El “patito feo” que nunca fui
“El cuento El patito feo narra la historia de un patito que siempre se vio diferente a sus otros hermanos y, por lo tanto, feo. Las cosas cambiaron para el pequeño cuando comenzó a crecer y se dio cuenta de que, en realidad, nunca fue un pato, sino un cisne. Es decir, a la vista objetivamente más hermoso por su frondoso plumaje y gran prestancia.
Esta fábula infantil no solo nos acompañó a muchas en los cuentos de buenas noches, sino que también se convirtió en un estereotipo social y, por qué no, de género. En redes sociales ahora se le dice glow up al cambio, para mejor, de quienes en su infancia y/o adolescencia se vieron diferentes y feas o feos. Es común ver en las series y en las películas el clásico ejemplo de la chica nerd de la clase que usa lentes, se viste desaliñada y es socialmente marginada por su imagen. Pero algo pasa: ocurre un milagro, se pone falda, brillo labial y automáticamente es un cisne.
Yo me sentí el patito feo durante mi infancia, mi adolescencia y gran parte de mis actuales 27 años.
Mido 1,73. Soy alta en un país donde la mayoría de la gente no lo es. En kínder era más alta que todas mis compañeras y compañeros. Esa fue mi primera inseguridad, y la más grande hasta la mitad de mi época universitaria. Mi nombre no era Valentina, era Jirafa. Me daba vergüenza ser alta. Me daba vergüenza el comentario de ‘Uy, no parece de cinco años’ de los adultos cuando me conocían. Me daba vergüenza ser más alta que la mayoría de los niños de mi edad, porque crecí en una cultura donde el hombre debe ser el más alto.
El bullying no solo era físico, sino también emocional e intelectual. Era tímida, me costaba hablar con mis compañeros y, mucho más, en público. Trataba de minimizarme para no ser un objeto de burla, para que no me dijeran ‘jirafa’, para que quienes me molestaban no se dieran cuenta de que estaba ahí. Recuerdo varios episodios de mi fase de patito feo, sin esperanzas de ser un cisne, que me marcaron; como cuando a los 9 años conté en frente de unos compañeros que quería ser periodista y uno dijo burlándose ‘Pero cómo, si no sabe ni hablar’ En otra oportunidad, un compañero nuevo, que ya llevaba un semestre en el curso, estaba repartiendo pruebas, y al leer mi nombre no supo quién era yo. ‘Ohhh, no te conocía. Nadie te conoce parece. Eres la nadie del curso’. La nadie del curso. Me sentí nadie por mucho tiempo porque alguien me redujo a eso.
Pasando por recuerdos que tienen que ver con la imagen, inolvidable aquella lista en séptimo básico en la que nos calificaron a las mujeres en orden descendiente por nuestra belleza. Yo estaba en el penúltimo lugar. El último lo ocupaba una compañera a quien precisamente molestaban por ser ‘fea’. Ese era su apodo. El mío era ‘jirafa’.
‘Qué asco. Preferiría darle un beso a la X que a ti’, me dijo una vez un compañero en primero o segundo medio, sin que nadie le preguntara, aludiendo a que había incluso una ‘peor’ opción que yo.
Aparte de los comentarios que tenía que aguantar en el colegio, en la casa tenía que soportar los míos cuando me miraba al espejo y no me gustaba, cuando me sentía gorda y creía que eso era algo malo; cuando creía que solo tendría amores platónicos porque ningún hombre me iba a querer. ‘Nunca vas a encontrar un pololo siendo tan alta’, me dijo la mamá de una compañera de curso una vez. Sabía que era el patito feo, pero también sabía que no me convertiría en un cisne.
Recuerdo mi lucha contra mi apariencia física. Acompañaba a mis compañeras al baño en el recreo de almuerzo a que se arreglaran el pelo, se pusieran brillo labial y cosas así. Yo me quedaba afuera, no era capaz de mirarme por más de los segundos obligatorios en los que pasas frente al espejo para lavarte las manos. Me daba vergüenza salir a la calle en ropa que no fuera mi uniforme de colegio. Evitaba mostrarme en público, sobre todo si tenía chances de encontrarme con algún compañero o compañera de curso.
Como mujer heterosexual siempre pensé que los hombres me trataban diferente por mi imagen, por no ser ‘linda’. Cuando un vendedor en una tienda era pesado conmigo, yo asumía que era por mi apariencia. Por eso desarrollé un escudo de autodefensa y decidí ser yo la pesada con cualquier hombre antes de que este me hiciera sentir inferior, según mis propios pensamientos. Asocio esto a que la mayoría de los que me hicieron bullying fue hombres.
Antes de los veinte años asumí que nunca me iba a gustar, que tampoco estaba obligada a hacerlo, así que ignoré mi autoestima. No existía. Durante años me privé de usar ciertos tipos accesorios, ropa o maquillaje que fueran muy llamativos y resultaran discordantes con mi personalidad y apariencia, porque sabía que la gente se podía burlar de mí. Lo mismo me pasaba con mis opiniones. En la universidad también hubo personas que me dijeron que mis ideas no eran lo suficientemente válidas, así que también me las callé por un tiempo. Después de todo, estaba acostumbrada a esa tónica.
Cuando empezaron los movimientos de body positive y amor propio, me alegré. Sentí que por fin podría hacer lo que quisiera sin el miedo a las burlas. Pensaba ‘Qué valiente esta niña que se pone ropa ajustada siendo gorda’, porque eso es lo que erróneamente nos vendía la prensa y el marketing. Ahora no dudo ni un segundo en que ese es un pensamiento gordofóbico.
Me emocioné con testimonios de chicas que encontraron la autoaceptación mediante la instrospección, las frases de amor propio que se dijeron a diario y tantas otras prácticas que a mí no me funcionaron, porque sabía de frentón que no era lo que, al menos, yo necesitaba. Tampoco era la aprobación de un hombre, pero sí admito que cuando uno hacía un comentario agradable sobre mi aspecto me sentía validada. Y no niego que hasta ahora pasa. Es la cultura en la que crecí y es difícil salirse de ese molde sin una lucha diaria.
Preferí enfocarme en mi autoestima emocional e intelectual. Decidí abrazar mis capacidades, confiar en ellas, siempre con cautela, y empezar a hablar, aunque me temblara la voz y se me apretara el estómago cada vez que lo hacía.
No sé en qué momento específico pasó, pero de pronto me empecé a atrever a maquillarme más. Me sumé a la moda de los brillos tipo Euphoria, perfeccioné mi delineado de gato y hasta usé labial rojo. A diferencia de lo que pensaba cuando tenía veinte años, nadie se rio de mí. Ni siquiera yo.
Durante el último tiempo he recibido comentarios positivos sobre mi apariencia (no solo de hombres hetero), varios de ellos asociados a mi pérdida de peso, pero ese ya es otro tema que tiene que ver con asociar la belleza con los cuerpos delgados. Me he estado vistiendo con lo que quiero, con prendas más ajustadas, con transparencias, he tratado de dejar el negro e incluso ahora me gusta pensar en qué me voy a poner. He sentido alivio y también alegría porque el tema de mi imagen corporal ya no sea una inseguridad más en mi vida (por el momento), pero también he pensado que cómo me voy a aliviar por ese tipo de ‘tonteras’.
La psicóloga feminista Nerea de Ugarte López y fundadora del colectivo La Rebelión del Cuerpo compartió un post en Instagram (@nereadeugarte) en el que comenta que, en diversos contextos de discusión sobre temas de género, aparece la palabra ‘banal’ por preocuparse de la autoestima física, con frases como ‘Sé que hay cosas mucho más importantes que discutir, pero…’ o ‘Me siento súper ridícula sintiéndome así cuando hay tanta cosa pasando’. Pero Nerea tiene razón en algo: ‘No es banal que por mandatos de un sistema que lucra con una insuficiencia impuesta y naturalizada nos sintamos disconformes de ser vistas, escuchadas, incluidas, visibilizadas. De hecho, es lo menos banal de la galaxia si somos tantas que sienten lo mismo, así que dejemos de darle en el gusto al sistema y hablemos de todo eso que nos roba la libertad de existir. Jamás será banal problematizar sobre aquello que asegura que nuestra inexistencia; al contrario, es lejos lo más relevante de poner sobre la mesa’.
Y es verdad. ¿Qué consideramos importante cómo nos sentimos con nuestra apariencia física?, después de todo crecimos en una cultura que nos enseñó que debemos buscarnos defectos para el bien de las industrias. Pero ¿qué pasa cuando me compro un labial porque quiero, porque me gusta; y no porque el comercial me asegura que me voy a ver sexy? Nos sentimos libres. Nos sentimos nosotras mismas, que es como me siento hoy. ‘Es que ahora proyectas algo distinto’, me dijo una amiga el otro día cuando le comenté sobre este ‘cisne’ que quiere asomarse en mi interior.
Aún me cuesta mirarme al espejo algunas veces. Nunca he ocupado aros, o un vestido, mucho menos un bikini; y así varias cosas asociadas a la feminidad.
Nunca voy a ser un cisne, porque nunca fui un patito feo. Fui diferente. Soy diferente, igual que todas y todos”.
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