formación docente, pero para dejar de hacerlo, los formadores de formadores tenemos que estar preparados.
¿Hay miedo?
Siempre hay algo de miedo. Porque no hay un manual respecto a cómo nos preparamos para trabajar con otra persona que tiene otra historia de vida. A eso se le suma que hay mucha criminalización de la juventud en los medios; de ser un niño en peligro, pasan a ser niños peligrosos. Y eso cala profundo.
Cuando recién empezamos, me llamó la atención que los practicantes terminaban en un rincón. Ellos se hacían para atrás y los niños se acercaban cada vez más con la silla. Esa escena es muy gráfica porque da cuenta de que los niños quieren escuchar pero que los estudiantes en práctica le temen a lo vincular. Los más chicos además son más cariñosos y como todo niño a veces son torpes y no miden su fuerza. Pero estos son niños que han sido muy dañados, que han vivido abuso sexual, violencia intrafamiliar, que terminan en la calle. Tienen baja tolerancia a la frustración y no están escuchando obedientemente.
Hay una autora que habla de la insoportabilidad; son niños que viven vidas insoportables que muchos de nosotros no seríamos capaces de vivir. Y por lo tanto tienen poca tolerancia a otro espacio insoportable. Cuando las clases son aburridas, se quieren ir y son muy directos. Pero lo que tratamos de plantear es que estas no son conductas que tengan estos niños solo por ser estos niños, sino que son conductas que en el caso de ellos, están intensificadas.
Entonces nosotros tenemos que desarrollar empatía, bajar el miedo, la resistencia y los prejuicios. Cuando todo eso empieza a caer y los vemos realmente, como sujetos históricos, empiezan a ocurrir otros aconteceres en el aula.
Son muchos los que desertan, los que requieren de apoyo, pero si no tienen los medios, la escuela pocas veces provee eso. Porque hay una estructura escolar que más que acoger, es expulsora de la diversidad.
Se me hace muy difícil no pensar en nuestro sistema penitenciario, que, como mucha de la institucionalidad, no está pensada desde la inserción, sino que desde el castigo, la exclusión y reforzar el círculo de la pobreza. ¿Cuántos de estos niños logran salir de ahí?
Muy pocos, y finalmente terminan repartidos entre los espacios que dependen directamente del Estado, los que están subvencionados por el Estado o en la calle. Hay fundaciones, ONGs, programas educativos que se licitan pero que finalmente complejizan el sistema porque cada uno maneja una porción de la realidad de ese sujeto. Cada uno ve al niño o a la niña en un momento de su vida como algo totalmente fragmentado del resto de su trayectoria vital. Ese chico probablemente estuvo en la escuela, después en otro momento pasó a ser institucionalizado, y en otro momento quizás se escapó y está en situación de calle. De ahí pasan a recintos penitenciarios juveniles y todo eso lo va determinando, y esa interseccionalidad pocas veces la vemos.
Efecto ‘zapping’
Marcela Gaete es enfática al decir que son pocas las personas e instituciones que perciben a estos niños y niñas en su integralidad y eso mismo facilita que exista una sobre intervención y algo que ella denomina el Efecto Zapping. “Hay un zapping de intervenciones con estos niños pero nada articulado; nadie se detiene a verlos en su totalidad, sino que los siguen fragmentando y se los sobre diagnostica en cuanto a sus carencias”, explica. “Por eso el programa está enfocado en una mirada integral, no parcializada –dentro de lo posible– de la trayectoria de este sujeto y, a su vez, en un diagnóstico de sus potencias. Sabemos lo que no saben y las aptitudes que no han adquirido, pero la mirada tiene que estar en lo que sí saben, lo que pueden hacer y lo que sueñan”. Desde ahí parten sus talleres. Y eso, como explica, es la base de la pedagogía de la presencia, que busca conocer al sujeto y hacer de la educación una herramienta de transformación social. “El espíritu es el de la militancia pedagógica; como profesora, debo querer ir a los sectores complejos porque ahí tengo que hacer una labor, pero para eso me tengo que preparar.
Pocas veces nos hacemos esas preguntas en la escuela. ¿Cuánta cultura –en el sentido amplio de la palabra– ingresa al aula? Esa es la clave de la formación docente y a eso hay que apuntar.
Y es que a la fecha, como detalla Gaete, todas las problemáticas del barrio y de la comunidad las asume la escuela. “Pero muchas veces no estamos preparados para eso, y menos aun si el foco está puesto en los estándares y en los rendimientos, que la mayoría de las veces no dan cuenta del progreso.
Este programa es un ejemplo chico de lo que se debería hacer a nivel macro. ¿Cómo entendemos la educación hoy y qué vuelta deberíamos darle?
La escuela configura subjetividades. En la escuela no solo aprendemos contenidos, sino que aprendemos a ser, a vivir y lo que es el otro. Por lo tanto, podemos terminar el colegio con excelentes calificaciones y no entender el mundo en el que vives. El problema es que el enfoque que predomina considera solo a una porción del estudiantado, y cuando considera a los que están en situación de mayor vulnerabilidad, hay un enfoque de reinserción súper ajeno e individual. A esos niños hay que insertarlos, pero no a una sociedad en la que no tienen nada que hacer. Por eso la vuelta es mejorar el aprendizaje pero también las escuelas. No podemos cambiarlos a ellos si no cambia todo, porque de otra manera llegamos a una supuesta inclusión que en realidad termina siendo una adaptación a la sociedad que los excluyó.
Todos los chicos son curiosos, si logramos que aprendan desde la curiosidad, a entenderse en el mundo, entender que tuvieron una vida difícil, ya es un logro. Pero pocas veces nos hacemos esas preguntas en la escuela. ¿Cuánta cultura –en el sentido amplio de la palabra– ingresa al aula? Esa es la clave de la formación docente y a eso hay que apuntar. A verse, pensarse, a transformar el mundo, a habitar la ciudad, a leer la realidad. Porque como está ahora el sistema educacional, no ha sido capaz de responder a lo que necesitan los jóvenes.