3 de julio. Una semana después que entrevisté a mi madre, fui internado en una clínica psiquiátrica a causa del fuerte shock emocional que significó escucharla. Recostado sobre el pasto húmedo del patio de la clínica, pensaba en lo agotado que me sentía por la rabia, el desconsuelo y el dolor visceral que brotaban a cualquier hora a modo de catarsis. Había abierto una caja de Pandora. Me había desmoronado por dentro. No sabía qué era verdad y qué no. Tampoco sabía qué cambiaba en mí el hecho de saber que sí fui querido por ella y que me quiso tener.
Desde chico, nunca hice muchas preguntas. La historia con la que crecí y que se transformó en mi verdad, fue esta: ella había quedado embarazada a sus 15 años, no quiso ser madre y nunca me quiso como su hijo. En mis 29 años, las veces que la he visto son contadas con los dedos de una mano. En cada una de ellas, siempre apareció y pronto se marchó sin que yo supiera por qué.
Todo eso cambió después del 25 de junio.
De primera fuente
Este año comencé a estudiar Periodismo en la Universidad de Santiago. Una de mis evaluaciones era poner en práctica lo aprendido durante el primer semestre haciendo una entrevista basada en un hecho noticioso.Yo elegí el anuncio del proyecto de aborto libre anunciado por el presidente Gabriel Boric en su cuenta pública.
La decisión de entrevistarla ya había sido tomada: en 2019, en medio de una pelea, le dije “ojalá me hubieras podido abortar”, a lo que ella me contestó “quise, pero no pude”. Era la excusa perfecta para plantarme frente a ella y retroceder en el tiempo con el fin de descubrir qué ocurrió durante su embarazo y en ese primer año y medio de mi vida antes de que me entregara a mi papá. Una parte de mi biografía que desconocía.
A fines de junio de 2024 la llamé para proponerle la entrevista. Me contestó sorprendida. Le expliqué que su historia calzaba perfecto con el objetivo de mi evaluación. Lo encontró raro. Con desconfianza, me dijo que para qué, si eso era algo del pasado. Tras varios minutos de insistencia me dijo “ok”. Quedamos en encontrarnos la semana siguiente.
25 de junio. Nos juntamos en el boulevard gastronómico de la Plaza Ñuñoa. Nos saludamos afectuosamente como si nos hubiésemos visto la semana pasada. Admito que parte de ese cariño lo exageré para obtener su simpatía. Hasta ese momento la recordaba como una mujer impredecible, reaccionaria y, a mi parecer, con notables rasgos narcisistas. Por eso me propuse ser muy precavido al momento de abordarla. No quería que huyera de mí.
A eso de las tres de la tarde dejamos la mesa y caminamos un par de cuadras hasta su departamento.
Al entrar, me encontré con un living pequeño y sombrío.. Fue directo a la cocina a preparar café. Con relajo, me acomodé en el sillón, abrí mi notebook y busqué la pauta de preguntas que había trabajado en clases. Ella, por el contrario, estaba nerviosa. Su voz se escuchaba temblorosa y la taza de café que sostenía con sus dos manos se mecía de un lado al otro.
La notaba nerviosa y quería que se tranquilizara para la entrevista. Ella sabía que iba a ser difícil. Yo también. Por lo mismo -con fines personales, académicos y periodísticos- le pedí que en lugar de referirse a mí con mi nombre, dijera “esa guagua”. Esa despersonalización de mí mismo nos protegía a los dos.
Así avanzamos con la entrevista.
La ruptura de la cuarta pared
Cuando le pregunté si pensó en abortar, me dijo que no tenía noción, que no sabía cómo hacerlo. Estaba desesperada. Lo único que pensaba era que tenía “una guagua” adentro que le iba a “cagar la vida”. Intentó interrumpir el embarazo fuera como fuera. Afirmó que mientras lo hacía se sintió libre. Pero no fue suficiente. Los intentos no daban resultado. Con tres meses de embarazo, decidió contarle todo a su papá. Solo a él. Porque si su mamá se enteraba, la iba a “mandar a la cresta”.
Su papá le preguntó si quería abortar. Ella, con alivio, le dijo que sí. Su nana que tenía un dato, la llevó a una clínica clandestina. Iba tranquila y feliz porque se iba a sacar ese peso de encima que llevaba cargando. Pero todo se derrumbó cuando el doctor le dijo que no lo podía hacer por la cantidad de semanas de embarazo. Se desmoronó. Lo único que pensaba era en deshacerse de “esa guagua” y ya no sabía cómo.
Su padre le ofreció una última posibilidad: dar “a la guagua” en adopción.
-Yo estaba contenta de que Cristóbal… Que… Mmm, tú… -Titubea- Bueno, que “la guagua” que estaba esperando iba a estar en una familia como la mía: con plata, educación y una buena calidad de vida.
Cuando me dijo Cristóbal, tras más de una hora de conversación, supe que lo que seguía de la entrevista sería más duro de procesar. Hasta entonces, solo existía “esa guagua”. Alguien genérico, alguien que no era yo. Desde el momento en que me dijo “Cristóbal”, me recordó que todo lo que había dicho hasta ese momento y todo lo que vendría después era sobre mí.
Lo sentí como la ruptura de la cuarta pared durante una obra de teatro.
Pero el impacto no acabaría ahí. Cuando abordamos el parto, recibí una primicia -como diría un periodista-, que marcaría un punto de inflexión en mí: Si bien cuando me dio a luz pidió que me alejaran de ella, días después la matrona la animó a que me tomara en sus brazos. Y acto seguido me confesó algo que jamás en mi vida habría imaginado escuchar: En ese momento hubo una cosa muy especial. Estuviste conmigo 10 minutos y pensé: “Lo quiero tener”.
¡¿Qué?! De un momento a otro dejé el lugar en que me encontraba y me fui profundo hacia adentro: ¡¿Entonces sí me quiso?! Me pregunté desconcertado repetidas veces. ¡Sí, me quiso, como una madre quiere a un hijo! Exclamé emocionado en mi fuero interno. Haber sabido que sintió algo por mí, por muy efímero que haya sido, me hizo sentir el niño más querido del planeta. Pero, si me había querido, ¿entonces dejaba de ser aquel Cristóbal al que su madre jamás había querido?
Me preguntó si estaba bien. Con una mueca amistosa -fingida, por cierto- le respondí que sí. Me recompuse como pude y continué con la entrevista.
¿Qué te llevó a querer tener a esa guagua?, le dije. “Te vi tan chiquitito, tan bonito; eras como un juguete. Pero me dio miedo decepcionar a mi papá después de todo lo que había hecho. Tampoco quería a tu papá cerca mío y, sobre todo, quería tener mi vida devuelta. Así que salí de la clínica, me fui a mi casa, tú a la de mi nana y me olvidé.
Ese primer año y medio efectivamente fui criado por su nana, quien cada cierto tiempo intentaba que mi madre reestableciera sus vínculos conmigo. Pero no logró hacerlo más que un par de veces: no sabía qué hacer conmigo. Dice que no me tomaba en cuenta, que no era “nada” para ella, que “no sentía ningún cariño especial” por mí.
-Yo inventé en mi cabeza que no había tenido a esa guagua y seguí mi vida como si nada.
Finalmente una vez que el proceso de adopción se vio frustrado por la negativa de mi papá, me entregó a él y desapareció.
Fueron dos horas de revelaciones. Yo ya no tenía energía. Tampoco preguntas. Ella ya había dicho todo, sin tapujos. Decidí que diéramos por concluida la entrevista.
Mientras nos tomábamos un último café, me dijo que era un muy buen entrevistador porque había logrado que ella contara toda esa historia, algo que nunca antes había podido hacer. Llegado el momento, nos despedimos con un abrazo, que fue menos afectuoso que el del comienzo. Ya no quería su simpatía.
Una verdad que se desmorona
27 de junio. Mientras transcribía la grabación de la entrevista, me detuve en un tema que había pasado por alto. Tres años después de entregarme a mi papá, se retractó de su decisión de no ser madre y apareció como si nada. Contó que a los 18 años, debido a todas las veces que le dijeron mala madre por haber dejado botado a su hijo, y por una razón que no sabe bien a qué atribuirle, comenzó a sentir culpa y se quiso acercar.
Recuerdo que tenía tres años cuando llegó al jardín infantil para la celebración del Día de la Madre. No sabía quién era ni qué buscaba en mí. Es una pregunta que se repite hasta hoy.
Los encuentros entre nosotros fueron muy acotados. Según ella, me dejó porque tuvo diferencias con mi papá. Él, que siempre me cuidó, me entrega otra versión: al parecer ella se vio “sobrepasada” por su rol de madre.
Cinco años después, me dijo en la entrevista, lo volvió a intentar. Y esta vez mi papá no le permitió verme. ¿Entonces resulta que mi mamá sí me quiso y sí quería tener una relación conmigo, pero se lo impidieron? No tenía sentido. Se suponía que nunca me había querido, que no significaba nada para ella. Que se quería deshacer de mí. Era absurdo. Mi mente se fue a blanco. No pensaba. Sólo me invadía un dolor insostenible. Lloré desconsolado durante horas. Me ahogaba en la pena. Me desvanecía de vez en cuando. Gritaba con desgarro, desde las entrañas, hasta quedar mudo. Sentía que me estaba volviendo loco. Que mi mente se estaba desfragmentando. Estaba en shock. La verdad sobre mi madre se acababa de desmoronar.
Reescribiendo mi verdad
Para mí, la verdad personal se construye en base a la interpretación de ciertos hechos que acontecen a lo largo de la vida y que generan un correlato entre sí. Esta posee un importante significado identitario que habla de quiénes somos y de quiénes no fuimos. A veces, esa verdad puede estar sesgada o ser poco veraz en tanto no incorpore los suficientes hechos, perspectivas o enfoques que le aporten mayor asidero en la realidad.
Como dije antes, mi verdad decía que ella había quedado embarazada muy joven, a los 15 años, que no quiso ser madre y que nunca me quiso como su hijo. Pero eso había cambiado.
Luego de la entrevista, empecé a reescribir mi verdad. Dudé mucho de quién era y en quién me convertía sabiendo ahora la historia de su vínculo conmigo. Tuve infinitas sesiones con mi terapeuta intentando reconstruir todo lo que se había venido abajo, incluido yo.
Ahora puedo asegurar muchas cosas. Algunas se condicen con lo que ya sabía, otras definitivamente no.
Este es un pedazo de mi historia: fui producto de un embarazo no deseado; se quiso deshacer de mí; no pude ser abortado; me tocó vivir; tampoco pudo darme en adopción; me dio a luz; me quiso por sólo diez minutos, luego dejó de hacerlo; no signifiqué nada; se olvidó de mí; me entregó; se acercó por culpa; me hizo saber que era mi madre; le pusieron obstáculos; no lo intentó lo suficiente; se fue sin decirme el motivo e hizo lo mismo varias veces. Y en cada una de ellas, me abandonó como la primera.
¿Qué siento yo por ella? ¿Es ella mi madre, con todo lo que esa palabra conlleva? ¿Soy yo su hijo? Cuando dice que me quiere, ¿realmente lo hace? ¿Volverá a acercarse? ¿Querré que vuelva a acercarse? ¿Tengo algo que perdonarla? ¿Tengo algo que exigirle? ¿Merezco perdonarla? ¿Debo hacerlo? ¿Cuántas veces más reescribiré mi verdad con ella?
Gracias a este proceso, he podido ir reconociendo todos los traumas, heridas y carencias que, inconscientemente, he cargado por tanto tiempo y de los cuales no tenía registro. Me enfrenté a los hechos y al pasado apoyándome en el quehacer periodístico, poniendo en entredicho mi verdad, es que por fin puedo sentirme libre y ayudarme a sanar. Al menos por ahora.