Para mí, esta historia partió un día de invierno mientras estaba en la ducha, aunque probablemente empezó mucho antes. Me acuerdo que esa semana mi mamá salió varias veces de la casa a hacerse unos exámenes médicos. Era extraño que fuera tan seguido porque estábamos en plena pandemia, pero no le di demasiada importancia porque pensé que se trataba de un chequeo de rutina. Mi mamá es una persona que ha tenido mala suerte con su salud y le ha pasado de todo. De hecho, siempre dice que sus papás la hicieron mal. Que salió fallada de fábrica.

Aunque no nos contó a mí y a mi hermano de qué se trataba todo esto, yo silenciosa y misteriosamente empecé a unir las piezas, y todo calzó ese día que me estaba bañando. No solo tenía como antecedente que ella había ido a la clínica con la ciudad en cuarentena, sino otro hecho aún más decidor: acostadas una tarde, me preguntó por la operación de un tumor mamario de una amiga que, por suerte, resultó ser benigno. Las pistas empezaron a hablar por sí solas. Hasta que ese día, en la ducha, escuché que la llamaron por teléfono para avisarle que los resultados de una mamografía que se había tomado habían salido alterados y entendí que lo que estaba pasando era que mi mamá tenía cáncer de mama.

Obviamente, esa fue la historia que empecé a armar en mi mente, porque los seres humanos necesitamos un relato que nos ordene las angustias y lo desconocido. Aunque no estaba tan alejada de la realidad, sabía que ese llamado no podía traer nada bueno. Cuando le pregunté a mi mamá qué estaba pasando, me contó que se había detectado un moretón en su mama izquierda que le cubría prácticamente un tercio del tejido de la zona. Como se trataba de algo urgente, fue a buscar el resultado y pidió hora con una endocrinóloga que confirmó la sospecha y la derivó con un oncólogo. Aunque aún no se había hecho la biopsia, la doctora le dijo que había una alta probabilidad de que el tumor fuera maligno. Que esto, lamentablemente, se trataba de un cáncer. Esa palabra que, de tanto repetir, parece perder fuerza, pero que cuando aparece en tu vida es como un tsunami que te arrastra.

El 24 de agosto de 2020 nos enteramos del diagnóstico oficial. Fue el día antes de su cumpleaños. Creo que nunca me había sentido tan vacía en mi vida. Estuve dos semanas llorando en silencio, encerrada en el baño porque no quería que nadie se diera cuenta. Sentí, casi literalmente, que la vida se me cayó encima y que todo mi mundo de privilegios se empezaba a desmoronar. Con la vida de mi mamá en peligro, no tenía certezas de nada y todas las posibles respuestas me llevaban a lugares que no quería habitar. Fue un proceso intenso, que viví muy sola, porque creo que, en ese minuto al menos, no era capaz de enfrentar mis miedos y fantasmas para compartirlos con los demás.

Con el tiempo, me fui calmando porque veía que mi mamá -y mi papá y mi hermano, que han sido pilares fundamentales en este tránsito- empezaba a asumir la enfermedad. Con la supervisión de su oncólogo, a las pocas semanas, comenzó su esquema de tratamiento que contemplaba, como primera etapa, 16 sesiones de quimioterapia. Ahí el cáncer se empezó a hacer más visible que nunca. Mi mamá, que era una mujer alta y robusta, bajó 10 kilos en 4 semanas. Estaba cansada y con náuseas todo el día, y vivía comiendo hielo porque decía que eso la calmaba. Su piel estaba pálida, con un color que no había visto antes, como entre amarillo y café, y también le pasó lo que ocurre en todo proceso de quimioterapia: Se le empezó a caer el pelo a raudales.

Eso es algo que no ha podido superar hasta el día de hoy. Porque mi mamá no solo es vanidosa, sino que la peluquería era su lugar favorito en el mundo. Como mínimo, iba tres veces a la semana para peinarse, cortarse el pelo o teñirse las canas. Y ahora nada de eso. Nosotros vimos esa transformación con dolor, porque sabíamos lo que eso significaba para ella. Cuando se le empezó a caer -que fue en menos de una semana-, me acuerdo que nos contaba que físicamente le dolía la cabeza porque se le formaban rastas que le aplastaban al apoyarse. Pero ahora creo que ese dolor también era parte del luto de perder algo de sí misma que era tan importante para ella.

Cuando quedó sin un pelo, había personas que no la reconocían o que le decían que se veía linda así como estaba. Esos comentarios le daban rabia. No solo porque no lo sentía así, sino porque sabía que la gente se ponía incómoda al verla y decían esas palabras vacías para librarse de la lástima y sentirse bien consigo mismos. Al final, nos terminábamos riendo horas. Cuando estás en una situación así, no queda mucho más que hacer. Mi hermano le decía que, cuando se ponía lentes, su pañuelo y chaqueta de cuero -como le gusta-, se veía cool como una punk rebelde. Ella se reía y decía que se sentía parecida al Chupete Suazo. Esa dinámica de humor nos ayudó a todos a bajar la tensión. Porque si bien lo que estábamos viviendo era difícil, pudimos resignificar el proceso a nuestra manera.

Pasaron los meses mucho más rápido de lo que pensé. Después de la quimioterapia -que fue por lejos el tratamiento más invasivo- vino la operación y la radioterapia. Cada uno con sus complejidades. Esa angustia del principio se fue calmando con el paso del tiempo, aunque los momentos de miedo o duda siempre vuelven a aparecer. Eso sí, no desde la lástima o victimización, sino desde el acompañamiento y dignidad. Mi mamá ya terminó todas las etapas del tratamiento. Ahora está mucho más recuperada y su pelo está creciendo cada día con más fuerza: ruliento, canoso y rebelde. Siento que con el cáncer aprendí a reordenar mis prioridades, ser más flexible y aceptar la vulnerabilidad del ser humano, siempre en compañía. Ese creo ha sido el éxito de nuestro proceso como cuidadores. Porque con una enfermedad así, no queda más que abrazarse, reír y estar juntos.

Trinidad Rojas (25) es periodista.