Con mi prima tenemos dos meses de diferencia y una relación muy particular. Crecimos siendo algo así como unas mellizas: nos daban la comida al mismo tiempo, teníamos las mismas rutinas y prácticamente nos vestían iguales. Hay millones de fotos de las dos acostadas en el living de la casa de la playa tomando mamadera, jugando en la arena y haciendo coreografías. No vivíamos en la misma casa, pero pasábamos juntas los fines de semana y los veranos completos. Fue con ella entonces, con quien compartí prácticamente todas mis primeras veces: cuando probamos un cigarro, cuando compramos nuestro primer sostén y cuando menstruamos por primera vez. Recuerdo que a los 7 u 8 años jugábamos a las muñecas, pero también a la oficina, porque a ella le encantaba organizar, administrar y por qué no decirlo, mandar los juegos. Yo, por mi parte, era más tímida y lenta en todos mis procesos. Muchas veces le seguía el juego, pero era feliz haciéndolo, porque con ella me sentía bien. Sin entenderlo a esa edad, estábamos construyendo un espacio seguro, de contención y apañe para el resto de la vida.

Uno que este año se puso a prueba. Así como juntas nos enamoramos por primera vez, este año, ambas nos separamos de nuestros maridos. Una coincidencia que en un comienzo vimos como algo malo, porque nadie probablemente quiere vivir un proceso como éste, nunca, pero que finalmente se transformó en una conjunción afortunada. Insisto, ninguna de las dos está feliz por haberse separado, pero sí creemos tener la suerte de tenernos la una a la otra, de pasar por lo mismo otra vez juntas, y por lo tanto, de entendernos mejor que nadie.

Estas semanas decidimos venirnos a la casa de la playa donde pasamos todos nuestros veranos cuando niñas. En las noches, después del ajetreo del día –que aunque sea en vacaciones con niños implica una serie de tareas y responsabilidades–, nos sentamos las dos con una cerveza y un pucho en la terraza. Un día nos dedicamos a pelar, otro escuchamos canciones de despecho y cantamos a todo pulmón muertas de la risa, y otros días también lloramos juntas. Porque de eso se trata ese apañe y contención que de niñas creamos inconscientemente y que hoy se transforma en un muro fuerte que nos sostiene.

No hemos estado juntas toda la vida. Incluso en la adolescencia una vez nos peleamos por un hombre, uno que terminó siendo pololo de ambas, en distintos momentos eso sí, pero que a pesar de nuestra cercanía y profunda amistad, nos hizo entrar en la lógica de la competencia que tantas veces caemos las mujeres; también nos distanciamos en otros momentos porque en la adolescencia cada una comenzó a mostrar interés por cosas diversas. Pero a pesar de todo eso, hoy me doy cuenta de que, pase lo que pase, siempre nos vamos a cuidar. Y es lindo y tranquilizador saberlo.

Y es que así son las relaciones entre mujeres. Nos apoyamos mutuamente, nos damos cariño, nos sostenemos. Para mí –y esto lo aprendí con mujeres como mi prima– no existe una relación más transversal que ésta, porque cuando estamos con una amiga, una hermana o una prima, y compartimos nuestros problemas juntas, le perdemos un poco de miedo al futuro. Se trata de un espacio cariñoso que por muchos años nos han querido quitar de muchas maneras, como cuando con mi prima en algún momento creímos que ese pololo podría llegar a ser más importante que la relación entre nosotras. Pero por suerte la vida me sigue mostrando de manera evidente que nada puede ser más importante que tenernos la una a la otra.