Quizás, muchos y muchas recuerdan ese momento en la infancia cuando, al llegar a una fiesta familiar o almuerzo de domingo, te sentaban en la famosa -y mal llamada- “mesa del pellejo”; ese espacio que divide a los adultos de los niños, a los mayores de los chicos. Con la curiosidad propia de la infancia, mirabas de reojo lo que pasaba al otro lado y te dabas cuenta que “los grandes” conversaban, se reían fuerte y, sobre todo, contaban cosas entretenidas, esas que te hubiese encantado saber con detalle. En tu cabeza, participabas de esa conversación -hasta opinabas-, pero físicamente no estabas ahí, sino que estabas sentada con tus hermanos y los primos de tu edad. Aunque la comida era rica -porque a los niños siempre les toca la mejor parte-, querías estar allá, compartiendo con los adultos, en esa mesa que, desde tu óptica de metro veinte, se veía tan gigante como una montaña.
Aunque no se sabe hace cuánto tiempo se ha instaurado esta tradicional separación, es lógico pensar que la mesa de los niños tiene un sentido práctico. Los adultos, a veces, necesitan de un espacio para comer con tranquilidad y conversar ciertos temas sin interrupciones. Sin embargo, -y según el blog español Ser Comunicación- esta práctica puede ser poco beneficiosa para el desarrollo de los infantes. “Separar a los niños de los adultos a la hora de una comida social es un gran error”, se indica y agrega: “(Y es) por varias razones. La primera, se transmite a los niños el mensaje de que en las reuniones familiares, o sociales, molestan y tienen que ser separados. Es decir, no son importantes. La segunda, se pierde una oportunidad de oro para enseñarles a comportarse en la mesa fuera de casa”.
Guila Sosman, académica de la Facultad de Psicología de la Universidad Diego Portales, coincide con ese diagnóstico y afirma que para los niños y niñas el momento de la comida es un espacio rico que les permite compartir y nutrirse de las experiencias de los mayores. “Esta división puede manifestar que los niños no tienen la capacidad de estar con los adultos, o no sentirse lo suficientemente valiosos para compartir en la mesa de los grandes. Muchas veces, se siente como un castigo, como que no merecieran estar en ese otro espacio”, cuenta y añade: “Ahí se aprende muchas veces hábitos -como esperar turnos- y se desarrollan aspectos relativos a la educación, tanto en temas de alimentación, como de costumbres. También, pueden escuchar algunas conversaciones que sí ayudan en su aprendizaje”.
Y es que de acuerdo al artículo Principales Modelos De Socialización Familiar publicado en la revista científica Foro de Educación, especializada en Filosofía de la Educación, Política Educativa y Educación; la familia es el principal responsable de transmitir normas, valores y modelos de comportamiento a los niños y niñas en la infancia. “Es la familia la que socializa al niño permitiéndole interiorizar los elementos básicos de la cultura y desarrollar las bases de su personalidad. Toda familia socializa al niño de acuerdo a su particular modo de vida, el cual está influenciado por la realidad social, económica e histórica de la sociedad a la que pertenece”.
A pesar de ello, y por el adultocentrismo operante, ese potencial socializador muchas veces pierde su fuerza, al sacar a los niños y niñas de espacios sociales, como la mesa del almuerzo. “El adultocentrismo considera que los NNA están en constante preparación, por lo que son seres inacabados y solo pueden ser insertos en la sociedad (y por lo tanto respetados) cuando se termine de desarrollar esta preparación”, afirma el Estudio de Opinión de Niños, Niñas y Adolescentes, presentado en 2019 por la Defensoría de la Niñez. Una investigación que, además, revela que un 36% de los niños de segundo ciclo básico cree que los adultos toman poco en cuenta su opinión, y un 30% sostiene que confían poco en ellos.
Desde ahí que la psicóloga clínica infanto juvenil y educacional, María José Cuéllar, ve la importancia de abrir estos espacios, sobre todo para que ellos se sientan escuchados. “La comida de por sí es un rito, donde la gente y la familia se une, entonces es importante que estén incorporados en ese momento. Aunque con los años ha cambiado esta percepción de ver al niño como una persona invisibilizada en la sociedad, en relación a sus derechos de opinar o decidir; aun así se siguen manteniendo estas divisiones que muchas veces son rígidas y no dan espacio para la convivencia entre todos”, relata.
Sin embargo, aclara María José, lo relevante es llegar a un equilibrio. No solo porque es necesario que los niños y niñas tengan espacio para la recreación y juego, sino para que los adultos tengan un momento para sí mismos y puedan desarrollar conversaciones profundas y significativas. “Lo que se puede hacer es que al momento de terminar la comida, los niños y niñas pueden levantarse e irse a otro lugar de la casa a jugar. Ahí se les ponen límites, en términos de que sí, hay momentos donde estamos todos juntos y compartimos, pero hay otros donde no. Hay que marcar esos estándares, pero no desde la idea de que los niños no tienen derecho a estar en esos espacios”. Algo similar concluye Guila Sosman: “Se aconseja que en la vida cotidiana sí se coma con los adultos, para que aprendan a distinguir los alimentos sanos y que se valore su participación y opinión. Eso les ayudará a comunicarse de mejor manera”.