Tuve la suerte de ser elegida por dos bellas niñas para ser su madre. Hoy, la mayor, ha terminado su enseñanza media y volvemos de la ceremonia. En casa la espera, con una torta para celebrarla, su hermana de tres años. La cara de ambas, esos ojos que brillan, cómplices, cuando se miran y logran reencontrarse y abrazarse, me lleva a reflexionar sobre ese amor incondicional que se tienen, que les tengo y lo diferente que ha sido ser madre de ambas.
Mi hija mayor, Valentina, fue hija del rigor: prematura de 31 semanas, hija de una madre adolescente de 18 años y que recién había terminado su primer año de Universidad. El año 2000 aún era un lujo entrar a la educación superior y, por ende, congelar o abandonar no era opción, menos con la carrera que siempre soñé ejercer: pedagogía. A sus tres meses de vida ya salíamos a las 6:30 de la mañana desde la casa de mis padres para dejarla en la sala cuna y poder asistir a clases, en un cansador viaje de una hora y media. Aguantamos viajando en micro, con choferes que nos ponían mala cara por pagar escolar con una guagua en brazos, con frío y con calor, ya que el microclima de Villa Alemana muchas veces no tenía nada que ver con el del puerto de Valparaíso. Junto con las responsabilidades académicas, apareció la necesidad de mantenernos, por lo que la semana de estudio continuaba con fines de semana de trabajo en el retail mientras mi hija se quedaba con mi madre y mis hermanos, quienes en ese momento eran tan niños como ella. Del padre y su familia, bien gracias hasta el día de hoy, ya que a pesar de haber sido compañeros de carrera, separamos caminos y no fue una figura presente.
Ya titulada, el destino nos llevó a la capital para trabajar lo más posible, juntar dinero y armar nuestro hogar. Dos años que se volvieron ocho, pero que rindieron frutos y nos dieron nuestra casa propia y la posibilidad de comenzar a armar nuestro mundo en medio de grandes errores y aciertos, idas y venidas, protagonistas que recordamos con cariño y antagonistas que pasaron por nuestra existencia y que hoy queremos olvidar. Vacaciones trabajadas en campamentos escolares, conocer el sur mochila en hombro, disfrutar y disfrutarnos, siempre juntas.
Volvimos a nuestra región con el corazón roto, pero la dignidad intacta. Y empezamos de nuevo con la firme promesa de mantener nuestro mini matriarcado y la vida feliz que siempre soñamos. Nuevamente el destino movió sus hilos y el viento trajo a nosotras a un compañero que no sólo conquistó mi corazón, sino el de ella y que, de a poco, entró en nuestra fortaleza con su desorden, su manías, sus locuras y sobre todo, con su amor. El día que nos casamos, la jueza del registro civil preguntó por qué en la caja había tres anillos. Uno era para Francisco, uno para mí y el otro para Valentina. Nunca se lo ha sacado.
Así llegó Octavia, luego de un embarazo de término siendo yo una profesional de 33 años con trabajo estable, y habiendo perfeccionando la profesión de mis amores. En medio de una vida feliz. Por eso esta segunda maternidad ha sido diferente. He aprendido a respetar mis horarios y no llevarme el computador a casa para poder estar con ella, jugar, llevarla a la plaza, salir a comprar. Ha sido también una maternidad compartida, con un compañero que asume su rol y es figura activa no sólo en la vida de Octavia, sino también en la de Valentina. Una maternidad mas descansada, de la que, debo asumir, me cuesta soltar el mando. Si en la primera fui reina y señora, hoy tengo un compañero que también opina y cría junto a mí. Sus tíos, mis hermanos, ya no son pares, sino que son los adultos en los que Octavia se resguarda cuando algo no le gusta. Es la menor de los nietos y de los sobrinos, y disfruta a concho esa ventaja, siendo el foco de atención. Mi madre puede cumplir con el rol de abuela, no tanto como el de mamá postiza como lo fue con la Vale. Se dedica a jugar, y cuando la situación se pone color de hormiga, me la puede devolver.
A pesar de los quince años de diferencia, vuelven a mí las mismas películas Disney (clásicos que nunca pasan de moda), dibujos animados y canciones. Vuelven a mí las peleas de dinosaurios, los dibujos en la pared, las guaguas de plástico a las que debo sacarle los chanchitos, las rodillas peladas, las noches en vela, el comedor lleno de juguetes y lápices y los cuentos nocturnos donde casi siempre el que se queda dormido es quien lo está contando.
Valentina y Octavia son mis compañeras de viaje. Una en camino a preparar sus propios itinerarios, la otra acomodándose en mi cama. Una pensando en la PSU y su futuro, la otra aprendiendo a saltar a dos pies juntos. Una conociendo el amor del otro, la otra exigiendo sólo el nuestro. Pero ambas presentes, pululando en mis instantes, con sus llamadas (sí, Octavia también me llama por whatsapp), con sus sonrisas, con sus conversaciones eternas cuando las tres volvemos a casa. Ambas en mi cama cantando y preguntando si la 'mami' le robó el sombrero al profesor.
La posibilidad de disfrutar estas dos maternidades distintas no me ha hecho replantearme el mundo, ni creer en seres supremos, ni cuestionar esta sociedad tan cambiante, ni tampoco creerme superior al resto. Sólo me lleva a mirar atrás, al camino que me tocó transitar y asumir, y reconocer que he sido una afortunada, ya que, a pesar de ser tan distintas las épocas, a pesar de la red de apoyo, de mi cambio de perspectiva, de los años de diferencias y los cambios generacionales, al llegar la noche mi vivencias se vuelven idénticas. Entro en cada dormitorio mientras duermen sólo para tocarlas, besar su frente y verlas dormir. Y asumir que, esta vida que llegó, es la que tenía que vivir.
María Paz Sánchez Morales tiene 36 años. Es mamá de Valentina y Octavia y trabaja como profesora de Lenguaje y Comunicación.