Lo conocí en 2018, cuando llegó como residente a la clínica donde trabajaba. Me gustó de inmediato: sus ojos, su personalidad, esa mezcla de seguridad y vulnerabilidad que parecía envolverlo. En 2019 comenzamos a salir. Me contó que venía de una relación tóxica, que había sufrido violencia física y psicológica. Dijo que le costaba confiar, que tenía miedo de enamorarse de nuevo.

Yo quise ser quien lo ayudara a sanar.

Durante la pandemia, todo parecía ir bien, aunque había un detalle que me inquietaba: no me presentaba a sus hijos, a su familia ni a sus amigos. Solo conocí a unas cuantas personas que él llamaba “conocidos” del edificio donde vivía. Pensé que era cuestión de tiempo, que necesitaba espacio para sentirse seguro. Pero cuando la pandemia terminó, todo empezó a desmoronarse.

Yo quería avanzar, compartir nuestra relación con el mundo, viajar juntos, celebrar el amor que sentía por él. Ya lo había presentado a mi familia, a mis amigos, a las personas que eran importantes para mí. Pero él seguía ocultándome. Su excusa era siempre la misma: no podía contarle a su ex esposa porque era “complicada”, porque si se enteraba le quitaría a los hijos. Cada vez que hablaba de ella, la describía como un monstruo. Era su forma de hablar de todas las mujeres en su vida: su ex pareja, su madre, incluso sus antiguas compañeras.

Así pasaron cinco años, en un círculo de manipulación, anonimato y una constante sensación de que yo tenía que salvarlo. Que tenía que quererlo más porque, según él, todas lo habían tratado mal.

En enero de 2023, se fue de vacaciones con su ex esposa y sus hijos. Dijo que era por los niños, que no podía dejar de estar presente para ellos. Me convencí de que tenía sentido, aunque en el fondo me dolió. Volvió a hacerlo en las vacaciones de invierno. Y en agosto, partió con ellos a Punta Cana. Mientras ellos compartían como “la familia feliz”, yo seguía en las sombras, tratando de justificarlo.

En diciembre de ese año, no pude más. Huí de la relación. Fue la única forma que encontré de no caer nuevamente bajo su manipulación, de escapar del juego que creaba en mi mente donde siempre me hacía sentir que el problema era yo: mis pensamientos, mis emociones, mi forma de ser.

Pero en junio de este año, volví a caer. Creí en sus promesas, en su arrepentimiento, en todo el amor que me juraba. Quise darle otra oportunidad, pensando que las cosas podían ser diferentes. Hasta que en noviembre, mientras cenaba con amigas en Barrio Italia, lo vi. Estaba con otra mujer. Me vio por el reflejo de un espejo y, como si nada, me envió un mensaje: “¿Nos podemos juntar ahora?”. Pensó que no lo había visto, pero lo vi... y mi corazón se rompió en mil pedazos.

Llena de rabia, fui a su departamento. Quería enfrentarme a él, decirle todo lo que no no le había dicho cuando huí la primera vez. Quería preguntarle por qué me juraba amor mientras estaba con otra. Toqué el timbre, pero no abrió. En su lugar, envió a las “conocidas” de su edificio, las mismas con quienes había compartido momentos. Me gritaron, me empujaron, me golpearon. Él, detrás de la puerta, dejó que me hicieran todo eso. El mismo hombre que, solo una semana antes, me decía que yo era el amor de su vida, no fue capaz de salir, de darme la cara, de asumir lo que había hecho.

Corrí, llena de miedo, frustración y pena. Cuando llegué a mi departamento, me puse a reflexionar. Pensé en todas las mujeres que él había nombrado como “monstruos”: su madre, su ex pareja, su ex esposa… todas. Y entonces me di cuenta de algo: los monstruos no eran ellas. El monstruo siempre había sido él.

Escribo esto para todas las mujeres que han vivido bajo la manipulación. Para todas las que han sido tachadas de monstruos. Para mí misma, porque esta es mi forma de expresar lo que han sido estos años.

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* Rocío es un seudónimo. El nombre real de nuestra lectora lo mantuvimos en reserva porque quiso proteger su identidad. Si como ella tienes una historia que contar, escríbenos a hola@paula.cl.