Camila llevaba más de un año trabajando como fotógrafa en un resort y varios años más como aficionada en la fotografía, pero cuando le pidieron sacar fotos para un matrimonio se insegurizó y, como no tenía estudios formales, decidió cobrar muy barato: las fotos quedaron hermosas y, por cierto, muy profesionales; la novia quedó fascinada. Pero cuando Camila vio depositado el pago y pensó en la cantidad de horas que había pasado en el matrimonio y luego en la edición de las imágenes, supo que esos $150.000 habían sido muy poco.

A Margarita, quien trabaja en el sector eólico, la contrataron con un muy buen sueldo para hacer funciones en terreno siempre que el clima lo permitiera: “los protocolos son muy estrictos, entonces si había mal tiempo no se podía salir a trabajar. Pero nos pagaban igual, saliéramos o no, y yo sentía que no merecía ese pago”, dice. Mientras que Karina, periodista, derechamente no aceptó un bono que el jefe le ofreció por un cliente extra que llegó a la agencia donde trabaja: “porque en realidad no era tanto más lo que había que hacer”.

“La percepción generalizada de no merecer el puesto que tenemos no solo afecta a la salud mental o al bienestar de las personas, sino que además puede perjudicar la cuenta bancaria”, publicaba el diario El País, hace algunos días, a propósito de un reportaje llamado Sentirse un fraude sale caro, en el que se analizaba el ya cada vez más conocido síndrome del impostor o impostora y su costo monetario.

Es decir, ¿podemos percibir menos ingresos si nos sentimos impostoras?

Lamentablemente sí. En el artículo de El País, la filósofa y doctora en ingeniería Tara Halliday –quien lleva más de 20 años como coach especialista en síndrome del impostor– planteaba que hay una serie de patrones de comportamiento que se manifiestan laboralmente en personas que no creen ser lo suficientemente buenas: rechazan ascensos, no los solicitan o cuando cambian de trabajo se mueven de manera horizontal en lugar de vertical hacia una posición mejor pagada. Y eso, por supuesto, está directamente relacionado con su potencial financiero. En efecto, un estudio británico de Virgin Money asegura que el síndrome del impostor podría estar costando a un trabajador medio, más de 5.270 libras al año, es decir, cerca de $5.700.000.

Creerse una especie de fraude

Aunque por estos días en redes sociales cada vez se habla más de este síndrome, el fenómeno fue descrito hace décadas, en 1978, por las psicólogas clínicas Pauline Clance y Suzanne Imes, quienes estudiaron a mujeres exitosas que no eran capaces de reconocer internamente sus logros. “Ellas identificaron la existencia de un patrón psicológico que causa dudas acerca de una misma, así como sentimientos abrumadores de inadecuación, a pesar de tener repetidos éxitos y logros. La persona se considera un fraude y constantemente teme ser descubierta, especialmente en el ámbito laboral o profesional”, explica la psicóloga especialista Gabriela Navarrete (@ps.gabrielanavarrete).

Las personas que lo sufren –añade Navarrete– no se sienten merecedoras de los éxitos y logros que han obtenido: “Creen que estos están asociados no a sus capacidades, sino a que son simpáticos, a que en la selección de personal no se dieron cuenta de que no era tan capaz o que le hicieron un favor contratándolo. Por lo mismo, sienten una angustia constante a ser desenmascarados y descubiertos como un fraude, llevándolos a una exigencia extrema para demostrar que no lo son. Dejar de postular a trabajos, pedir ascensos por temor a no ser consideradas; limitando sus posibilidades de obtener mayores ingresos o desarrollar nuevas habilidades”.

Según la revista académica The Journal of Behavioral Science, el síndrome de la impostora o impostor afecta a 70% de los trabajadores (y es más frecuentemente femenino) y si bien no se trata necesariamente de ningún trastorno psicológico o patológico, sino de una percepción del Yo, las consecuencias en la salud mental pueden ser desde incómodas hasta brutales: tensión, ansiedad, mal dormir, estrés, hiperexigencia, baja energía, por decir unas pocas.

“Algunas personas con el síndrome del impostor se sienten tan abrumadas, desanimadas y exhaustas por la incesante autocrítica y comienzan a pensar que no están hechos para ese trabajo o sector. Creen erróneamente que el síndrome del impostor es su propio defecto personal, así que tal vez un cambio de empleo lo haría desaparecer (cosa que no sucede). Renunciar a un trabajo puede costarle fácilmente de 3 a 6 meses de salario mientras encuentra un nuevo puesto”, contaba la coach y filósofa Tara Halliday, quien busca evidenciar lo invalidante que puede ser este síndrome, precisamente poniéndole números.

Ni espontáneo ni patológico

Quienes han llegado a sentirse impostoras no lo han hecho de manera espontánea: así lo plantea la psicóloga Gabriela Navarrete, para quien hay múltiples factores que generan este síndrome, como la crianza, los roles de género, las experiencias vividas el colegio, etc. La psicóloga Valentina Mosso (@ps.valentinamosso) añade también una perspectiva de género: “Creo que el síndrome de la impostora es una consecuencia directa de haber invisibilizado por tantos años el trabajo de la mujer en los más diversos ámbitos, algo que lamentablemente ocurre hasta hoy en día”, comenta Mosso, quien añade otra capa más de análisis: ¿por qué lo llamamos ‘síndrome’?

“Por una parte, nos hace muy bien nombrar aquello que nos ocurre, pues muestra una problematización que hasta hace muy poco no se hacía y que hoy, afortunadamente, nos atrevemos a hacer. Es parte de una lucha social el evidenciar un malestar surgido por la misma sociedad. Pero, por otra parte, creo que este es un fenómeno que no concierne a lo patológico sino más bien a algo sociocultural. La patologización de la experiencia muchas veces no nos permite vernos como seres integrados e integrales, sino que remite a una clasificación que tiene el riesgo de alejarnos de la reflexión y el cuestionamiento del origen de dicho malestar”, señala Valentina Mosso, directora del Centro Terapéutico Id (@centro.id).

Por otra parte, la terapeuta agrega que, a la hora de sentirse impostora, lo que hace muy bien es hablar: “Conversar de esto con mis pares, mis colegas, hijas, amigas, mujeres de otras generaciones para encontrar soluciones conjuntas”, señala. Algo que también comparte la psicóloga Gabriela Navarrete quien añade, además, que practicar la autocompasión es fundamental. “Creo que hay que tener en cuenta que no hemos desarrollado este síndrome de la nada y que somos el resultado de nuestras experiencias de vida. También diría que es probable que este sentimiento esté presente por un buen tiempo en nuestras vidas, que disminuirá cuando podamos manejarlo, pero también aumentará ante nuevos desafíos. Hay que aprender a convivir con él”, añade.