"A Joaquín lo conocí cuando tenía 26 y él, 29. Yo venía saliendo de una relación de nueve años y me había ido a refugiar a la casa de una amiga. Un día, esta amiga decidió invitarlo a tomar té y no me dijo nada. Llegó y la química fue inmediata: nos enteramos de que teníamos gustos musicales parecidos y fuimos al supermercado a comprar cosas para extender un poco más el encuentro. Esa noche estuvimos hasta las doce tomando y conversando de la vida. El plan de nuestra amiga había resultado.
Desde ese momento en adelante, nunca más nos separamos. Salimos, fuimos a varios conciertos y vacacionamos juntos. Y a los tres meses, nos casamos. Sabíamos que habíamos tomado una decisión precipitada, pero eso no era por ningún motivo un problema. Era tal el nivel de naturalidad entre los dos, que dejamos que las cosas se fueran dando. Realmente parecía como si nos hubiésemos conocido de toda la vida. Por eso en parte nadie se sorprendió cuando contamos que nos casaríamos. Ni siquiera surgió la duda; todos entendían que habíamos enganchado y no sentían la necesidad de cuestionar nuestra decisión.
Estuvimos casados durante ocho años y, como todos los matrimonios, tuvimos de todo, pero fueron más los momentos buenos que los malos. Hacia el final aparecieron las diferencias; él estuvo un poco más ausente y empezó a estar menos en la casa y yo me enfoqué en ser mamá y profesional. Siempre fue encantador, simpático, atento y caballero, pero me fui dando cuenta de que necesitaba muchas demostraciones de amor y que mis preocupaciones y ocupaciones estaban siendo prioridad para mí. Empezaron las conversaciones del tipo "si algún día nos separamos, no podemos usar a los niños como herramienta para herir al otro" y en alguna ocasión me dijo que yo me había hecho cargo de todo sin recurrir a él, y que sentía que estaba sobrando. Señales hubo, pero yo quizás no las supe interpretar. No me di cuenta de que el divorcio podía ser un posible desenlace.
En diciembre de 2019, finalmente, me lo dijo. Y fue un golpe tremendo que no vi venir. Él ya estaba decidido y no había mucho más que conversar. Yo, por mi lado, no supe cómo reaccionar. Lo primero que hice fue llorar con una sensación de ahogo en el pecho, hasta que sentí que ya no tenía fuerzas. Las personas a mi alrededor me ofrecieron un sinfín de alternativas, desde lanzarme a la vida, odiarlo, superarlo. Pero yo no quería nada de eso. Quería entender qué fue lo que había pasado.
A su vez, teníamos que reaccionar rápido: tenemos dos hijos chicos y ellos no podían sufrir las consecuencias de las decisiones de los adultos. Decidimos, entonces, celebrar el Año Nuevo juntos, como lo habíamos planificado. Comeríamos en la casa y al día siguiente iríamos donde su mamá, y así los niños mantendrían la ilusión de la celebración. Después decidimos seguir con los planes de las vacaciones. Y así pasaron los meses del verano y los niños fueron la excusa perfecta para seguir evadiendo lo que realmente estaba pasando. Por mientras él se había ido de la casa, pero seguíamos insistiendo con la idea de mantener lo más posible la "normalidad".
Hasta que llegó marzo y mi psicóloga me dijo que estos procesos tienen etapas y la que estaba viviendo en ese momento era la del duelo. Y que no podía llevar a cabo el duelo si es que lo seguía viendo. Por eso, me propuso que mientras él viera a los niños –porque viene todos los días a verlos– que yo no estuviera en la casa. Y eso estuvo bien por las primeras dos semanas. Él llamaba para saber si necesitábamos algo, pasaba al supermercado, compraba de todo y finalmente llegaba a la casa y pasaba un tiempo con los niños mientras yo salía y hacía mis cosas. Pero desde que empezó la cuarentena obligatoria nos hemos visto obligados a vernos nuevamente. Y nuevamente compartir un espacio los cuatro, sin poder recurrir a otras personas u otros lugares.
En esos ratos trato de encerrarme en mi pieza para que cada uno tenga su espacio. Y salgo cuando él se va de la casa. Pero ha sido muy difícil. Si ya divorciarse es un proceso tortuoso, pasar por este duelo en cuarentena y no tener muchas opciones o vías de escape, es una tortura. Especialmente si uno de los dos no tiene del todo resuelto lo que siente por el otro. Porque lo sigo amando, y por eso una parte de mí piensa que podríamos volver. Pero luego hay otra parte de mí que adquiere cada vez más fuerza y que tiene más que ver con el amor propio que estoy desarrollando, que me hace sentir que esto es lo que tenía que pasar.
Isabel Villalobos (35) es profesora.