“Hay un feminismo de cartón”, decía el diputado Guillermo Ramírez hace unas semanas, interpelando a la diputada Natalia Castillo a propósito de la controversia y la amplia condena que generaron los dichos del diputado electo Johannes Kaiser, que hacía una apología a la violación y cuestionaba el derecho a voto de las mujeres. En el debate, el legislador acusaba que existía un doble estándar, ya que según él, se esconden algunos acosos, como el del diputado Raúl Alarcón, mientras otros se “ensalzan”. Finalmente, Ramírez cuestionaba: ¿Por qué se indignan con lo de Kaiser y no les importa hacer coalición con Florcita Motuda, acusado de abuso sexual?

Para la historiadora Ximena Vial, quien reflexionó al respecto en su Instagram, la respuesta es simple: “No nos gusta, pero es imposible movernos en este mundo sin relacionarnos con abusadores, acosadores o perpetradores de algún tipo”.

Lo que hizo el diputado entonces, es medir el feminismo a través de lo que se conoce como el feministómetro; una herramienta que se utiliza para medir el grado de legitimidad de una mujer feminista. La práctica etiqueta a las mujeres y les asigna un valor a sus expresiones a partir de una distribución valórica que viene de prejuicios, como por ejemplo, si la mujer en cuestión se relaciona con hombres machistas, si usa la copita menstrual, si es pro aborto o –como se ha discutido últimamente– si vota por uno u otro candidato a la presidencia.

“Más que el uso del feministómetro, el diputado Ramírez en realidad está utilizando lo que él cree que es una herida que nosotras nos autoprovocamos luchando por igualdad, queriendo el fin de la violencia hacia la mujer y “no cuestionando” abusos que ponen en jaque eso. En el fondo, es la clásica perspectiva del hombre jerarca que te mira y dice: ‘niña, se te acabó la hora de jugar’, tratando de herirte dándote de tu propia medicina y poniendo en duda tu criterio”, asegura la historiadora.

Vivir el feminismo en el plano de la realidad

El problema, asegura Ximena Vial, es que esta herramienta (el feminstómetro), “se vuelve un poco absurda, porque el feminismo es el anhelo, el deseo, la lucha por la igualdad, pero es algo que se realiza en un plano de la realidad y la realidad es que existe el machismo, que vivimos en un sistema patriarcal y que en todos los espacios nos encontraremos con ello. Por ende, ser “inconsecuente”, siendo partícipe de espacios de la realidad que no se condicen con lo que el feminismo anhela, es algo que todas vivimos todos los días”.

En ese sentido, resulta interesante analizar el peligro de que a las mujeres, en especial a las feministas, se les exija dar explicaciones respecto a su postura política y sus creencias, porque según la historiadora, con el periodo de elecciones, ha resurgido la tendencia de cuestionar la capacidad de criterio para votar de las mujeres en general. “En este momento la idea histórica de que las mujeres están menos capacitadas para tomar decisiones con un criterio formado vuelve a surgir y las personas, en particular los hombres, están cuestionando el voto femenino de una manera que no me parece rara ni excepcional, porque lo han hecho otras veces, pero sí insólita porque ya no están los tiempos para eso. Yo creería que hemos avanzado lo suficiente para saber que las mujeres tienen conciencia política y saben por qué están votando por esa persona y no por la otra”, explica.

¿Por qué nos aplicamos el feminstómetro entre nosotras?

Pensando en el convulso escenario político y social en el que viven las feministas hoy en Chile, pareciera natural que existan diferencias que nacen desde la posición política, moderada o no, respecto a luchas históricamente feministas, que aún no se resuelven en el país como, por ejemplo, la aprobación del aborto libre hasta las 14 semanas o algunas más contingentes, como el candidato presidencial por el que va a votar.

Muchas veces estas diferencias pueden generar segregación y una aplicación del feministómetro. Según la psicóloga estadounidense Judith White, este fenómeno se da por un rechazo de un grupo minoritario –como lo son las mujeres feministas– hacia miembros de su mismo grupo, por considerarlos ‘moderados’ o ‘menos aspirantes’. Según la historiadora Ximena Vial, el fenómeno responde a la realidad: “Es un rasgo más de la sociedad patriarcal, que nos ha enseñado a vincularnos de cierta manera, jerarquizando el activismo y compitiendo las unas con las otras, midiendo quién es más feminista, quién se equivoca menos, quién es más consecuente, y es una visión en la que podemos caer todas, me incluyo, por cómo entendemos la sociedad”.

Y es que del sexismo nadie se salva, dice la autora australiana Germaine Greer, quien asegura que la desconfianza, el odio y el desprecio hacia las mujeres no sólo es sentido por los hombres, sino que también son ellas las que persiguen, humillan y discriminan a otras mujeres, como una forma de “hostilidad horizontal”, término acuñado originalmente por la abogada Flo Kennedy, quien teoriza que esta “es un subproducto de la opresión, ya que la gente oprimida no se atreve a denunciar al opresor real y en cambio, traicionan a personas vulnerables porque no tienen medios para enfrentarse a un enemigo más fuerte”.

Según la experta, pareciera que la única forma en que como feministas podemos enfrentar a este hostil “enemigo más fuerte” es entendiendo que la realidad en la que habitamos es machista, que el movimiento al que pertenecemos es diverso y que cada una de sus integrantes deviene de un contexto distinto, nos acomode la idea o no. “No por ser feministas debemos andar dando explicaciones sobre las acciones de otras, ni responder la injusta pregunta ¿y dónde están las feministas ahora?, que exige coherencia y acción ante situaciones imposibles, porque cada una, desde la subjetividad propia, hace lo que puede por construir esa sociedad más justa que tanto queremos”.