Cae la noche en Isla Riesco. Gregor Stipicic está frente a un fogón que le ilumina la frente y los ojos azules. "Quiero que se vayan. No quiero una mina aquí", dice en voz baja, pero de manera impetuosa. Mañana se cumplen cinco años de la muerte de su padre y cinco años también desde que decidió abandonar su carrera de médico para regresar a la estancia a la que su viejo le había dedicado tantos años de trabajo. Se vino a trabajar con los animales, solo. "Amo esta isla, acá siento la paz que no consigo en ningún otro lado. Irme de este lugar sería como volver a matar a mi padre".
Vivir en Isla Riesco es vivir donde se acaba el horizonte. O donde empieza. Hay una sensación de estar pisando el extremo del mundo, porque no hay cordillera y porque donde uno mira el paisaje se divide en dos; una mitad es mar y la otra es cielo. Horizonte puro. Sobre las 500 mil hectáreas de territorio insular, viven –hasta ahora– sólo 96 personas. El resto es viento fresco que aparece de repente, despacio, y que puede transformarse en algo parecido al sonido del mar, grueso y abarcador. A veces ese viento corre a 130 kilómetros por hora. No hay tendido eléctrico, el agua es escasa, el frío llega a los 2 °C y la lluvia –en algunos sectores de la isla– alcanza los 9.000 milímetros en el año. Fue ese paisaje y esas condiciones las que enfrentaron los primeros colonos de Isla Riesco. Familias escocesas, croatas y españolas que llegaron hace un siglo, con vacas y ovejas a cuestas, a poblar este borde austral del mundo, en la XII Región. Y se dispusieron a encarar todos los frentes de mal tiempo. Fueron esas familias las que crecieron y se adueñaron de la isla, mientras otros vivían con luz, agua y transporte público en el resto de Chile. Y las que dejaron a jóvenes descendientes, como los hermanos Stipicic (Ana, 39; Javiera, 34 y Gregor, 31), quienes hoy defienden, a brazo partido, esta tierra de una nueva colonización: la invasión del progreso que traerá una mina de carbón a tajo abierto.
La pelea se formalizó el 18 de enero del año pasado, cuando la minera Isla Riesco presentó su propuesta al Servicio de Evaluación Ambiental (SEA). Necesitaban superar esa instancia para instalar un proyecto minero de 1.509 hectáreas, en medio de la isla, quitando bosques, tierra y una laguna. De allí podrían extraer 73 millones de toneladas de carbón durante 12 años, para alimentar a las termoeléctricas del norte del país. Lo harían trabajando 24 horas diarias, unos 4.370 días sin parar, navidades y años nuevos incluidos. Éste sería el primero de cinco proyectos en total. Porque la Isla
Riesco es un territorio con corazón negro, henchido de carbón en el subsuelo.
Después de más de un año de trabajo, de revisión y modificación al proyecto, de consulta ciudadana y de absoluta oposición por parte de un sector de la comunidad, la minera Isla Riesco consiguió la aprobación unánime de la Comisión Evaluadora del Servicio de Evaluación Ambiental. Todos los chilenos vimos la escena en televisión. Una mesa amplia y pulcra, encabezada por la intendenta y rodeada de secretarios regionales ministeriales (seremis). Alrededor, unas 100 personas escuchando. Un hombre vestido de muerte (entero de negro) con el cartel que decía "Chile puede morir hoy", ubicado justo atrás de los tres hermanos Stipicic. Unas 25 personas con una hoja tamaño carta que tenía impresa la frase "No a la Mina Invierno". Lo que no se vio en la pantalla fue cuando el gerente de la minera, Jorge Pedrals, llegó y saludó de beso en la mejilla, amable, sonriente, a la mayoría de los detractores de su proyecto. Y también a la alcaldesa de la comuna Río Verde, Tatiana Vásquez, que venía saliendo de la peluquería y que llegó al salón de punta en blanco, como la ocasión lo ameritaba. Cuando Pedrals expuso el proyecto, ella lo escuchaba concentrada.
Ese día a los Stipicic se les rompió el alma. Ana y Javiera no pudieron contener las lágrimas. Gregor apoyó la espalda en la pared con la mirada fija en el suelo. Al día siguiente partieron de vuelta a su estancia en la isla, que queda a una hora y media de Punta Arenas y a dos kilómetros del lugar donde se ubicará la minera Isla Riesco.
60,7% de los magallánicos apoya el proyecto, según la encuesta Adimark.
94% del carbón que utiliza Chile se tiene que importar.
30%de las importaciones de carbón se reemplazarán con lo que obtendrá la mina.
La familia
A Gregor le fascinan los pájaros. Tiene decenas de libros que hablan de ellos y sabe reconocer cada una de las 66 especies que hay en la isla. Le gusta salir a caminar e identificar las huellas de los huemules, que aún sobreviven en esas tierras. Disfruta la soledad y el silencio. También salir a bucear con Peter Maclean, su vecino más cercano (que vive a cinco kilómetros) o con Rosamaría Solar, su prima. A veces recorre la zona y se queda mirando los bosques de coihues o los delfines australes.
Cuando supo que había carbón bajo sus pies, Gregor no se alarmó. Se enteró en 2006, porque a su casa llegaron los de la minera para hacer exploraciones, buscando el mineral, e incluso los alojó en una dependencia de su estancia. "No lo sentí como una amenaza, pensé que era algo menor, que no tendría tanto impacto. Hasta que vi el proyecto y dije 'No. Esto es un monstruo'".
Fue en 2009 cuando él y sus hermanas –que viven en Santiago– comenzaron a preocuparse del tema. Vinieron las reuniones con el gerente de la minera Jorge Pedrals, luego las preguntas y después las respuestas que nunca pudieron dejarlos satisfechos. Entonces los Stipicic empezaron a hablar con metereólogos, paleontólogos, abogados, agrónomos, biólogos y medioambientalistas para entender cuál sería el real impacto de una mina en su tierra sureña. Llegaron a la conclusión de que ese carbón se deshacía tan fácilmente, que se esparciría con las ráfagas y llegaría hasta la lana de sus ovejas. Que las aguas de los riachuelos conectarían con las napas subterráneas de la mina y eso podría contaminar a sus animales y a sus árboles. Que si no había suficiente cuidado, hasta los pingüinos del Seno Otway –a 28 km de la isla– podrían verse afectados. Y que ese silencio de la isla se desbarataría cuando pasaran 118 vehículos diarios fuera de su casa. Con todo ese panorama, y con 120 decibeles de fondo, su vida se vería amenazada.
Les iban a ensuciar su isla, a llenarla de camiones, de gente y de carbón. Entonces se coordinaron: un grupo en la misma isla para reunir a los ganaderos llamado OCDS (Organización Comunitaria para el desarrollo Sustentable); una asociación en el continente –en Punta Arenas– llamada Frente de Defensa Ecológica Austral; y una agrupación en Santiago a la que se nombró Alerta Isla Riesco.
Ana Stipicic dedicaba todas las noches a esta misión, después de llegar de su trabajo de sicóloga, ver a su hijo y a su marido. Javiera Stipicic, periodista, se encargaba de ver el tema comunicacional. Además de un sitio web (www.alertaislariesco.cl), un spot audiovisual con actores famosos, un grupo activo en facebook y golpes en las puertas de medios de comunicación y de ONG, los Stipicic se encargaron de hacer las observaciones al proyecto de la minera que el SEA incluía en el proceso formal de evaluación. No se resignaron ni se van a conformar ahora que ya se aprobó.
Apostarán por el último trámite administrativo que permite el Servicio de Evaluación Ambiental, llamado recurso de reclamación. Y seguirán movilizando a quienes puedan. Su idea es organizar, ojalá, una marcha nacional. "No me imagino nuestra vida sin este lugar. Además, mi hermano decidió que éste iba a ser su futuro. No pelear por esta tierra es como quedarnos sin futuro", cuenta Ana, la mayor de los hermanos sentada frente al mismo fogón, envuelta en una parka y con los ojos humedecidos. "Ojalá estemos equivocados y no pase nada. Pero creo que con cinco minas, acá se va a acabar la ganadería. Se va a acabar lo que aquí vive y existe. ¿Quién va a querer vivir acá?". Peter Maclean, el vecino de los Stipicic, nunca he cerrado con llave la puerta de su casa. "Pero sé que eso se va a acabar. Van a haber robos, vamos a tener problemas con los animales. O cuando pasen 100 camiones diarios a 30 metros de la casa. Yo no voy a poder vivir ahí".
La alcaldesa
Tatiana Vásquez, la alcaldesa, luce orgullosa la ornamentación de su oficina. Lleva 20 años a la cabeza de la comuna de Río Verde (a la que pertenece la isla) y la municipalidad es como su casa. Duerme allí, la decora y recibe a las visitas en su amplia oficina que tiene chimenea, escritorio y living. Está dichosa con la ambulancia que le regaló la minera Isla Riesco. Dice que la empresa está cumpliendo con la obligación de ser buen vecino y de apoyar a la comunidad donde están insertos. "Nosotros vamos a aumentar nuestras arcas municipales. Porque existe el compromiso de que la empresa va a pagar el máximo que la ley permite en patente comercial. De hecho ya están pagando una patente, y es (una suma) bastante considerable".
La alcaldesa entusiasta continúa: "Me imagino un campamento minero con todas la comodidades, tal como son los campamentos mineros en el mundo. Además la Villa Ponsomby –que es donde está ubicado el municipio– se va a convertir en un polo de desarrollo con todo este movimiento". La villa de la que habla Tatiana Vásquez hoy es todo lo contrario a un centro de crecimiento económico. Se ubica justo donde está la barcaza que cruza hacia la isla y hay ocho casas blancas de techos rojos. No hay plaza, ni menos un quiosco para comprar el diario.
La instalación de la mina es, para la alcaldesa, el paraíso del progreso. Visualiza en su villa una comisaría, bomberos, una barcaza activa, llena de movimiento; mano de obra, nuevos servicios, mejoramiento de caminos, más conectividad. "Todo proyecto involucra un impacto al medio ambiente. Todos estamos conscientes de eso. Pero eso, versus el progreso… obvio que opté por el progreso, en el bien entendido de la palabra. Yo no considero que el proyecto sea un daño, porque se cumplió con toda la normativa ambiental", dice la autoridad de Río Verde, comuna que se promociona con el lema Tierra de paz y leyenda.
La empresa
Horas antes de que se aprobara el proyecto, Jorge Pedrals recibió un mensaje de uno de sus hijos, "Papá, yo sé que estás súper ocupado. Pero que te vaya súper bien en la tarde". Pedrals estaba nervioso, eran 120 millones los que ya estaban invertidos, sólo hasta ese momento.
Antes de la aprobación, la empresa ya había avanzado las instalaciones en el lugar de la mina. Hoy hay tres banderas, encaramadas cada una en un largo y delgado mástil blanco, que se plantan en la entrada de la sucursal. Una bandera de Chile, otra de Magallanes y otra de la minera. La zona recibe el nombre de Estancia Invierno.
La inversión se ha concentrado en estudios, profesionales, instalaciones, invernaderos y caminos que recorren la estancia y que llegan hasta donde estará el rajo o hasta un mirador desde el cual se ve la isla es su real magnitud. Hay letreros distribuidos por todas las zonas que detallan el proyecto minero, la historia de la isla o los nombres de la flora del lugar.
Los ejecutivos tienen todo calculado. La tierra que salga del rajo se transformará en un cerro artificial. La minera tiene un invernadero de última generación donde cultivan lengas, el árbol nativo de Magallanes, traídas del bosque profundo, que luego servirán para revegetar 680 hectáreas, a modo de mitigación del impacto.
Además de la ambulancia para Río Verde, la minera ha colaborado de otras maneras. Es socia fundadora de la Corporación Municipal Cultural de la comuna, financió un libro sobre la historia del carbón en la región, organizó un concurso de pintura infantil, estableció un convenio con la Universidad de Magallanes para cursos de capacitación, participó en una feria científica escolar y ha llevado a cerca de mil personas a conocer las actuales instalaciones de la Estancia Invierno, incluyendo escolares. "Esto es algo pensado", dice Pedrals, en tono amable y casi didáctico. Se sienta, con la espalda erguida: "Nosotros usamos el término de desarrollo sustentable, porque ésta es una operación capaz de instalarse en la zona y sostenerse económica, ambiental y socialmente. Estamos haciendo una empresa que tiene un gran arraigo en la región", asegura. Las cifras que maneja lo demuestran, pues según una encuesta que encargaron a Adimark, el 60,7% de los magallánicos apoya el proyecto. "Éste es un proyecto que sí se quiere en la región, que se desea. Hay una oposición, pero no es masiva", afirma.
En medio de una crisis energética y de sequía en el país, Pedrals sabe bien que los datos de contexto le favorecen: de la energía que consume Chile, 23% proviene del carbón y, para obtenerla, se importa 94% del mineral. El carbón que sale de la minera permitirá sustituir esas importaciones en 30%. Hay sequía en Chile. Y también está la necesidad de generar empleo. "Tenemos una base de datos de 10 mil currículum, de los cuales 75% son de Magallanes", dice Pedrals. Y agrega que es imposible que el proyecte afecte esa colonia de pingüinos, que las lanas de las ovejas no van a perder su valor comercial, que poseen medidas de mitigación para el polvo que se va a generar –"suponiendo que se genere"– y que hay que darle tiempo al tiempo.
Los de la minera han empeñado su palabra. Dicen que el rajo no estará abierto los 12 años, sino que se irá recubriendo a medida que se va terminando el trabajo, y retornarán el 65% del material extraído. Eso implicará restaurar el terreno y que el cambio geomorfológico no sea tan impactante. Afirman que no habrá problemas con el agua y las napas subterráneas, pues el carbón que sacarán tiene muy poco azufre y eso evita que el agua se contamine. También prometen un área de compensación, donde repondrán la laguna que secarán cuando hagan el hoyo y en la que reubicarán a los animales que hayan sacado de allí. La revegetación de las lengas del invernadero –los árboles que se plantarán en el cerro postizo– está pensada como un modo de mitigar el polvo que se levantará, porque actúa como muro natural. En resumen: lo que arranquen será repuesto.
Pero Gregor no se convence. “No les creo nada”. Sentencia mientras planea los próximos pasos legales que dará en su lucha para impedir que la mina se instale. No pierde la esperanza de salvar su paraíso austral.