A diferencia de lo que suele ocurrir, Sergio Larraín Echeñique, el fotógrafo chileno de fama mundial, que falleció a principios de febrero (fecha en que recién la mayoría de sus compatriotas se enteró por los diarios de su existencia), ya era un mito mucho antes de morir. Un mito construido a base de retazos de imágenes e informaciones no confirmadas que él mismo alimentó con su sostenido hermetismo, negando el acceso a su vida y su trabajo.
Su enigma está envuelto por el aura de su opción mística y ecologista –que lo llevó a abandonar una carrera de brillo inédito en la historia de nuestra fotografía, para recluirse en Tulahuén, un pequeño pueblo a 33 escarpados kilómetros al interior de Ovalle, en la Cuarta Región– y el halo de calidad, exclusividad y reconocimiento mundial que eleva su obra a categoría de culto (está en importantes colecciones, como la del MoMA, de Nueva York). Y todo esto, encarnado en una personalidad compleja y contradictoria, en la que la extrema sensibilidad, la conciencia social y la búsqueda espiritual se mezclan con rasgos obsesivos y paranoides que afectaron profundamente a su familia.
Sus últimas fotografías de reportajes fueron publicadas en revista Paula, en los 70, tiempos en los que empezaba a planear su retirada. Pero es a comienzos de los 80, cuando Larraín decreta el cierre definitivo de su pasado y de su contacto con el mundo editorial y, en adelante, las referencias sobre el único chileno fichado por la prestigiosa agencia de fotografía internacional, Magnum, se volvieron confusas. Vivía aislado, dedicado a meditar, practicar y enseñar yoga, pintar y elaborar su pensamiento sobre la conciencia humana y la sustentabilidad del planeta. Pero en internet convivían versiones dispares. Algunas señalaban que estaba en Francia; otras, que estaba en Chile: la mayoría confirmaba que no tenía teléfono y no quería saber nada del mundo, lamentando que se negara a mostrar su obra. Incluso, se llegó a decir que estaba muerto.
El mito ha motivado ficciones como la de la novela El fotógrafo de Dios, del periodista chileno Marcelo Simonetti, y se ha reproducido a fuerza de copy paste, perpetuando leyendas que, tras su muerte, se repiten en todas las recientes publicaciones de prensa. Una de las favoritas dice que el cuento de Cortázar, Las babas del diablo, que inspiró la famosa película Blow Up, de Antonioni, está basado en un experiencia real que Larraín le habría contado al escritor argentino, quien habría transformado al fotógrafo en el personaje central de su relato. "Según lo que me dijo mi papá, esta historia es un invento de Armando Uribe, pero es una linda historia" dice su hija mayor, Gregoria, quien ignora si su padre conoció a Cortázar.
En los últimos 40 años se mantuvo al margen de la gran difusión de su obra. De hecho, dos de sus libros principales, Valparaíso (1991) y Londres (1998), fueron editados en estos años de retiro, por Hazan, París. También, en 1999, se realizó la más importante exposición de sus fotografías en el Instituto Valenciano de Arte Moderno, en España. Mientras sus admiradores brindaban con champagne, él meditaba bajo el cielo del último pueblo cordillerano al que se llega por el Valle del Limarí.
Ojo vagabundo
A los 18 años Sergio Larraín hizo sus primeras fotos de niños que vivían bajo los puentes del río Mapocho. A los 20 partió a estudiar Ingeniería Forestal a la Universidad de Berkeley en California, pero abandonó la carrera al poco tiempo, para dedicarse a lo que más le gustaba: andar, viajar y tomar fotos. Entonces comenzó el vagabundeo, se relacionó con artistas, buscó trabajos esporádicos para sostenerse, viajó por Europa y Medio Oriente y comenzó a contactarse con prácticas vinculadas a la expansión de la conciencia. "Era la época de los inicios de los hippies, y probablemente tuvo ahí sus primeras experiencias con drogas y, por ende, de cambio de conciencia", afirma su hija Gregoria.
De regreso a Latinoamérica, viajó por Bolivia y Brasil, donde publicó fotos en la revista OCruzeiro. Y, otra vez en Europa, estudió tres meses fotografìa en Londres y, a finales de los 50, en París, fue reclutado por Henri Cartier-Bresson (considerado el fotógrafo número uno del mundo), para entrar a la agencia Magnum. Pero su ingreso a este círculo selecto, requería pagar el noviciado y asumir misiones arriesgadas. Sus fotografías del capo de la mafia siciliana; el matrimonio del Shah de Persia o la captura de guerrilleros durante la guerra de Argelia fueron publicadas en medios como TheNewYork Times, Life y Paris Match. "Muchas veces se sintió utilizado, porque corría peligro. Pero, además, vivió muchas historias y todo ese trajín terminó por agotarlo", cuenta su hija.
Más allá de sus travesías como cazador de imágenes, Larraín estuvo lanzado desde joven a un viaje de autodescubrimiento, que lo llevó a explorar nuevos mundos y transgredir los límites de su cultura y de su familia, para adentrarse en la comprensión de otras realidades.
Mujeres conversando en un bar en Valparaíso, en 1963. El puerto, inspiró algunas de sus fotos más potentes. De hecho, en 1991, se editó el libro Valparaíso, por Hazan, París, el que llevaba textos de Pablo Neruda. La historia dice que el fotógrafo tuvo cercanía con el poeta, quien fuera parte del círculo de amistades de su padre, el destacado arquitecto Sergio Larraín García-Moreno. Pero luego la relación se rompió, pues el fotógrafo consideró que el poeta era demasiado burgués.
De carácter sensible y rebelde, Queco (así lo llamaban sus cercanos) siempre se sintió herido por la frivolidad. Había crecido en una familia de elite económica y cultural, muy volcada a la vida social, lo cual motivó su deseo de romper con su entorno. Era el mayor de los hombres (otro hermano suyo murió siendo un niño) de entre cinco hijos (tres mujeres) que nacieron del matrimonio entre el destacado arquitecto y fundador del Museo Chileno de Arte Precolombino, Sergio Larraín García-Moreno y su mujer, Mercedes Echeñique. "En nuestra casa no había hogar", dice su hermana Luz Larraín. "Había muchas recepciones, mucha gente famosa, pero no había vida familiar. Mi papá siempre estaba con invitados y a nosotros nos hacía participar del show. A mi hermana la hacía tocar piano y a mí bailar ballet. Queco decía que era una familia de mentira. No lo soportó".
Sabía que la vida real estaba en otra parte. "Le gustaba estar solo, pero también encontrarse con gente, en medios muy alternativos", sigue su hermana. "Yo diría que era, sobre todo, un vagabundo. Cuando vivíamos en la casa de mi familia, en Avenida Ossa, él iba y venía. Como a los 18 años, después de salir del colegio, se fue a vivir a La Reina. Esa vez me dejó toda su ropa buena para que la regalara. Le gustaba vivir sin nada. Antes de irse a vivir al norte, estuvo en Chiloé, en Valparaíso, en el Cajón del Maipo y en Zapallar. Ahí compró un terreno que después le regaló a la municipalidad, para que pusieran columpios para los niños".
Fue, en una de sus andanzas, que conoció a Violeta Parra. En efecto: su relación con la cantora no es un mito. Violeta le dedicó la canción El joven Sergio, que apareció en su álbum Composiciones para guitarra (editado por Odeón en 1957) y él, después, ilustró con sus fotografías su libro Cantos folklóricos chilenos, publicado por Zig-Zag, a finales de los 50. "Un día aparecieron en mi casa. La Violeta tenía un carácter fuerte y me dijo que le molestaba que la gente no valorara su forma de tocar la guitarra, solo porque ella no había estudiado. Esa vez el Queco le pidió que tocara para nosotros. Así es que ella cantó", agrega su hermana.
Planeta espiritual
Sin duda, lo más importante en la vida de Sergio Larraín es, también, lo más desconocido. Porque él nunca sintió satisfacción con el éxito. La fotografía solo fue la antesala de una búsqueda obsesiva de lo que podríamos llamar "la verdad" espiritual. "Para él lo esencial era como un instante, que había que atrapar y que estaba más allá de uno. Y la fotografía era una herramienta para eso. El prestigio, la fama, no tenían mayor interés", dice el Premio Nacional de Arquitectura, Cristián Valdés, su amigo desde los 11 años y el único conocido que, además de los familiares, viajó desde Santiago para estar en sus funerales en Tulahuén.
Su intensa búsqueda espiritual comenzó con el catolicismo transmitido en el colegio Saint George's. Su hermana Luz cuenta que él le enseñó a rezar el rosario y también, poco antes de morir, cuando le hizo una de las pocas visitas en Tulahuén, él le confesó que de chico había querido ser cura. Pero, como todo en su vida, la búsqueda era expansiva. Pasó por el hinduismo, que adoptó en los 60, y luego quedó definitivamente marcado por su incorporación al movimiento Arica, liderado por el boliviano Óscar Ichazo. Fue en los setenta, en el mismo momento en que decide abandonarlo todo.
El Arica era una escuela esotérica de la que formó parte también el siquiatra chileno Claudio Naranjo, entre otros. Allí Larraín elaboró su propia filosofía de vida. Pero esta búsqueda estaba mezclada con una especie de paranoia: sin duda, le tenía miedo al mundo. "Su incorporación en el Arica coincide con el golpe militar, y mi papá, además de irse al norte a transmitir estas enseñanzas, temía que lo agarraran los militares. Y, cuando fue la amenaza de guerra con Argentina, se fue a los cerros a refugiar", cuenta Gregoria, quien manifiesta abiertamente su rechazo a algunas prácticas del grupo Arica que ella sufrió en carne propia. "Por ejemplo, había un ejercicio para dominar el ego. Tú te ponías frente a un espejo y los otros te disparaban todos tus defectos, primero los físicos –desde la punta del pelo hasta los pies– y luego los de personalidad. Ymi papá creía que con eso tú te elevabas, 'pasabas a otro nivel', esa era su frase favorita".
La preocupación espiritual iba de la mano con una voz de alarma por la destrucción del planeta. Cuando aún la palabra ecología no estaba en el lenguaje masivo, él ya tenía un pensamiento acerca de la necesidad de preservar los recursos naturales y controlar los efectos de la sobrepoblación mundial. "El tema ya se estaba hablando desde los años 70, a raíz de la crisis del petróleo", sigue Valdés. "Pero él tenía una perspectiva nueva, centrada en las actitudes espirituales que había que tener para vivir."
Desde su retiro, Larraín se dedicó a editar libros artesanalmente y cartas a su gente más cercana, en los que difundía sus ideas con una convicción que, muchas veces, rayaba en el fanatismo. Emplazaba a sus amigos y familiares a tomar conciencia sobre cuán aberrantes eran sus vidas mundanas, cosa que a menudo generaba anticuerpos y más distancia en sus precarias relaciones. "Queco tenía reacciones curiosas, por decir lo menos", dice Valdés. "De ser un amigo muy próximo, de repente atacaba a la gente que más quería porque, según él, estaban destruyendo el planeta o porque tenían demasiados hijos. En mi caso, mantuvimos siempre un vínculo y un respeto porque, de alguna manera, yo vivía en una especie de ley adecuada para él. Lo que había en él era, sobre todo, una angustia espiritual".
"Lo único por lo cual luchó mi padre en estos últimos 30 años, fue por salvar el planeta, construir un mundo consciente, hacer que el yoga entre a todos los niveles de la sociedad. Él quería que la gente alcanzara el satori, la iluminación. Esperaba que cada persona tuviera los medios y la claridad para realizarse. Murió con esa fe y esperanza", dice Gregoria, quien asegura que una de las últimas cosas que le transmitió antes de su muerte fue su inquietud por el hecho de que un puñado de países tuviera todavía bombas atómicas.
El padre y el gurú
Para los lugareños de Ovalle y Tulahuén, Larraín fue un gurú; para sus hijos, un padre difícil. Tuvo dos hijos con dos mujeres. Tras varios noviazgos de juventud con algunas de las más codiciadas bellezas de la época –muchas de ellas, como él, veraneantes en Zapallar, balneario en el cual los Larraín compraron una casa a principios de los años 40– en 1960, el buenmozo y talentoso fotógrafo se casó con una peruana de familia acomodada, Francisca Truel Bressoud, madre de Gregoria, con quien vivió pocos años. Luego, a mediados de los 70, se emparejó con Paz Huneeus y tuvieron un hijo a quien bautizaron como AO. Más tarde, él mismo se cambiaría su nombre al de Juan José.
Luego de separarse de su segunda mujer, Larraín sostuvo una lucha tenaz para quedarse con el niño. Y lo logró. Juan José quedó a su cuidado y lo educó con gran rigor. "Me obligaba a meditar. Era aprehensivo. Cuando yo era más chico a veces no me dejaba salir, porque tenía miedo de que me cayera a un canal. No me dejó conocer el mundo real. Yo me arrancaba a la casa de mis compañeros, para poder ver tele", dice Juan José, quien hasta ahora vive en Tulahuén, donde instaló un taller mecánico.
En Ovalle, Larraín compró una casa apenas llegó a la zona. La única casa ciega, sin ventanas, en esa vereda de fachada continua. Aquí, hasta sus últimos días, practicó y enseñó yoga, meditación y pintura a la gente de la zona. En este espacio negado al exterior, recibía a los integrantes de la llamada "La Escuela", personas del pueblo que hasta ahora se autodenominan sus "seguidores". A ellos les habló de la importancia de vivir permanentemente en el presente, les dijo que la grandiosidad del ser humano reside en identificarse y fundirse con la creación de Dios, y no en el cultivo del ego. También les inculcó el respeto por la naturaleza y les advirtió sobre los riesgos para el hombre y la tierra del sistema imperante. Ellos eran su gente. La gente nueva, sin riquezas, sin poder, sin formación académica ni éxito profesional, sin los gustos culturales de la elite aristocrática y cosmopolita dentro de la cual él había crecido.
Fueron también ellos quienes hablaron en su funeral y colocaron una cartulina en la capilla en la que se leía su orgullo de que "Don Sergio" hubiera elegido ese aislado pueblito para vivir. Y junto a sus familiares se encargaron de su entierro en un típico cementerio nortino, rodeado de tumbas cubiertas de flores de plástico de colores, bajo un sol abrazador. Y cantaron en trance antes de depositar su cuerpo en la fosa. "Dentro del ataúd –aclara la hija– no como se ha dicho en los medios". Esa fue la última leyenda que la prensa se encargó de difundir: que antes de morir Larraín habría pedido que su cuerpo se depositara directamente sobre la tierra.
El libro que viene
En septiembre de este año aparecerá El espejo arborescente, del historiador del arte Gonzalo Leiva (editorial Metales Pesados), que presenta la vida y obra de Sergio Larraín. El libro revisa la relación entre la biografía y la producción fotográfica de Sergio Larraín, dispersa en más de 50 libros de todo tipo.
“Ubica lo que amas y empiézalo desde su base (a cualquier edad) asítomas el hilo de la realidad en lo que es tu amor ahí te conectas. Adaptarse es perder el camino. Quieren hacértelo aceptar, lo que no es perfecto, ¡no los dejes!”. (Fragmento de un cuaderno de Sergio Larraín)