Leonardo Venegas (32) llega todos los días al gimnasio de rehabilitación, en el subterráneo del Hospital Clínico de la Universidad de Chile, a través de un pasillo largo y oscuro. Empuja una silla de ruedas mientras escucha algún éxito ochentero que sale de su pendrive. Avanza hasta un espacio con tres habitaciones grandes, colchonetas, pesas y máquinas para pedalear, que tiene por únicos adornos un reloj de pared y una imagen del padre Pío, al que se le atribuyen sanaciones milagrosas.
Leonardo saluda con un apretón de manos a su kinesiólogo, con un beso a la fisiatra y por el nombre a cada uno de los pacientes que vienen como él al gimnasio a recuperar parte de la movilidad perdida. Todos tienen lesiones neurológicas.
La primera vez que Leonardo vino a este gimnasio, hace nueve meses, lo hizo acostado en una camilla. No era capaz de sentarse. Tampoco podía mover sus piernas. Tras el accidente de tránsito que había sufrido en febrero de 2008, los médicos le habían dicho que no volvería a caminar.
Ahora, en una tarde de noviembre, Leonardo se levanta de la silla de ruedas con la fuerza de sus brazos. Apoya los pies temblorosos en el suelo y se sujeta de la baranda de la pasarela. Dándose un impulso, se sube a la caminadora, lejos, su máquina favorita: en ella, aprende de nuevo a andar.
–Te voy a poner diez minutos– dice Román Alarcón, el kinesiólogo, mientras programa el tiempo en la máquina.
–Ponle quince, mejor– dice Leonardo.
El barranco
El 15 de febrero de 2008, Leonardo y su polola viajaban en bus hacia Quintero, donde pasarían un fin de semana. Atardecía cuando el chofer perdió el control en una curva de la ruta F-14, que une Puchuncaví con Nogales.
Leonardo vio cómo las ramas de los árboles chocaban contra el parabrisas mientras el bus caía cincuenta metros por un barranco. No sabe cuánto tiempo estuvo inconsciente, pero aún quedaba un poco de luz cuando despertó. Eran las nueve de la noche. A lo lejos, escuchó quejidos y llantos; estaba de espaldas sobre la tierra, fuera del bus y cubierto por bolsos de viaje. Vio que Luz, su polola, lloraba. Cuando quiso pararse, fue incapaz de moverse y sintió un dolor intenso en la parte baja de la espalda, que se extendió hacia las piernas.
–Cálmate, no llores– dijo Leonardo estirando su brazo hacia su polola, sin alcanzarla.
–Me duele mucho– dijo Luz.
–Si sé, a mí también, pero es mejor estar tranquilos.
Ya estaba oscuro cuando los bomberos los subieron con un canastillo hasta la carretera. Luz partió en una ambulancia al consultorio de La Calera, donde diagnosticaron que se había quebrado una costilla y tenía una lesión leve en la columna; esa misma noche la dieron de alta. Leonardo partió en otra ambulancia al consultorio de Quillota y de ahí al hospital Van Büren de Valparaíso, donde se encontró con sus padres. Toda la noche se quejó de dolor de piernas. Le inyectaban morfina, pero el dolor volvía.
A la mañana siguiente, recostado en una cama del hospital, supo lo que pasaba. La noticia se la dio un doctor joven que entró a su pieza con una radiografía de columna en la mano.
–Tienes un traumatismo raquimedular T12– le dijo.
–Doctor, pero a mí me duelen las piernas– reclamó Leonardo.
–El problema no son las piernas, Leonardo, sino la médula. Tu lesión medular está en el segmento vertebral T12–L1. Las funciones neurológicas que están por debajo de la lesión se han perdido.
Leonardo no entendió mucho lo que decía el doctor.
La médula espinal es parte del sistema nervioso y la principal vía de comunicación entre el cerebro y el resto del cuerpo. Se encuentra dentro de la columna, protegida por las vértebras. Consta de nervios motores, que transmiten información a los músculos y estimulan el movimiento, y de nervios sensitivos, que llevan información sensorial al cerebro, como la sensación de frío, calor o dolor. Cuando la médula se daña –ya sea por enfermedad o traumatismo– se pierden las funciones neurológicas que están por debajo de la lesión. La médula de Leonardo se dañó en el segmento final de la columna, por lo que sus piernas quedaron paralizadas y su vejiga dejó de vaciarse por sí sola; ese daño se conoce como vejiga neurogénica. Pero la lesión medular no fue total, quedó un remanente de función neuronal que le permite percibir sensaciones, como el dolor en las piernas.
–Lamentablemente, no vas a volver a caminar– agregó el médico.
El doctor le explicó que tendrían que operarlo para remover un pedazo de vértebra fracturada que comprimía la médula. Además, le colocarían unos pernos para fijar su columna, lo que aliviaría sus molestias. Leonardo se concentró en eso: en que la operación disminuiría su dolor.
Al cabo de un rato, ya solo en la pieza, pensó en las palabras del doctor: no volvería a caminar. "Me costó creerlo. Decía: 'debe haber una forma de arreglar la lesión, quizás el doctor está exagerando'", recuerda. Hasta que la idea empezó a hacerse real: después de todo, no podía mover las piernas.
En ese momento, su madre entró a la pieza.
–Mamá, el doctor dice que no voy a volver a caminar– dijo Leonardo.
La madre, Iris Alarcón, ya conocía el diagnóstico. Miró a su hijo en silencio y le hizo cariño en la cabeza. A los dos se les llenaron los ojos de lágrimas. Ésa fue la única vez, desde que ocurrió el accidente, que Leonardo lloró.
Mami Lila
Leonardo no podía dormir. Lo rondaba la pena y decidió evocar cosas que lo hacen feliz: las canciones de Bob Marley, ir al estadio a ver a la U, el manjar casero que hacía su fallecida abuela, Mami Lila. Sintió el sabor dulce en la boca y el recuerdo lo reconfortó. En voz baja, le pidió a su abuela que le diera fuerzas para enfrentar lo que le tocaba vivir.
A la mañana siguiente, llegaron sus amigos y familiares a verlo. "Tiene muchos amigos y muy buenos. Cuando fueron a visitarlo, él les decía que estaba súper bien, hacía bromas, se reía. Lo mismo con nosotros. Si nos veía con pena o preocupados, nos decía: 'Ya poh, no se achaquen'", cuenta Moisés, el hermano menor de Leonardo. Luz, la polola, fue a verlo al hospital, pero sus visitas se fueron espaciando hasta que el pololeo se terminó.
Leonardo es el hijo del medio y en su casa le dicen Bebi. Desde hace tres años trabaja en Estafeta, una empresa de transportes, donde, hasta el momento del accidente, coordinaba el despacho de los móviles. La madre es dueña de casa. El padre, Moisés Venegas así como el hermano menor, Moisés junior, son correctores de textos de revista Paula, oficio que también ha ejercido Carolina, la hermana mayor. Todos, menos Carolina que está casada, viven en la casa familiar en Conchalí.
Para la familia Venegas, el accidente de Leonardo fue un golpe duro. "Me dio rabia, me dolió cuando el doctor dijo que Bebi no volvería a caminar. No podía aceptarlo", dice la madre, quien prefirió no volver a hablar con los médicos. El padre, en cambio, los atajaba en el pasillo y les preguntaba qué opciones había por delante. "Tenía la secreta esperanza de que el estado de Bebi fuera transitorio, pero los doctores me decían que por experiencia y por libro, con esas lesiones era mejor no ilusionarse", dice el padre de Leonardo.
Un día Moisés padre se acercaba cabizbajo por el pasillo del hospital hacia la pieza de su hijo, cuando escuchó una cumbia. "Al asomarme, vi que tenía la televisión prendida y movía los brazos. Estaba bailando con las enfermeras y otros enfermos. '¿Cómo podía estar bailando?'. Me dio risa. Entonces pensé: 'Si Bebi no está haciendo de esto un drama, lo menos que podemos hacer como familia es sobreponernos a la pena y ayudarlo a tirar para arriba'", dice el padre.
Pequeños objetivos
El 4 de marzo, después de 18 días hospitalizado, Leonardo volvió en ambulancia a su casa en Santiago. Si bien la operación le había dado más estabilidad en la espalda y había disminuido el dolor, sólo podía estar acostado y mover los brazos. De noche, su familia hacía turnos para ayudarlo a cambiar de postura. Leonardo necesitaba ayuda para lavarse y vestirse. "Me dio mucha lata tener que pedir ayuda para cosas mínimas. Me sentía un cacho. Ahí dije: 'Tengo que salir de esto. Tengo que hacer que las cosas se normalicen'", recuerda Leonardo.
El 24 de marzo se internó por dos meses en el Hospital Clínico de la Universidad de Chile para iniciar su rehabilitación. Como no podía levantarse de la camilla, resultaba más fácil que estuviera en el hospital. Estaba ansioso como un niño en su primer día de colegio. Llevaba el pelo muy corto: "Me pelé porque estaba por comenzar una nueva vida", dice.
El problema no sólo estaba en las piernas: la lesión neurológica de la médula había afectado la coordinación de sus brazos. La primera doctora que lo atendió planteó, como objetivos de la rehabilitación, mejorar la fuerza y el control motor de la musculatura de sus brazos y tronco hasta conseguir estabilidad suficiente para sentarse. Acostado en una camilla en el gimnasio del hospital, Leonardo empezó a fortalecer sus bíceps.
–Haz cinco series de diez repeticiones– le dijo Román Alarcón, mostrándole cómo tenía que tomar las pesas.
Leonardo hizo diez series de diez.
Desde ese día, hizo el doble de los ejercicios que su entrenador le dio. "Podía más", explica. Y luchó por pequeños objetivos. "Nunca pensé en grande, no decía 'voy a caminar'. Para no estresarme, no me puse plazos. Mantuve mis expectativas bajas y perseguí avances mínimos: sentarme en la silla de ruedas era lo más lejos que llegaban mis pensamientos", dice.
Lo consiguió: primero, inclinando unos grados la camilla; luego, sentado completamente, apoyado en un cojín. A un mes de iniciada la rehabilitación, llegó al gimnasio en silla de ruedas. "Todos los pacientes me aplaudieron. Yo estaba feliz: por fin podía trasladarme solo".
Despertar las piernas
La doctora Paola Riffo, fisiatra que supervisa la recuperación de Leonardo, dice que los avances de un paciente dependen fundamentalmente de él. "El mayor potencial de Leonardo es su excelente salud mental: es súper positivo", dice. El equipo médico que lo atiende lo bautizó como "el paciente estrella", por su espíritu. "Su caso es completamente atípico. La mayoría de los pacientes con lesiones neurológicas se deprime y necesita apoyo para recuperar el ánimo. Leonardo, en cambio, se motiva solo", agrega la doctora.
Una vez que Leonardo se sentó, la fisiatra le planteó otro desafío: despertar la musculatura de las piernas. Román Alarcón le daba pequeños golpes en las piernas, le hacía masajes y le aplicaba leves descargas de corriente. En sus noches insomnes, Leonardo se concentraba, miraba fijamente sus pies e intentaba mover los dedos. "¡Despierten!", decía. Su esfuerzo mental era tan intenso que le dolía la cabeza. La tercera noche movió un dedo. "¡Puedo moverlo!, ¡Puedo moverlo!", llamó entusiasmado a la enfermera.
De día, el kinesiólogo elongaba y doblaba las piernas de Leonardo, hasta que sus músculos tuvieron la fuerza suficiente para comprimir un cojín. Días después se subió a la bicicleta estática. Como sus pies caen lánguidos, el kinesiólogo los amarró a los pedales. El primer día, Leonardo terminó con la cara empapada de sudor y un fuerte dolor de cabeza. Apenas pudo mover las piernas. Pero al séptimo día de ensayo, los pedales giraron.
Iris, que estaba en el gimnasio, vio cómo su hijo volvía a pedalear y se acercó a besarlo y abrazarlo. Y también vio cómo, después de un mes y medio de rehabilitación, se ponía de pie con la espalda amarrada a un tablón que le permitía sostenerse.
El desvío
El sistema nervioso puede dar sorpresas. Es lo que dice RománAlarcón cuando habla de Leonardo. "Una parte de la recuperación es esperable, pero otra es mágica y tiene que ver con cuánto puede reconectarse el sistema nervioso", dice. Y luego explica que la médula es como una carretera. "En el caso de Leonardo, la vía al sur, la que conecta al cerebro con las piernas, está parcialmente cortada. Si se hubiera cortado del todo, no habría nada que hacer. Pero como el corte es parcial, los nervios han ido tomando un desvío para seguir su camino", dice. Explica que ese desvío se ha construido con la rehabilitación.
En mayo de 2008, justo antes de que lo dieran de alta, Leonardo se subió por primera vez a la caminadora. Su hermano Moisés registró el momento con una cámara de video. En la grabación se ve cómo Leonardo usa los brazos para afirmarse con fuerza de las barras de la máquina. Cuando la cinta se echa andar, Leonardo da un paso titubeante y luego otro. En su cara se nota el esfuerzo, pero entonces mira a la cámara y sonríe.
En agosto de 2008 se sometió a su segunda operación. Ronald Schulz, traumatólogo especialista en columna, había detectado que Leonardo todavía tenía una inflamación en la médula. "Un escalón del cuerpo vertebral la comprimía, lo que disminuía las posibilidades de recuperación. Con la cirugía, su médula quedó libre para continuar su proceso reparativo", dice.
Leonardo está de vuelta en su casa. Se viste y se baña sin ayuda. Usa muletas para ir de su pieza al living y va en radiotaxi al gimnasio del hospital, con su silla de ruedas en el maletero, a continuar con su rehabilitación.
¿Hasta dónde puede llegar? La fisiatra, el kinesiólogo y el traumatólogo que lo atienden no se atreven a responder. Se considera que la recuperación física termina –explican– cuando el paciente llega a su tope y no avanza más. La meta que toda rehabilitación persigue es la reinserción social: volver a tener una vida normal.
Leonardo tampoco sabe hasta dónde será capaz de llegar y el tema no lo angustia en absoluto. "Yo encuentro que la gente se hace tanto problema por cosas sin importancia. Mi mamá, por ejemplo, si se le olvida comprar el pan para el desayuno del día siguiente se complica entera. Yo la miro y le digo: 'relájese, no le dé más vueltas, no ve que lo pasa mal por algo que no vale la pena'. Creo que al tomarme la vida así, algo tengo de razón".