Dos maridos y un solo hogar (juntos pero no revueltos)
Cuando volví de India el año 2020, en plena pandemia, me encontré con una situación atípica.
Llegué a las 3 a.m. a mi departamento donde estaba Francisco, mi primer marido y padre de mis hijas. Estabamos separados hace cinco años, pero habíamos acordado que él se haría cargo durante un mes, mientras yo viajaba a india. No contamos con que habría una Pandemia que justo semanas antes, llegaba al país. Santiago ya había comenzado el horario de toque de queda y el cierre total en fase uno, indicaba que yo debía hacer cuarentena por dos semanas sola por precaución.
Llegué con mis maletas al lobby del edificio mientras mis niñitas dormían, y no pude verlas, no podían correr riesgos, yo había viajado sin mascarilla y en aviones llenos de gente en las mismas condiciones que recorrieron la vuelta al mundo recogiendo peregrinos que querían volver a Latinoamérica.
El cuerpo me estorbaba, sólo buscaba donde acurrucarme.
–¿Estás bien?– me dijo Francisco desde cinco metros de distancia. Estaba descompuesto. Por teléfono sólo me pedía que volviera, que nuestras hijas nos necesitaban a los dos, que hiciera todo lo posible, que yo salía de todas, que era una guerrera, que era una tremenda mujer.
–Si, estoy bien pero muy cansada– le respondí. Saqué de mi bolso de mano, los cuatro regalos que traía para mi familia, tres joyas de Cashemira, una para cada una de mis hijas: citrino amarillo, amatista y fluorita. Para Francisco una bufanda de pashmira.
Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre, pensé, sólo que al cura se le había olvidado que el amor tiene muchas formas de expresarse, y el amor de pareja no se olvida, se respeta para siempre.
Habíamos vivido juntos un amor de 17 años, daba lo mismo a estas alturas todo el daño que nos habíamos hecho, fuimos amantes, amigos, padres, socios, compañeros. Habíamos sido muchas cosas a la vez para olvidarnos tan rápido. No éramos desconocidos, había una conexión que jamás moriría, la de nuestro verdadero amor, que ya no era de matrimonio, era de seres humanos. Después de amarnos y pelearnos por todo y más, habíamos hecho las paces tácitamente, sólo por el hecho de que pensamos por un segundo que no volveríamos a vernos.
La desazón del término había fluctuado al entendimiento, todos habíamos sido responsables del caos. Por no haber tenido la valentía de asumir que nuestros corazones, deseaban vivir experiencias nuevas, no desde la rabia, sino desde la elección de caminos distintos.
Esta imposibilidad de estar cerca, la incertidumbre de estar viviendo una pandemia, fue el gatillo de la bala que rozó nuestros corazones, para hacernos ver que el amor nunca había desaparecido sólo había mutado, y en esa transición, no habíamos sabido qué hacer con la frustración de habernos perdido como hombre y mujer.
Nuestra familia siempre se mantendría intacta.
En la boca de la tormenta nos perdonamos, volvimos a sentir compasión y cariño por el otro, nos necesitaríamos para siempre bien, por respeto a nuestras hijas y a nuestra vida juntos.
–¿Estás segura de que puedes manejar?– me dijo preocupado, sabía que no había dormido prácticamente nada en tres días.
–¿Tengo opción? – le respondí. Tenía poco rato para buscar un lugar donde pasar mi cuarentena obligatoria, no había residencias sanitarias en esos días y no podía quedarme en el mismo departamento con mis hijas. Le lancé la bolsa con los regalos y él a mí las llaves del auto. Me miró con ojos de ternura, de preocupación. Estaba tan cerca y tan lejos de mis hijas, quería abrazarles y decirles que todo estaría bien, pero no era posible, todo ocurría como una realidad paralela, como cuando quieres despertar de un mal sueño y te tranquilizas porque sabes que no es real, sientes alivio, pero esta vez no había plan B.
–Diles a las niñitas que las amo y que vuelvo luego– le dije. Y se cayó la última lágrima que tenía guardada en mi cajita de reserva. Era como despertar de un coma, un momento de lucidez, las amaba y eso me permitió continuar.
–Cuídate, ¿dónde vas? – me preguntó angustiado, mientras rociaba todo el paquete de regalos con desinfectante. Lo que la verdad a mí me parecía bastante inútil, pero bueno esas eran nuestras diferencias, recordé. Todo estaba cerrado a esa hora de la madrugada en Santiago. –Me voy a casa– le respondí. Decidí emprender rumbo a nuestra casa de la playa, en Lemu. Una sonrisa y un hasta luego, incierto como los terremotos.
La llegada a India la escribí en tres pequeños textos. El día que subí el primero en redes sociales, aparecieron mil solicitudes de amistad. Preocupada releí el texto y las fotos que había subido y no encontré ninguna sin ropa ni relato erótico, así que me quedé tranquila y quise pensar que tal vez a alguien le importaba una chilena perdida en pandemia.
Ese día acepté todas las solicitudes de amistad, por 24 horas decidí que todos eran bienvenidos. Yo no era de manejar redes sociales y tampoco estaba de ánimo. Mi messenger colapsó en pocos días. Sin embargo, hubo una persona que me llamó la atención.
–Hola ¿es verdad que te pasó todo eso?– preguntó intrigado mi nuevo amigo. Sus siglas no parecían un nombre real.
–Si, ha sido bien duro– respondí. Yo por esos días de cuarentena obligatoria, seguía en modo avión, no entendía muy bien donde estaba y la verdad no tenía ganas de hablar con nadie excepto con mis hijas. Me había convertido en una ermitaña, que sólo buscaba paz y silencio. Es cierto eso de que cuando menos hablas más respuestas recibes. –¿Estas bien?– me preguntó este hombre sin rostro, con una foto de perfil oscura que solo decía que usaba unos lentes de abuelo.
–Si, muy cansada– le dije. ¿Cuéntame cómo llegaste a mí?, pensaba mientras sentía que nada podía hacerme despertar de ese sueño disfrazado de realidad, donde los días eran lentos, lánguidos y yo aún no lograba reconectar con lo que estaba ocurriendo en el mundo y menos con lo que ocurría entre mis cuatro paredes.
–Te voy a contar una historia– me contestó y comenzó a escribir. Él era como una enciclopedia, como jugar bachillerato, elegías una letra del alfabeto y empezaba a darte la catedra por país, nombre, ciudad, fruta, verdura y adjetivo. Era un ser de amplio diccionario, me superaba y eso no era fácil. Lo bueno es que sus palabras no eran vanas, a ratos un poco autorreferente, pero yo no tenía nada que reclamar, yo escribía autobiografía, no había nada más ombliguistico. Éramos parecidos, ambos éramos ciudadanos del mundo y amantes de los aviones, volvíamos a viajar juntos contándonos nuestras historias.
–Es mejor si me llamas por teléfono– le escribí. A esas alturas había perdido la huella digital de tanto teclear y quería conocer su voz, ojalá que no fuera como la Romeo Santos o la de Beckham. A los pocos segundos me llamó y nos quedamos conversando casi tres horas, tenía una voz un poco nasal pero varonil. A la mañana siguiente desperté con el cel en la mano y sin batería. Fue una ‘no cita’ para repetir, incluso en un momento me levanté de la cama, me serví una copa de vino y me senté a conversar con él en pijama observando el cielo estrellado de playa Lemu.
Y así, Yannick, el hombre de la foto oscura con lentes de abuelo se convirtió en mi compañero de tardes, cada uno en su claustro por un mes, entre mensajes, textos por email, y llamadas a última hora del día.
Con los meses Yannick se hizo parte de mi corazón y mis días, mientras con Francisco intentábamos darles a nuestras hijas las capas de algodón que necesitaban para enfrentar el frío de una cuarentena, alejadas de sus vidas normales de adolescentes y niñas.
Los cuidados eran extenuantes para una mujer sola y trabajadora online, por lo que tácitamente logramos un acuerdo impensado y armónico. Con Francisco decidimos realizar una rutina de tuición compartida, para que yo tuviera horas de descanso y para que él compartiera más su vida y los cuidados con nuestras hijas. Los permisos de supermercados y farmacia se hicieron inútiles frente a la demanda afectiva de nuestras niñitas.
Me sentí cansada, vulnerable, levanté la mano y recibí ayuda.
Cambiamos semana por medio de casa, no ellas, sino nosotros, los adultos. Fue así como ellas con su oficina de apple en la casa y todo lo que requerían para seguir estudiando, se quedaron en su casa siempre, sin tener la necesidad de hacer bolsos y partir fines de semana donde su padre. Yo cedí mi espacio semana por medio y se lo di a su padre. La que hacía el bolso ahora era yo, y después de un tiempo entendí lo complicado que era para alguien siempre estar con una maleta para partir a otra casa. No, por ningún motivo le daría eso a mis hijas, los niños ojalá no tengan que vagar de casa en casa.
Y así, de una forma imprevista me vi conviviendo bajo el mismo techo con mi primer marido y el segundo. Después de tres años de relación con Yannick nos casaremos en enero.
Los corazones se expandieron y el ego renunció, compartimos los tres los mismos espacios, porque amamos a las niñitas y queremos que estén tranquilas. Yannick les cocina exquisito y se ocupa de mantener una excelente convivencia, Francisco su padre, les da el amor y las herramientas que requieren para desenvolverse en este mundo loco y yo las cobijo y regaloneo para que se sientan seguras. Ahora hay tres adultos que se develan por ellas.
Nuestra familia ha crecido a niveles que jamás imaginé y agradezco la bondad de todos para que esto ocurriese. A veces necesitamos una pandemia, un terremoto, un remesón para replantearnos la vida. Esta vez la lección fue positiva con creces.
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