Paula 1178. Sábado 18 de julio de 2015.
–¿Qué quiero ahora que lo tengo todo?–, se pregunta esta tarde de lunes el chef italiano Massimo Bottura, el hombre detrás de Osteria Francescana, el restorán más premiado de italia, en mOdena. Sentado frente a uno de los tres mesones de madera rústica que decoran la sala donde comparte con su equipo, viste jeans, chaqueta blanca de chef y uno de sus 60 pares de zapatillas New Balance.
A diez pasos de él, en la cocina, los 19 cocineros que integran su equipo –cinco de ellos, mujeres– trabajan sin respiro elaborando los 30 platos de su carta. Por ellos, 120 personas llegan a diario desde distintos rincones del mundo, dispuestas a pagar 195 euros (cerca de 140 mil pesos) por un menú de 12 tiempos. Conseguir una mesa en su restorán hoy no es fácil: su agenda de reservas está copada hasta septiembre.
–¿Quiero tener millones de euros?
El chef sigue pensando, mientras al otro lado de la sala se ven rumas de ollas y un cuadro psicodélico: una copa de Martini vista desde el cielo. Tras él, en la pared, está el corazón que dibujó con un plumón hace 21 días, tras asistir en Londres, el 1 de junio, a la premiación que ofreció la prestigiosa revista inglesa Restaurant luego de publicar su esperado ranking con los 50 mejores restoranes del mundo. Este año la Osteria Francescana subió del tercer al segundo lugar, superado solo por El Celler de Can Roca. Al centro del corazón se lee "Grazie a tutti", una frase rodeada con las firmas de todo su equipo. Y al frente, en una foto, todo el staff del restorán riendo de buena gana.
–Nooo –dice el chef. –Tener millones y muchos restoranes, eso no me importa. Eso no soy yo. Yo tengo todo: la medalla de oro de mi ciudad, tres estrellas Michelin, seis años dentro de los cinco mejores restoranes del mundo. ¿Qué quiero ahora? Yo no quiero nada. Solo agradecer y retribuir. Y hacerlo, para mí, significa mostrarle a esta nueva generación de chefs que no somos rock stars, sino que somos cocineros y que tenemos una responsabilidad.
"Machacar por primera vez esos tomates sicilianos, que eran más dulces que una guinda, para mí fue una locura", recuerda Bottura.
Este lunes de junio, el último de la primavera 2015 en Europa, el reloj marca las 14:30 horas. Pero en Modena, una pequeña ciudad medieval del noreste de Italia –cuna de Luciano Pavarotti y donde Massimo Bottura nació hace 52 años– a nadie parece importarle. En esta, una de las cuatro ciudades que forman la región de la Emilia Romagna, considerada una de las cunas de la gastronomía italiana y que dio vida a uno de los recetarios más tradicionales de la península itálica por su cocina lenta y trabajosa –entre ellos el tortellini, el queso parmigiano reggiano y el aceto balsámico–, nadie vive pendiente del tiempo. Menos a esta hora: la del almuerzo, donde casi todos en el pueblo van a comer a casa. Luego vendrá la siesta. Las tiendas, que por ahora están cerradas, volverán a abrir solo después de las cinco de la tarde. Y entonces por las calles de Modena nuevamente se verán quinceañeros, ejecutivos e incluso abuelas, moviéndose en sus bicicletas bajo un ritmo provinciano.
Pero por los adoquines que dibujan la esquina de las calles Via Stella con Via delle Rose, a pocas cuadras del Duomo, donde desde 1995 funciona Osteria Francescana, Massimo Bottura, su dueño, camina contra el tiempo. En una de las doce mesas escondidas al interior del restorán, todavía están sentados algunos amigos suyos, cocineros con los que ayer domingo compartió en una feria gastronómica de Rimini. Poco antes había terminado una entrevista con el Corriere della Sera, el principal diario italiano. En treinta minutos más debe subirse a su Maserati que, por ahora, duerme como un gato negro frente a su restorán, partir a su casa en las afueras de la ciudad, recoger su maleta y partir al aeropuerto de Bologna a tomar un avión que lo llevará a Estambul. El viaje será corto: solo dos días. Va a chequear cómo va todo en Italia, el restorán que funciona al interior de la tienda Eataly que dirige desde hace un par de años en la capital de Turquía. El jueves debe estar de regreso en su país para recibir al chef peruano Gastón Acurio, con quien cocinará en el Refettorio Ambrosiano, el comedor que montó como parte de las actividades de la Expo Milán 2015, a las afueras de esa ciudad, en un antiguo teatro de 1930 que recuperó de las ruinas con los mejores arquitectos y diseñadores italianos. Allí, desde mayo, invita a los mejores chefs del mundo a cocinar para la gente de menos recursos desafiándolos a reutilizar los desperdicios que arrojan el resto de los pabellones de la expo como si se tratara de los mejores ingredientes.
–Ese lugar, ese teatro restaurado, será una de mis herencias para Italia –comenta esta tarde Massimo Bottura. –Nadie de la expo me compraba la idea, entonces tuve que ir a hablar con el Papa Francisco para que los convenciera. Gracias a él lo pude hacer. Ahí, en la periferia de la ciudad, cocinamos las mejores recetas para las personas pobres usando sobras: un plátano demasiado maduro, que para mí es el mejor, tomates pasados o pan duro. Cocina como gesto social. Todo lo que preparamos ahí viene de los recuerdos, ¡de la memoria! Son recetas que nacen de la memoria de un niño que al llegar de la escuela agarra un pedazo de pan duro y lo sumerge en un vaso de leche con azúcar.
Ese pan duro en un vaso de leche con azúcar era una colación típica en la Italia de la posguerra. Y también, la favorita de Massimo Bottura cuando era chico.
ANTES Y DESPUÉS DEL MEDITERRÁNEO
Lo que hoy pocos saben es que el chef que revolucionó la nueva cocina italiana nunca estudió cocina. Su primera escuela, dice, fue su familia: su mamá, su tía y su abuela, "un trío de cocineras excepcionales". De hecho, fue su nonna quien le enseñó a amasar sus primeros tortellini, cuando solo tenía 6 años. Era ella también quien lo defendía de sus hermanos, amenazando con el uslero a todo el que osara pegarle a su nieto regalón, el que solía esconderse a sus pies, debajo del mesón de la cocina. Desde ahí, mientras veía cómo caía la harina, se robaba los tortellini que preparaba su nonna, y los saboreaba crudos.
Esa historia que recuerda esta tarde, la ha contado varias veces, como en el primer capítulo de la serie Chef's Table, dedicado a él, que Netflix estrenó en marzo de este año –hasta ahora su capítulo es el más visto de la serie– y también en Never trust a skinny italian chef (Nunca confíes en un chef italiano delgado), el libro de memorias que lanzó en octubre de 2014 por Phaidon y cuya versión en español llegará en septiembre a Chile.
Sin embargo, hay otro capítulo de su vida que marcó un antes y después en el universo de sabores del chef italiano: un viaje iniciático al Mediterráneo, que lo tiene soñando despierto, esta tarde, en la sala de reuniones de su restorán.
"Cuando era niño siempre iba de vacaciones al Mar Tirreno o al Mar Adriático", recuerda. "Pero cuando tenía 14 años decidimos irnos con un grupo de amigos de camping a Sicilia. Ese viaje me voló la cabeza. De ahí en adelante, nada fue lo mismo".
¿Por qué así?
Después nada fue lo mismo por el viento, por el color del agua, por el aroma de la comida. De hecho, fue un viaje muy fuerte desde el comienzo. Éramos veinte amigos. Y yo era el chef. Claro, cocinábamos pasta: passatellis o salsa de tomates. Nada del otro mundo. Pero cocinar espaguetis con ese tomate, con esas alcaparras, con ese tipo de sabores tan naturales e intensos, fue otra cosa. ¡Otra cosa! Hasta entonces yo estaba acostumbrado a preparar espaguetis con tomate pero en el Emilia Romaña Style. Eso era: solo en agosto, con la familia, después de ir a cosechar los tomates cuando ya estaban maduros. Los echábamos a cocer en una olla muy, pero muy grande, al fuego directo, los dejábamos reducir y luego los pasábamos por el cedazo... Eso era una semana de trabajo para cada una de las familias en Emilia Romagna. Y luego, los tenías que guardar en un frasco que se ponía a cocer a bañomaría, lo tapabas, lo sellabas, lo guardábamos en una cueva, una pequeña despensa para ser usado sagradamente durante el invierno. Esa era toda la experiencia que yo tenía con los tomates. Entonces, machacar por primera vez esos tomates sicilianos, que eran más dulces que una guinda, para mí fue una locura. Esa fue mi primera experiencia con el Mediterráneo. Y nunca más la pude olvidar.
Contaminación se llama este plato creado por Bottura, inspirado en la película Mediterráneo y que representa el cruce entre las culturas griega e italiana. Son cuatro ravioles abiertos: pequeños cubos, hechos con finas láminas de pepino, que flotan, rellenos, sobre un caldo verde aterciopelado.
¿Qué fue lo que te cautivó del estilo de vida mediterráneo?
Esa cosa gozadora que tienen. Ese verano pasamos todas y cada una de las noches en la disco. No me acuerdo de su nombre, pero era un espacio abierto, donde ponían música de fines de los 70 y principios de los 80. Era el tiempo del disco party. ¡Fue increíble! Ese verano para mí fue como una apertura al mundo y de ahí en adelante, bailamos esa música cada sábado por la noche: Bee Gees, KC and the Sunshine Band, Donna Summer. Disco Music. Había una canción que me fascinaba: ¡Figlie delle Stelle!
Massimo la tararea y se ríe.
Y tú, que naciste en Emilia Romagna, una zona de montañas, de neblina y de silencio, ¿cómo describirías hoy la relación que tienes con el Mediterráneo?
Massimo cierra los ojos. Y entonces grita: "¡Mi vai a fare tre piatti: Mediterráneo, Oops! Mi è caduta la crostata di limone y Contaminazione!" (¡Me preparas tres platos: Mediterráneo, Ups, se me cayó la tarta de limón y Contaminación!).
Alguien, la voz de mujer invisible desde alguna parte no identificable responde "ok".
El chef abre los ojos y dice: "Cuando los pruebes entenderás de qué se trata todo esto".
El chef explica el postre Ups, se me cayó la tarta de limón.
EL ORIGEN DE UN GRAN CHEF
Tras regresar de ese primer viaje por Sicilia, Bottura adolescente se convirtió en el dj de sus amigos. El after party de cada viernes y sábado era en la cocina de su casa. En entrevistas, su mamá ha dicho que gozaba viéndolos comer la pasta que preparaba "Maxi", como le decían de cariño al futuro chef. Pero por entonces su padre, tenía trazado para él un destino lejos de la cocina: quería un abogado en la familia. Dos años duró Bottura Jr. en la universidad, hasta que un día de 1985 decidió abandonarlo todo. Por uno de sus hermanos se enteró que vendían un restorán en las afueras de Modena y decidió comprarlo. Una semana después abrió Trattoria del Campazzo. Los inicios fueron duros. Para llevar la cocina lo ayudaba su mamá, su hermana y Lidia, una antigua cocinera del pueblo quien sigue siendo su maestra y aliada: hasta hoy, es ella quien entrena a sus cocineros en el arte de la pasta. Pero su padre no le habló los siguientes dos años. De hecho, el chef ha contado en un par de entrevistas que en la gran pelea que tuvieron cuando dejó la universidad, le dijo a su padre, en tono desafiante, que algún día tendría un restorán con tres estrellas Michelin.
Ese, sin embargo, no fue el último trago amargo de su incipiente carrera.
Fue por esos años, en Trattoria del Campazzo, cuando Bottura conoció a otro de sus maestros: el francés Georges Cogny, un chef con dos estrellas Michelin quien, tras casarse con una italiana, había puesto su restorán en Piacenza. Tras probar su mano un par de veces, Massimo le pidió al chef si podía verlo cocinar. Los siguientes dos años cada domingo y lunes –cuando Del Campazzo estaba cerrado–, viajaba dos horas en auto para aprender de él. Fue ahí donde, según ha dicho, por primera vez empezó a sentirse un chef de verdad.
Cuando la osteria francescana abrió en 1995, la crítica la hizo pedazos. Su carta vanguardista fue vista como un sacrilegio.
La historia quiso seguir marcando con buenas estrellas su camino. Un día de 1994, poco después de volver de Nueva York adonde partió a probar suerte por un tiempo, Alain Ducasse, considerado por muchos el padre de la cocina francesa moderna, llegó a comer a Trattoria del Campazzo. Estaba en Modena de paso: había viajado a probar unos acetos balsámicos. Apostando por la mano de Bottura, dos semanas después lo llamó para invitarlo a hacer una pasantía en su restorán Le Louis XV en el Hotel de París de Montecarlo. El italiano partió, pero no duró mucho tiempo: en Nueva York se había enamorado de Lara Gilmore –hoy su esposa, madre de sus dos hijos, socia y mano derecha–, pero la había dejado ir. Necesitaba volver a Italia, empezar una vida con ella y montar un nuevo restorán.
De los 19 cocineros que apoyan a Bottura en la cocina de la Osteria Francescana, 5 son mujeres. De izq a der: la sueca Lina Ahlin, la canadiense Jessica Rosval, las italianas Alessandra Bonati y Laura Cattani y Majda Nabaoui de Marruecos.
Así fue como el 19 de marzo de 1995 Massimo Bottura abrió Osteria Francescana. Eran los inicios del que veinte años después se convertiría en el segundo mejor restorán del mundo. Pero en una de las ciudades más tradicionales de Italia, su giro hacia una propuesta vanguardista fue vista como un sacrilegio. Durante los cinco primeros años, la crítica lo hizo pedazos. También los propios modeneses, quienes no toleraban que una receta tan tradicional como los tortellini in brodo, una cazuelita con caldo de carne repleta de pequeñas masitas rellenas –y quizás el plato más clásico de la región–, Bottura los llevara a la mesa convertidos en una hilera de seis pequeñas masas caminando hacia un caldo solidificado como una gelatina. Alessandro Bertoni, quien fuera durante los primeros ocho años su encargado de servicio, recuerda que muchas veces al llegar con los platos a la mesa, los comensales empezaban a reírse.
–Una vez entré a la cocina, Massimo escuchó lo que pasaba en la sala y se puso gritar –recuerda esta tarde, desde su departamento en Modena. –Soltó los sartenes y dijo furioso: "¡De ahora en adelante voy a estar todos los días en el salón explicando mis platos hasta que esta gente entienda mi cocina!".
Osteria Francescana estuvo muchas veces a punto de cerrar. Para no hacerlo, Bottura tuvo que hacer sacrificios: vender su auto, su moto Harley-Davidson y pedirles ayuda a sus suegros. En una entrevista a The New Yorker, Janet Gilmore, la madre de Lara, dijo que con su marido no dudaron en hacerlo. "Creíamos en Maxi. Nos dábamos cuenta de que él tenía una visión. Y, además, fue un adelanto modesto que sabíamos que no se iba a gastar en un Ferrari".
La historia cambió cuando en 2001 el crítico gastronómico Enzo Vizzari, quien escribía para L'Espresso, una de las revistas más respetadas en toda Italia, llegó a comer a su restorán por azar: un accidente en la ruta a Bologna lo había obligado a pasar la noche en Modena y se dejó caer en Osteria Francescana para ver qué escondía el lugar que todos hacían pedazos. En la crónica que publicó días después lamentó que hasta ese momento nadie hubiese entendido al visionario que se escondía en esa cocina. A los seis meses Osteria Francescana ganó su primera estrella Michelin. La segunda llegó en 2009, el mismo año en que entró en el listado de los mejores restoranes del mundo estrenándose en el puesto 13. Pero el galardón no le trajo paz a Bottura. Al contrario: días después de los premios, Santi Santamaría, respetado chef catalán –fallecido en 2011–, en entrevista a un canal francés acusó a Bottura, a Ferran Adrià y a varios de los chefs premiados por el ranking, de abusar de sustancias químicas y usar colorantes y aditivos perjudiciales para la salud.
Striscia la Notizia, uno de los estelares más vistos en Italia, dedicó todo un programa a acusarlo de estar envenenando a los italianos. Al día siguiente, su hija Alexa llegó llorando desde el colegio: todos sus compañeros le decían que su papá cocinaba con veneno. Bottura tuvo que soportar semanas a los funcionarios de salud chequeando dos veces al día cada paso que daban en su cocina. Cada vez que recuerda sus días más oscuros, el chef agradece el apoyo que recibió de Ferran Adrià y de Heston Blumenthal, los otros chefs acusados, que se rieron de las palabras de Santamaría.
Una vez pasada la tormenta, volvió la calma. Y tres años después, en 2012, la crítica premió a Osteria Francescana con la tercera estrella Michelin. Tres años más tarde, una tarde de junio, está sentado dando esta entrevista.
De hecho, son las 14:45 horas. Restan 15 minutos para que Massimo Bottura parta raudo a su casa. Entonces, tras mirar el reloj, se levanta de la mesa y parte a buscar algo a la cocina. Regresa con un plato: un enorme plato blanco circular. Al centro hay un delicado risotto rodeado de polenta. Se sienta frente a él y, mientras con sus dedos flacos estira su pelo canoso, comenta:
–¡De eso se trata todo esto! ¡De la memoria! Escucha esto: este plato se llama "El norte quiere ser el sur". ¿Por qué? ¡Porque yo soy del norte y quiero ser del sur! ¿Y de qué se trata? De un risotto con polenta, dos ingredientes del norte, que yo los transformé en una pizza. Y la pizza es del sur.
Massimo corta con una cuchara y un tenedor, un trocito de su mini mapa italiano y lo da a probar en una cuchara. Sabe, por cierto, a la mejor de las pizzas.
–¡Atención! ¡Segundo plato! –anuncia emocionado. –Este es un postre que se llama "Ups, se me cayó la tarta de limón".
Sobre un plato blanco, yace desparramada como un trazo de óleo, una amarillísima porción de helado de limón de Sorrento, cubierto de una galleta de almendras de Sicilia perfectamente destrozada. A un costado, tres hojitas de orégano de Puglia, dos alcaparras de Pantelería –una dulce, otra salada–, una bergamota de Calabria, un toque de pimienta picante de Basilicata.
Sentado frente al plato, Massimo lo mira serio, afirmando su mano derecha en su mentón.
–Este postre habla de algo roto: el sur de Italia. Porque, si es que alguien no lo sabe, del sur de Italia todo el mundo por estos lados dice: "Ah, cómo vas para allá, si todo funciona mal, el tren no está terminado, las tiendas están cerradas, todos son unos flojos". En Italia todo el mundo habla mal del sur, pero cuando nadas por esas aguas, las aguas del Golfo de Capri en el Mediterráneo, se te olvida todo eso.
Modena es considerada una de las cunas de la gastronomía italiana. Su afamado recetario incluye clásicos de la región de Emilia Romagna como los tortellini y el queso parmigiano.
–¿Quién estaba pensando en diseñar un plato donde la tarta de limón apareciera hecha trizas?
–¡Nadie! Pero un día, a Taka, mi sous chef, se le cayó la penúltima tarta de limón que nos quedaba. En ese momento quedó tieso. Blanco. Congelado. Se quería hacer un harakiri. Pero en ese minuto yo me imaginé algo, porque cuando te caes tienes dos opciones: ver todo oscuro o atrapar una idea relámpago. Gracias a la poesía, yo capturé una idea fugaz. Entonces le dije a Taka: sirvámosla así y estropeemos la última que queda. De algo roto puede surgir algo mejor. Para mí, esta tarta de limón es eso: la parte de la Italia rota que se une en la boca.
Tras darle un bocado, Massimo Bottura comenta: "Comer esto, es como tirarse un piquero en el Mediterráneo".
Llega entonces, el tercer plato. Se llama Contaminación. La idea, cuenta, viene de Mediterráneo, la película italiana dirigida por Gabriele Salvatores, ganadora del premio Oscar a la mejor película extranjera en 1991. El plato consiste en cuatro ravioles abiertos: pequeños cubos, hechos con finas láminas de pepino, que flotan, rellenos, sobre un caldo verde aterciopelado.
–Mediterráneo es una película sobre la contaminación –comenta el chef. –Un grupo de soldados italianos fascistas que durante la Segunda Guerra Mundial son enviados a Grecia a controlar una isla. Entonces llegan ahí como soldados. Pero un año después aparecen fumando cigarros, pasándolo bien, vestidos como los griegos. Bueno: los soldados italianos son así.
Bottura se ríe como un niño.
–¡Pero ojo! En la película ellos nunca se olvidan de dónde vienen. Entonces, la idea de mi plato es que los italianos siempre viajan llevando con ellos su arte, su país. En este plato los ravioles abiertos –pequeños cubos de pepino rellenos con hierbas frescas, albahaca, menta, yogurt y carne de Dorado– representan a los italianos que fueron contaminados por los griegos.
"Cocinar vanguardia se trata de conocerlo todo y olvidarse de todo", dice Bottura.
Italia está viviendo un punto de quiebre: casi a diario, en barcos precarios que cruzan el Mediterráneo, está recibiendo muchos inmigrantes del norte de África. Posiblemente ellos, en un tiempo más se transformarán en los nuevos italianos.
Yo ocupo una palabra: contaminación. Porque lo que yo le estoy diciendo al mundo con mi cocina es que una contaminación sabia, inteligente, es una bomba racimo de buenas noticias. Si la gente no entiende eso, no entiende nada. Yo soy como soy porque me he contaminado viajando por la Patagonia, São Paulo, México, Lima, Nueva York, Tokio, Hong Kong. Me he contaminado de la experiencia de mis amigos chefs Rodolfo Guzmán, Gastón Acurio, Virgilio Martínez, Alex Atala. Yo me contaminé porque cocinar vanguardia se trata de eso: de conocerlo todo y olvidarse de todo. Pero primero tienes que conocerlo todo. Para mí, el ingrediente más importante es la cultura. La cultura va a ser el nuevo ingrediente para los mejores chefs del futuro.
Pero, ¿cuál será el futuro de la comida italiana y sus tradiciones si la nueva inmigración tiene costumbres tan distintas?
Ante la contaminación los caminos son dos. Puede haber una contaminación desviada que puede ser muy negativa en la medida que te olvidas de tu pasado. Si ocurre de esa manera, desaparecerán todas las herencias, quizás incluso las milenarias. Pero si tienes una contaminación inteligente, el tortellini va a seguir ahí, el ragú seguirá ahí, pero también puede renovarse y mezclarse con un couscous. Qué sé yo. Hay un despliegue de nuevas influencias y eso es muy, muy importante. Si no nos damos cuenta de eso vamos a perder la oportunidad de evolucionar. Y esto, la inmigración que estamos recibiendo, tiene que ser una oportunidad de evolucionar. Yo siempre veo el vaso medio lleno; jamás el vaso medio vacío.