Nos conocimos con Eduardo cuando comenzó a estudiar después del colegio. Solo éramos amigos, de hecho, a mí no me gustaba para nada, pero siempre hubo una buena conexión. Por motivos políticos, pasaron 22 años sin que supiera nada de él, hasta que, por curiosidad, lo busqué en Internet y nos reencontramos. Esta vez, éramos dos personas diferentes, y algo pasó que nos enganchamos desde el primer momento.
Él no vive en Santiago, así que nuestra comunicación era solo por chat. Me contó que estaba soltero y ahí empezó una relación romántica a distancia. Incluso hice planes para viajar una vez al mes a su ciudad, y él también vendría a Santiago. Sin embargo, todo se vino abajo cuando, antes del año nuevo de 2011, desapareció por varios días, lo cual era muy raro en él. Una semana después, apareció y me dijo que tenía algo importante que contarme: una mujer con la que salía, sin compromiso, estaba embarazada.
Mi mundo se hizo trizas. Sentí que mis sueños se rompían en mil pedazos. A pesar de eso, decidí quedarme a su lado porque me pidió que no me alejara; me dijo que esto lo había tomado por sorpresa, pero que no quería perderme. Me quedé, incluso cuando me contó que, por el bien del niño, había decidido llevar a la madre a vivir con él. Discutimos mucho sobre esto. Él me dijo que su prioridad era su hijo y que prefería “sacrificar” su vida emocional por el bienestar del niño, para que no creciera lejos de su padre. Yo le insistí en que no era necesario vivir como una familia si no lo eran, que podía ser un padre presente sin compartir el hogar con la madre, pero no dio su brazo a torcer. Pero yo sí. Así fue como, durante 12 años, fui la segunda, la otra.
Sé que para muchos, hasta aquí todo resulta evidente: él es un narciso que nunca pensó más que en él; que obviamente nos mentía a ambas y que yo fui una tonta en aceptar esas condiciones. Pero lo hice. Y lo más terrible es que no soy la única, por eso lo quise contar.
Esto afectó mi ánimo constantemente. En esos años vivía en un estado de nostalgia permanente, releyendo sus mensajes, escuchando las canciones que tenían que ver con nosotros. La necesidad de estar con él era más fuerte que aceptar la realidad de que él estaba con otra persona. Ahora, al mirar atrás, me doy cuenta de que siempre estaba triste, soñando con una vida que nunca llegaba.
Durante esos años, tuvimos muchos términos y reconciliaciones. Incluso salí con otras personas, pero las relaciones no duraban porque, de alguna manera, siempre sentí que él me tenía “agarrada de una pata”, sin dejarme ir. En algún momento, él me confesó que sentía celos, pero también reconoció que no tenía derecho a reclamar, ya que sus propias acciones nos habían llevado a esta situación.
Recuerdo una vez, en 2016, cuando él viajó a Santiago y pasamos la noche juntos. Hablamos de su pareja, y me dijo que nunca la había querido, que solo estaban juntos por su hijo y que, de no ser por él, ya se habrían separado. Sin embargo, una semana después, publicó un video en Facebook en la cima de un cerro en el norte, y al final de la publicación, le agradecía a la gente que amaba, entre ellos, su pareja. Sentí que me moría. Hace solo unos días que habíamos compartido la misma cama. Lo enfrenté y le dije que no quería saber nada más de él hasta que terminara con ella, que yo no iba a ser el segundo plato de nadie.
¿Pero qué pasó? Semanas después, volvió a buscarme, y yo cedí otra vez. Lo que me mantenía en esta relación era justamente eso, que él de alguna manera se las arreglaba para mantener viva mi ilusión; siempre volvía a buscarme, y yo le creía cuando decía que me quería. Cada vez que las cosas se complicaban, yo cortaba la comunicación por días o incluso meses, pero él siempre reaparecía. Nunca me dejó, y por eso, en mi corazón, siempre lo perdonaba y justificaba.
Finalmente, en 2023, él ya estaba separado de la madre de su hijo, y yo sin pareja. Por fin pudimos tener la relación con la que siempre soñé. Viajaba casi todos los meses al norte y él venía a Santiago. Aunque me sentí más feliz que nunca, también me di cuenta de que durante todos esos años lo idealicé y lo convertí en alguien que en realidad no era. Ahora lo veía egoísta, distante, poco cariñoso; nada que ver con el hombre que según yo, amaba.
Ya ha pasado un año desde que terminamos. Aunque ha sido duro, especialmente porque nunca más supe de él, por primera vez me siento libre. No hay nadie que me tenga atrapada, y estoy segura de que hay alguien ahí afuera para mí. Al mirar hacia atrás, creo que fue mi falta de amor propio y mi necesidad de cariño lo que me llevó a aceptar esa situación durante tantos años.
El proceso de sanación ha sido muy difícil y sigue siendo un desafío. Nunca había sufrido tanto por alguien. He tenido días buenos y malos, pero eliminé todos sus mensajes, cartas y fotos. Incluso, una semana después de terminar, él vino a Santiago y dejó en la recepción de mi edificio todas las cosas que yo tenía en Iquique, y yo hice lo mismo con las suyas, incluyendo todos sus regalos. No me quedé con nada. Esa decisión me ha ayudado mucho; puedo decir con conocimiento que el “contacto cero” realmente funciona. Mi psicólogo me ha hecho ver que hice todo lo posible para que la relación funcionara y que no fue mi culpa que no resultara, aunque aún me cuesta aceptarlo. ¿Pero saben qué? Hoy no lo extraño a él; extraño una ilusión.
La gran enseñanza que me deja esta experiencia es que yo debo ser siempre la primera opción, no la segunda de nadie. Me merezco toda la felicidad del mundo, porque soy una buena persona que ama de verdad. Y desde ahora, no voy a conformarme con menos.
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* Andrea es lectora de Paula. Si como ella tienes una historia de amor que contar, escríbenos a hola@paula.cl. ¡Queremos leerte!