Paula 1125. Sábado 6 de julio 2013.
Cuando desperté no había nadie. Así se titula la muestra con que el pintor Víctor Mahana (35) vuelve a exponer, después de tres años de ausencia, en el Museo Nacional de Bellas Artes. Las trece pinturas que exhibe son el resultado de un proceso de crisis artística, aislamiento, reinvención y empoderamiento personal. Del 12 de julio al 14 de septiembre.
En su examen de grado a Víctor Mahana lo lapidaron. Le dijeron que su tipo de obra era, precisamente, lo que esa escuela de arte quería erradicar del mapa. Parece un cuento anticuado, pero hace doce años, cuando el artista egresó de la Universidad Católica, aún dominaba en el arte chileno un modelo de guerra fría que dividía a los artistas entre conceptuales y decorativos. Los conceptuales (o "post conceptuales") hacían instalaciones, videos y fotografías; sometían el resultado de la obra a un discurso previo muy calculado; exponían en lugares "culturales" y declaraban su desprecio frente a las galerías comerciales. Por otro lado, los decorativos eran, generalmente, pintores que defendían el placer del oficio y exponían en galerías comerciales. La academia, obviamente, promovía a los primeros; pero el mercado empujaba a los segundos.
En ese esquema dicotómico, Víctor Mahana resultaba un ser inclasificable. Pintor de impecable técnica realista, disciplinado y obsesivo, no tenía nada que ver con el conceptualismo, pero tampoco encajaba en el molde de un arte decorativo.
Sumergido en su planeta personal, Mahana se interesó, desde un comienzo, en llevar a la tela escenas que provenían de su siquis, generando pinturas de gran realismo visual que, sin embargo, apelaban a mundos imaginarios. Siempre se sintió un outsider en el medio del arte chileno, pero, de manera independiente, logró realizar una carrera bastante exitosa. Expuso en galerías dentro y fuera de Chile, obtuvo importantes reconocimientos y consiguió vivir de su obra.
Pero lejos de acomodarse en el lugar conseguido, Mahana, hace tres años, decidió romper con todas las fórmulas pictóricas que tan exitosas le habían resultado. "Después del terremoto y de lo que sucedió en Chile con la movilización social, sentí que no podía seguir pintando como antes", confiesa.
El mundo estaba en crisis, el modelo imperante se caía a pedazos, y Mahana sintió que su propia rebeldía frente al sistema del arte se sumaba a una disconformidad social mayor: era el momento de cuestionarse todo y asumir la soledad como un lugar de liberación y empoderamiento.
Entonces, se marginó de todo y se encerró a pintar entre 8 y 10 horas diarias, en busca de un lenguaje auténtico, desde el cual se pudiera parar confiado. El proceso fue doloroso, confiesa. Desechó sus métodos acostumbrados, se peleó con su propia pintura, investigó otras formas de trabajar, tuvo dudas, se equivocó, buscó y, finalmente, encontró.
"Después del terremoto y de lo que sucedió en Chile con la movilización social, sentí que no podía seguir pintando como antes", dice Mahana.
En esta exposición queda a la vista que el artista no realizó un cambio para salir con una novedad estilística, sino que profundizó y le dio nuevo brillo a los recursos que estaban desde siempre en su propia obra. Como en sus anteriores cuadros, lo que ahora exhibe son pinturas de muy buena factura, donde, al igual que en su trabajo previo, elabora paisajes síquicos. Pero estas obras desprenden otra carga energética que se expresa en una abrumadora variedad de detalles descriptivos y en el imperio de una naturaleza salvaje que la pintura exacerba hasta su borde más delirante. "En esta exposición hay una inversión de energía gigante. Para que la obra tenga vida, uno tiene que darle su propia vida. Es un traspaso de energía vital que no se te devuelve", afirma.