Yo debería haber nacido un siglo antes. Me gustan los diseños de antaño y también la tecnología y las costumbres del siglo pasado. Soy fan del papel y del trabajo que significa revelar fotos y armar álbumes. Pero como hoy todo es digital, es muy difícil pillar álbumes de fotos con diseños elaborados, de facturas curiosas y originales. La mayoría son simples cuadernos con hojas negras para pegar fotos.
En ferias de antigüedades siempre compro álbumes antiguos en los que se conservan aún fotografías de personajes anónimos. Pero son esas fotos de antes: esas que tenías que planear bien, puesto que solo tenías un clic y nulas posibilidades de retoque. Fotos especiales y originales para las que los espacios y las personas se acicalaban y embellecían cuidadosamente. Nada en esas imágenes estaba al azar, y los filtros sepia o blanco y negro terminaban por dar el toque artístico final. Los álbumes de entonces se decoraban con metales, piedras, dibujos, cueros y papeles.
Pero como en todo, hay excepciones. Como el álbum de esta página que transforma el acto de mirar fotos en un panorama sensorial completo donde recuerdos, imágenes y sonidos convergen en una situación emotiva muy especial. Mi gran desafío fue pensar en el destino que le daría a ese álbum, no podría ser cualquiera. Decidí entonces que sería el álbum de las polaroids. Esas son las únicas fotos que saco hoy que son realmente únicas y para las cuales me tomo mi tiempo y escojo meticulosamente quién participa y de qué forma. Porque cada rollo tiene solo 10 fotos y un no insignificante precio. Además las polaroids siempre tienen ese ambiente melancólico y esos colores deslavados tipo Instagram que las hacen tan especiales.
Hace poco más de un año me crucé con el rey de los álbumes. Una pieza de madera, cuidadosamente pintada a mano y con terminaciones metálicas que, además de poseer sus casi 50 hojas impecables y sin uso, tiene incorporada una cajita musical que luego de darle cuerda comienza a entonar una melodía al abrirse.