“Como la persona ansiosa y exitista que soy – y que quiero dejar de ser - antes de ser mamá, e incluso antes de casarme, ya tenía pensado los colegios a los que me gustaría postular a mis hijos. Pero en esa idea faltaba considerar dos variables fundamentales: lo que quisiera mi marido y, sobre todo, cómo sería mi hijo.
Recuerdo que yo quería un colegio que fuera exitoso académicamente y que los preparara bien para la universidad, pero que no fuese de elite porque yo estuve en unos de ellos y no me gustó el ambiente ni estar en una burbuja externa al mundo real.
Pero cuando nació mi primer hijo, todo cambió. Con mi marido nos fuimos dando cuenta que en realidad queríamos un colegio que fuese tolerante a la diversidad, con valores de justicia social y el desarrollo de distintas habilidades, más allá que solo lo académico. Esto se acrecentó cuando mi marido decidió estudiar como segunda carrera pedagogía, siendo fundamental para él la educación socio emocional en un proyecto educativo.
Por otro lado, con el paso del tiempo nos fuimos dando cuenta de cómo era Antonio, nuestro hijo. Su personalidad y el hecho de que tuviese un trastorno de retraso del lenguaje expresivo, un trastorno sensorial y dificultades sociales, nos hizo sospechar de un diagnóstico de autismo, sospechas que con el tiempo mutaron a creer que tenía un trastorno de déficit atencional e hiperactividad.
Con todo eso, los criterios para elegir un colegio comenzaron a cambiar y empezamos a buscar establecimientos inclusivos, mixtos, con cursos pequeños y un enfoque social y valórico más que académico.
Fuimos mateos: leímos los proyectos educativos de los colegios que nos interesaban, conversamos con apoderados y ex-alumnos, analizábamos costos y distancias, etc. Pero cada postulación significaba un estrés para nosotros y para nuestro hijo, además un gasto económico. En los procesos de postulación hay que rellenar formularios eternos, tener entrevistas, en algunos casos pedían evaluación del niño y en los colegios católicos había que entregar un certificado de bautizo. Este proceso es como la lucha en una selva por la comida: todos quieren sobrevivir y hacen lo que sea necesario para lograrlo.
En una de todas esas postulaciones, adjunté como documentación los informes de las terapeutas de mi hijo y nos llamaron para pedir ir a evaluarlo al jardín. Coordinamos un día y fueron dos personas a observarlo. Y aunque las educadoras del jardín me dijeron que todo estuvo súper bien, tuvimos una gran sorpresa cuando nos llamaron para decir que no había quedado porque fue mal evaluado. Nos dijeron que tenía problemas, que le iba a costar adaptarse a un colegio tradicional y que iba a tener que hacer terapia toda su vida. Spoiler: su terapeuta ocupacional acaba de darlo de alta. Todo esto provino de un colegio católico que se decía tolerante.
Recuerdo ese día como si fuese ayer. Me senté en el sillón y lloré amargamente abrazada de mi marido pensando que mi hijo no podría escolarizarse, ya que tampoco cumplía criterios para tener una educación en escuelas especiales por ser funcional y considerado “casi” normal.
Tenía miedo, frustración y rabia contra el sistema. Antonio era un niño alegre, amoroso, cariñoso, con muchas ganas de aprender y que había logrado evolucionar muy bien en sus terapias. Me dolía el alma, y en el fondo también un poco el ego, porque yo siempre había sido de las mejores alumnas y soñaba con un niño que siguiera mis pasos. Pero la vida te demuestra que uno propone y los hijos disponen.
Pero después de esa amarga experiencia, nos secamos las lágrimas y seguimos en busca de un establecimiento para nuestro hijo. Así llegamos a un colegio pequeño que se basa en el desarrollo de la educación de forma integral, poniendo como eje la educación socioemocional y habilidades de los niños, desarrollando el arte, el deporte, la meditación, y la reflexión crítica. Nos encantó desde el primer día que lo pisamos. ‘Este es el lugar’, pensé.
Mi hijo fue a dar la prueba de postulación, que era más bien un diagnóstico, y a los cuatro días nos enviaron la resolución del proceso. Era una carta personalizada que hablaba de las fortalezas de mi hijo, y en la que decía que él sería aceptado tal cual era. Y no sólo eso, porque el precio era asequible para nosotros y la cuota de incorporación más baja que el promedio de colegios del sector oriente. El alivio fue inmediato. Y no sólo porque ya teníamos un colegio, sino porque era un lugar que nos acompañaría en la formación de nuestro niño, más allá de lo académico.
Este año Antonio entró a prekínder, y aunque no fue fácil, se logró. Nos dimos cuenta de sus habilidades para matemática y la escritura a su corta edad, y a sus habilidades blandas e interacciones sociales.
Durante todo este proceso aprendí a conocerme a mí, a mi familia, y a valorar a mi hijo. Me di cuenta de lo importante que es elegir un colegio como un aliado en la educación, con valores parecidos a los tuyos y que se adecúe a lo que necesite tu niño o niña. Porque más allá de lo que nosotros queríamos o habíamos imaginado, al momento de elegir un colegio debemos identificar cómo son nuestros hijos y cuáles son sus propias necesidades. Finalmente, nuestros niños merecen un lugar donde se sientan acompañados y en el que sean realmente felices”.
Daniela tiene 34 años, es mamá de dos niños y socióloga.