El nogal está sin ni una hoja. Ya botó todas sus nueces. Las tenemos en una caja de madera en la cocina y de vez en cuando las movemos para que no se humedezcan y las sacamos al sol. Hace unos meses, cuando habían higos, los partíamos por la mitad y metíamos una nuez al centro. Fue el mejor postre mientras duró la temporada.
Mis gallinas están poniendo un solo huevo al día. Siempre es así en esta época, la oscuridad y el frío las mantiene acostadas dentro del gallinero por más horas. Son muy sensibles a la falta de luz, se fueron a acostar mientras duró el eclipse. Las quiero porque, aún así, son generosas, y ese único huevo diario me alcanza perfecto para cocinar los panqueques para tomar once.
La higuera ahora es solo ramas, el damasco y el durazno parecieran no recordar el festín que nos dieron y las parras secas se ven muertas. Solo el quillay resiste en verde brillante la lejanía del sol y la falta de agua.
Las alcachofas me dan ánimo en invierno, las espero con limón. Me gusta no saber de ellas el resto del año, cuando las sandías de Paine se parten dulces y jugosas y los tomates rebozan rojos. Lo bueno es que hicimos mermelada en el verano: mora, damasco y durazno, y ahora nos sirven para endulzar los oscuros desayunos. Me gustan las estaciones. Y con ellas, me gusta recordar en dónde estoy parada: América, hemisferio sur, Chile, región Metropolitana, hoy invierno con poca lluvia. Me gusta saber que cada estación trae nuevas frutas y verduras, y yo las espero.
Hace unos días vi un comercial que no entendí; se alegraban mucho de traer, al pleno invierno chileno, los "sabores del verano", diciendo con orgullo, que sus duraznos cruzan miles de kilómetros conservando toda su frescura. Me llamó mucho la atención, porque pareciera que no sabían que esos sabores del verano -los mismos que, si tenemos algo de paciencia, disfrutaríamos en unos meses más- están cargados de una gigantesca huella de carbono. Parece que tampoco sabían que el pasado lunes 29 de julio se cumplió la fecha de sobregiro de la Tierra, que significa que faltando meses todavía para terminar el año, ya agotamos los recursos naturales capaces de renovarse en un año. Hoy necesitaríamos 1,75 planetas para saldar la deuda. Comer duraznos traídos en avión desde California, al invierno chileno, cuando en Chile somos productores de las más ricas frutas, no es una alternativa ni una iniciativa que aplaudir.
Claro está; hay muchas frutas y verduras que no conoceríamos si no las trajeran de otros lados, como los plátanos, mangos, cocos o piñas. Todas ellas frutas tropicales que no podemos producir en nuestro clima templado. Yo las compro y las disfruto, porque de otra manera no las conocería. ¿Pero un durazno o una ciruela? También pensé en quiénes tendrían tanta necesidad de comer un durazno jugoso en invierno. Yo no, por supuesto. Por eso no entiendo el esfuerzo, el derroche de energía y el antojo. Estamos tan globalizados, tan ciudadanos del mundo y tan nativos digitales, que pareciera que no tenemos ni un poco de paciencia, para esperar el durazno local. Ese que ahora mismo está en su necesario tiempo de frío y descanso, y que ya prepara sus brotes, su flor y su fruto para llenarnos las manos de dulzor y recordarnos que ese sí que es el verdadero sabor del verano.