En marzo del año pasado, Catalina (20) comenzó su vida universitaria, un período que debería haber estado lleno de nuevas experiencias y crecimiento personal, y que marcaría el primer paso hacia su independencia. Sin embargo, en lugar de disfrutar de su autonomía, Catalina se encontró cada vez más sola y desatendida. Su madre, Carmen (56), había asumido el rol de cuidadora principal de su propia madre, quien requería constante atención debido a un incipiente diagnóstico de alzheimer. Al principio, Carmen solo la cuidaba los fines de semana, pero cuando la vecina que solía ayudar con las comidas y necesidades diarias desistió por la creciente dependencia de la paciente, Carmen, sin mucha planificación, comenzó a cuidarla también durante la semana.
Carmen no es hija única; tiene tres hermanos: una hermana mayor que vive en el sur y dos hermanos en Santiago. A pesar de tener una relación cercana, nunca hubo una conversación sobre los cuidados de su madre. Tácitamente, todos, incluida Carmen, asumieron que ella se encargaría de esa labor. Esta es una situación común en nuestro país, donde a menudo son las mujeres quienes asumen este rol sin cuestionarlo, viéndolo como una obligación implícita por su género.
De hecho, el Informe de Cuidados del ‘Observatorio Social Marzo 2024′ del Ministerio de Desarrollo Social y Familia, muestra una clara diferencia de género en el tramo etario entre los 30 y 59 años: los hombres a cargo de tareas de cuidado representan un 24,6%, mientras que las mujeres alcanzan un 76,5%.
Vicente García Huidobro, psicólogo y profesor de la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica, supervisa a psicólogos que atienden casos como este, y asegura que no son aislados; responden a un patrón de roles de género profundamente arraigados. “Lo que se suele ver es que las mujeres no se sienten con el derecho de entablar una conversación o negociar con los hermanos varones respecto de quién va a cuidar a los padres. Implícitamente creen que les toca a ellas esa responsabilidad por ser mujeres. Menos aún se atreven a hablar sobre algún tipo de retribución por hacerse cargo de este cuidado”, comenta.
Una de las mayores consecuencias de esto tiene que ver con la salud mental. En el mismo informe del Ministerio de Desarrollo Social y Familia, se establece que el 23,2% de las mujeres que realizan tareas de cuidado no remuneradas presentan síntomas moderados o severos de depresión y/o ansiedad. “Es una situación extremadamente complicada, porque la persona que asume este peso a menudo desarrolla ansiedad o incluso cae en estados depresivos. Sin embargo, le resulta muy difícil procesar estos sentimientos o enfrentarse a la situación debido a las culpas asociadas. Frecuentemente, esta carga se lleva en soledad, con culpa tanto hacia los padres, por no poder hacer más, como hacia los hijos, por descuidarlos al cumplir con estas responsabilidades”, explica el psicólogo.
En el caso de Catalina, desarrolló un fuerte alcoholismo durante su época universitaria, algo que Carmen no fue capaz de detectar a tiempo por estar concentrada en los cuidados de su madre. “No se trata de buscar una causa-consecuencia, es decir, que la ausencia de las madres genere en los hijos, especialmente cuando estos ya son adultos, afectaciones en su salud mental. Plantearlo así sería atribuir, otra vez, a las mujeres la responsabilidad única en los cuidados”, dice la psicóloga experta en género, Loreto Vega. Pero sin verlo como “su culpa” –agrega–, en una familia donde la madre es el sostén emocional, es normal que los hijos o hijas que aún son dependientes se vean afectados de diversas maneras.
“Es común recibir en la consulta a hijos de mujeres que están en esta situación, que se sienten perjudicados en la disponibilidad de su madre dado que ella está cargando con este peso”, comenta el psicólogo, subrayando cómo estos patrones familiares tienen repercusiones no solo en la mujer cuidadora, sino también en sus hijos. “Lo interesante de prestar atención a este fenómeno es que este tipo de situaciones ‘revienta’ generalmente desde los hijos, son ellos quienes llegan a la consulta para pedir apoyo. No es muy común que sean las cuidadoras quienes se sientan con el derecho de pedir ayuda por estar agobiadas”, explica. Esto refuerza la idea de que las mujeres ven esto como una obligación, como si fuese su destino. Son los hijos, o incluso a veces los nietos, quienes se atreven a cuestionar con mayor fuerza que su mamá esté cumpliendo esta función sola, sin el apoyo de sus hermanos, cuando los hay.
El tabú de la retribución económica
En una de las discusiones que Catalina tuvo con Carmen, la joven le reclamó que sus tíos –hermanos de Carmen– no dedicaban el mismo tiempo al cuidado de la abuela. Le dijo que, por último, debería cobrar un sueldo por esos cuidados y así podría soltar otros ‘pitutos’ que hacía para mantener la casa, lo que le permitiría tener más tiempo disponible para ella. “Incluso me generaba rabia que ni siquiera tuviera tiempo para ella misma, siendo que en la familia hay personas que podrían apañarla”, dice la joven.
Sin embargo, Carmen nunca se atrevió a pedir ayuda económica a sus hermanos. Para ella, el cuidado debía ser un acto de amor desinteresado, un trabajo que no podía ser remunerado. “Esto es bastante común. En las familias está muy presente la idea de que las funciones de cuidado deben ser otorgadas desde un cariño desinteresado, como un acto completamente de amor gratuito”, explica el psicólogo, y enfatiza en cómo esta percepción perjudica a mujeres como Carmen, que se ven abrumadas por una carga que no debería ser exclusivamente suya. “Existe una desconexión entre el cuidado y la dimensión económica de la vida. Se impone la creencia de que el cuidado no debe estar asociado a una retribución económica, ya que eso lo desvalorizaría. Esto afecta significativamente la posibilidad de plantear una compensación por labores de cuidado en contextos no profesionales. Es diferente en el ámbito de la salud, donde un médico, enfermera o psicólogo puede cobrar por sus servicios. Pero en el entorno familiar, persiste la idea de que recibir una retribución económica implicaría un interés, lo que, según esta percepción, haría que el cuidado fuese menos valioso”, añade.
Esto es algo que se ha comenzado a discutir en el ámbito social-político en los últimos años. El informe de cuidados también lo explicita: “A lo largo del tiempo, la persistencia de la tradicional división sexual del trabajo ha llevado a la invisibilización de la gran carga que llevan las y los responsables de los quehaceres domésticos –en su mayoría mujeres–, y a una subvaloración de su relevancia para el desarrollo social y económico”, dice. Luego explica que uno de los avances ha sido medir el impacto económico del trabajo doméstico y de cuidado no remunerado, determinando que este alcanzó el 25,6% del PIB Ampliado en el año 2020 (Banco Central, 2021), lo que permite visibilizar que aquellas personas que asumen esta carga sostienen una parte importante del desarrollo productivo del país.
Para Vicente García Huidobro, esta es una razón suficiente para que las mujeres se atrevan a abrir la conversación sobre una retribución económica dentro de las familias. “Por ejemplo, aquellas que tienen que dejar sus casas porque se van a vivir con sus padres para cuidarlos, luego ¿les corresponde un mayor porcentaje de esa casa en términos de herencia? Todas estas conversaciones son importantes. No tenerlas puede tener consecuencias devastadoras. Es fundamental que las mujeres, como Carmen, se atrevan a negociar sus roles dentro de la familia y que se reconozca el verdadero valor del trabajo de cuidado. Solo así podremos evitar que historias como la de Catalina y Carmen se repitan”, concluye.