¿Por qué quiero hablar del burnout laboral? Fácil: porque lo estoy viviendo.
Cualquier viejo sabio, respetado por su larga trayectoria en una o, como mucho, dos empresas, me diría que me falta experiencia, que no he recorrido suficiente camino o, mi favorito: “te falta calle”. Y sí, en parte tienen razón, porque ni siquiera he llegado a los 30. Punto para los grandes sabios.
Sin embargo, la vida no me ha sido fácil, y tampoco pretendo justificarme con una lista de obstáculos. El problema se originó en un espacio específico: mi trabajo. Hoy ese espacio me tiene con el ánimo por los suelos, a veces tirada en la cama, con el párpado caído, a pesar de mi sagrada rutina de estiramiento facial matutino. El monstruo me está ganando una batalla —no la guerra—, pero ya ha tocado algo sagrado para mí: mi cuerpo. He empezado a somatizar el estrés, sin siquiera darme cuenta de que lo que estaba viviendo era, precisamente, estrés.
He omitido o reprimido sentimientos, haciéndome la fuerte, como si no pudiera derrumbarme. Porque, claro, en la cultura en la que vivimos, quejarse del trabajo es sinónimo de debilidad, de incapacidad, de no estar a la altura de las expectativas. Y siendo mujer, de clase media baja, acostumbrada a trabajar y seguir órdenes, se supone que esto debería estar más que interiorizado: no puedes caer, no debes quejarte.
Cuando llegué a la empresa donde aún trabajo, me sentí en el cielo. Era el reflejo del esfuerzo en la universidad, y más aún por el sacrificio familiar que hubo detrás. Todo tenía sentido: por fin tendría una base económica sólida. Pensé que había alcanzado el éxito.
Comencé de a poco, prácticamente aprendiendo desde cero. Aunque estaba relacionado con lo que había estudiado, tuve que adquirir nuevas habilidades fuera de mi área de expertise. No me importaba, aprendería. Pero en medio del proceso, entre la falta de dirección de los líderes —que delegaban tareas sin una visión clara—, el equipo fue reduciéndose. Hacíamos infinitas tareas, pero al “líder” solo le interesaba sacar el máximo provecho de nosotros.
Mis compañeros, poco a poco, se fueron marchando. Yo seguía. Aunque la situación se deterioró cuando, con un equipo reducido, me asignaron tareas que no me correspondían, pero que me comprometí a aprender. Fue entonces cuando empezaron las señales de alerta.
Me pedían cosas que no sabía hacer, y en plazos absurdos. Una semana, y eso era mucho. Pedí más tiempo, pero insistieron. Terminé trabajando horas extras, incluso el fin de semana, para llegar el lunes con la entrega. Y cuando no lo tuve listo a primera hora, me llamaron a mi número personal para decirme: “Qué decepcionante”. Ese fue el primer golpe. Aunque expliqué la dificultad, no importó. Cuando finalmente lo entregué, una hora después, el líder se mostró frustrado. No le importó que sus propios plazos fueran irreales.
Desde ese momento, mi actitud cambió. No podía permitir que me pisotearan. Aunque lo tomé como aprendizaje, el estrés al que me sometieron recayó únicamente sobre mí. La castigada fui yo.
A partir de ahí, las situaciones se repitieron. Defendía mis ideas, pero no me tomaban en cuenta. Todo era para ayer. Nadie parecía comprender que yo era quien tenía que responder si algo salía mal. Y claro, casi siempre salía mal, porque nunca había tiempo suficiente.
La gota que colmó el vaso fue cuando pedí un aumento de sueldo. Realizaba tareas que no correspondían con mi contrato y estaba agotada. Me ignoraron, y cuando finalmente lo conseguí, mi mente y cuerpo ya estaban colapsando. Me sentí desvalorizada. Mis ideas no eran tomadas en cuenta, pero luego las usaban. No encajaba.
En este punto, cualquiera me diría: “Renuncia”. Pero no es tan fácil. Estaba estudiando un máster sin becas, y dejar el trabajo significaba endeudarme. Las alternativas laborales que busqué no ofrecían mejores condiciones.
Hubo semanas en las que empezaba el día de trabajo llorando sin poder controlarlo. Este año, cuando creía que tenía todo bajo control, incluso con terapia, sufrí una parálisis facial. El burnout me explotó en la cara. Entendí que nunca se había ido. Si pudiera, lo dejaría todo, pero no puedo. ¿Más terapia? Sí. ¿Deporte? Toda la vida. ¿Chakras alineados? Supongo. Pero el fantasma del agotamiento sigue ahí.
¿Por qué no hablamos del burnout? Por el mismo miedo que llevó a que existiera una ley en Chile con el nombre de una mujer que no soportó más el acoso laboral. Miedo a fracasar, al jefe, a no poder sacar adelante a nuestras familias. Ese miedo ha hecho que el burnout me explote en la cara, una y otra vez.