“Tiene un nombre, un apellido. Tiene una ocupación, un trabajo. Tiene una casa, una familia. Tiene una esposa; tiene dos hijos, pero yo no soy uno de ellos. Fui su primogénita, sí, pero él nunca me ha llamado “hija” y yo nunca lo he llamado “papá”, porque no lo es. Sólo nos une una cosa: la genética, y la diabetes que me heredó.

Mi mamá murió cuando tenía once meses, exactamente seis días antes de que yo cumpliera un año. Nació con una enfermedad cardíaca congénita, así que el tenerme realmente fue un “milagro”. Ella le decía a mi abuela que algún día le daría un nieto o nieta, porque sabía que iba a morir joven y, de algún modo, quería que quedara un pedacito de ella en esta Tierra. Nadie pensaba que sería posible. ¿Cómo una cabra tranquila, “quitada de bulla”, de pocos amigos y de cero pretendientes iba a quedar embarazada?

Supongo que fue porque se enamoró de uno de sus vecinos y de sus pocos amigos. Al menos así lo dejó registrado en la decena de cuadernos de poemas y diarios de vida que escribió. A ratos parecía ser un amor correspondido, por cómo contaba las cosas; pero lo cierto es que mi mamá siempre terminaba sufriendo. En fin, el fruto de ese amor sufrido soy yo: Valentina Nicol González Cofré. Llevo los mismos apellidos que tenía mi mamá, porque mis abuelos me adoptaron legalmente como su hija.

La leyenda dice que cuando mi mamá le contó a la familia sobre el bebé en camino todos se alegraron. El siguiente paso era avisarle al padre de la buena noticia. Mi mamá no quería; prefería tenerme para ella sola, pero sus hermanos hicieron caso omiso y lo notificaron. ¿Qué respondió? No sé el diálogo exacto, pero dijo algo como “Yo no fui”.

Luego de eso, mi familia se cambió de comuna. Mi mamá no quería que él la viera paseándome en coche por la plaza central donde, seguramente, se solían ver. Y así fue: no tengo recuerdos de la casa donde nací ni en la que viví con mi mamá. Ni, por supuesto, de ella.

Fui criada por tres mujeres implacables: mi abuela y mis dos tías. Mi tío, el único hijo entre puras mujeres, se casó cuando yo tenía apenas dos o tres años, así que no participó de mi crianza. Mi abuelo materno siempre fue eso: mi abuelo, además del señor que dejó a mi abuela por una mujer menor cuando mi mamá tenía diecisiete años.

Nunca tuve una figura paterna en mi vida y nunca la necesité. Veía a mis tías trabajar y sustentar la casa; pintar las paredes y arreglar la lavadora. Ellas y mi abuela hacían todas las cosas que también se suponía debían hacer los hombres, según los estereotipos de género de los 2000. Siempre vivimos en una burbuja llena de poder femenino.

Nunca quise hacer muchas preguntas sobre mi papá. Era inevitable que las tuviera cuando escuchaba hablar a mis compañeros y compañeras de colegio sobre sus ‘papis’. “Cuando seas más grande te vamos a contar”, me dijeron una vez a los cinco años. Esperé hasta tener diez para repetir la pregunta. Y me respondieron lo que relaté más arriba. La verdad no me sorprendí. Había visto varias teleseries hasta ese entonces, así que me imaginé cómo era mi historia.

Nunca sentí la necesidad de conocerlo, como sí me pasó (y me sigue pasando) con mi mamá. ¿Por qué querría tener en mi vida a alguien que me negó?

Hasta que un día, cuando tenía trece años, de casualidad, revisando los viejos cuadernos y agendas de mi mamá, encontré una lista con teléfonos fijos. Entre ellos estaba el de él: su nombre y apellido, lo único que sabía. Nerviosa marqué los números esperando a que me saliera una grabación tipo “El número al que usted llama está vacante”, pero en vez de eso sonó, sonó y sonó. Nadie contestó. Era enero, verano, así que pensé que podía estar de vacaciones. Le conté de mi hallazgo a una de mis tías y ella dijo que en un par de semanas llamaría a ver si tenía suerte. “¿Quieres saber de él?”, me preguntó. “Sí, tengo curiosidad”, respondí. Y así era. Tenía curiosidad por saber cómo era mi mamá fuera de los relatos familiares. Necesitaba armar de a poco un retrato más claro de ella y creía que él podría ayudarme.

Y tenía razón: estaba de vacaciones y por eso no contestó el teléfono. La realidad era que estaba casado y tenía dos hijos. El mayor solo tiene un año menos que yo. No voy a mentir, ese dato sí me pegó.

Mi tía le contó sobre mi deseo de saber más de mi mamá y de mi historia. Le propusimos hacer un examen de ADN, sólo para confirmar que fuese mi padre biológico y disipar sus dudas iniciales. Le dijimos que nuestra intención no era pedirle plata, ni nada por el estilo. El día en que me tomaron la muestra de sangre estaba muy nerviosa. Creía que nos podríamos encontrar en la recepción del hospital, mientras firmábamos los papeles, pero por suerte no fue así.

Me sentía viviendo una teleserie. Y para darle más suspenso a la novela, cuando fuimos a buscar el resultado, sorpresa: el ADN dio negativo. No era hija de él. Pensé que entonces no era hija de nadie. Fue un remezón fuerte, ahora sí me sentía perdida, no sabía nada de mi origen. Pero mi familia estaba convencida de que había un error y pidió que repitieran el test. Pasó lo obvio, lo que por un lado quería que ocurriera y por otro no: el resultado fue positivo.

Desde que tuvimos el último resultado del ADN y logramos poner una fecha para el primer encuentro, pasó casi un año. A esa cita iría con mi tía y él supongo que solo. Parece que la junta iba a ser en un mall, bien casual. Admito que a mis quince años no dormía pensando en los múltiples escenarios en los que nos podríamos conocer. A pesar de todo, una parte de mí deseaba tener una relación padre e hija, recuperar los años perdidos, sentir esa sobreprotección que se asume que los padres tienen con sus hijas. Pero por otro lado sabía que eso no iba a pasar. No era lo que yo quería realmente. Mi intención no era formar parte de su vida, sino que su relato me ayudara a que mi mamá fuera más parte de la mía.

Ese encuentro nunca se concretó. Cada vez que elegíamos fecha, algo le pasaba, casi siempre se le moría un familiar, según él. La única vez que tuvimos contacto fue un día que mi tía lo llamó por teléfono para intentar concretar la cita. De repente, sin preguntarme, me pasó el celular y escuché su voz: “Hola, Valentina… ehhh, bueno, yo soy tu supuesto papá”, me dijo con un tono nervioso. No recuerdo qué más me dijo. Pero nunca voy a olvidar la palabra “supuesto”. En ese momento me molestó, porque creí que seguía ignorando el examen de ADN, pero ahora lo entiendo: no era mi papá. No lo es, ni nunca lo será.

Con los años, mis anhelos de tener una conversación con él pasaron a ser resentimientos. Sus hijos no son mucho menores que yo. Me pregunto si él alguna vez pensó en mí cuando su hijo mayor estaba entrando a primero básico o cuando a su hija le llegó la regla. ¿Se habrá dado cuenta de que yo pasé por lo mismo casi al mismo tiempo?

Por cosas de la vida que no vale la pena explicar, tengo a sus hijos en redes sociales. Nunca había visto una imagen de él hasta la pandemia, cuando empezaron a subir videos con él mostrándolo como el mejor papá del mundo. Y probablemente lo es, sólo que eligió no ser el mío.

Existe esta creencia de que quienes tuvieron padres ausentes en su infancia o padres disfuncionales tienen los típicos daddy issues, y que básicamente buscan llenar ese vacío de protección paternal con sus parejas, profesores, amigos, etcétera. Nunca me he sentido así, la verdad. Creo que es otro estigma que debemos derribar como sociedad. No es novedad que alguien no tenga papá. No es novedad que alguien haya crecido bajo el alero de una familia no nuclear. Las familias son mucho más que mamá, papá e hijo o hija. Yo no tuve una así. Crecí sin mamá y sin papá, pero aun así tengo una familia.

Nunca necesité a mi papá, pero sí necesito a mi mamá. Después de más de catorce años en la dinámica tóxica de saber que mi progenitor existe, pero no en mi vida, creo que es tiempo de dejarlo ir y buscar otras formas de conocer mejor a mi mamá. Él, definitivamente, no es el camino.

Para el Día del Padre en el colegio nos hacían confeccionar tazas, carteles y diversos regalos. Yo no me sentía cómoda entregándoselos a mi tío ni a mi abuelo, así que cada año le tocaba a una de mis tías o a mi abuela. Ellas lo merecían de sobra.

No tengo papá. No lo necesito y no lo necesitaré”.

Valentina González Cofré tiene 27 años, es periodista y editora de libros. En Instagram es @estrafalariaa