“La próxima semana se cumplen cuatro años desde el día que mi Lucas decidió llegar a este mundo. Dicen que el tiempo todo lo cura y es cierto, ya no lloro como antes cuando cuento nuestra historia, pero es imposible para mí no pensar en lo difícil y traumático que fue el 31 de marzo del 2020.
Con mi marido vivíamos en Barcelona, disfrutando los mejores años de nuestras vidas. Todo hasta que recibí esa llamada. Era para notificarme que mi PCR era positivo, tenía 37 semanas de embarazo, y también Covid.
Lo primero que pensé fue que iba a estar bien, que se me iba a pasar y que me volvería a sentir como antes. Recuerdo que mi marido me miró y me abrazó. En ese minuto, todavía eran pocos los casos en Italia y no existían protocolos ni procedimientos médicos en España. Yo estaba tranquila, me quedaban dos semanas para que llegaran mis padres que venían al parto. Pensé que era tiempo suficiente para continuar con nuestro plan: ir a comprar juntos las últimas cositas para mi primera guagua.
Sin embargo, el trabajo de parto empezó ese mismo día. No me podía mover, no podía comer, ni siquiera era capaz de secarme el pelo. Mi energía era realmente mínima. A pesar de todo, seguía tranquila.
Llamé a mi ginecóloga, le conté mi resultado y ella se negó a atenderme. Entonces entendí que todo lo que habíamos programado no iba a ser; las charlas prenatales y todas las expectativas que teníamos de papás primerizos ya no tenían sentido.
Intentamos llamar al seguro médico privado, pero no nos respondieron. Qué extraño, pensé. Prendimos la tele y empezamos a escuchar las cifras de contagios y muertos que aumentaban por segundos. En ese momento me llamó mi ginecóloga. Me dijo que Cataluña había decretado que todas las gestantes contagiadas debían asistir al hospital Vall d’Hebron.
Con mi marido preparamos el bolso y nos fuimos, él en micro (regla de último minuto para evitar contagios) y yo en taxi, con un pañuelo en la boca. Una vez en el hospital, nos enviaron a un pabellón que habían desocupado para los contagiados. Estaba lejos de la maternidad.
Me querían hacer entrar sola. Por suerte estaba Ana, la matrona de turno –le terminamos poniendo por segundo nombre Ana a nuestra hija, en su honor– que alzó la voz por nosotros: ‘Por favor, están solos. Él tiene que entrar, además, lo más probable es que también esté contagiado’, dijo.
Así fue como entramos los tres a una sala vacía, entre medio de mis gritos y unas contracciones brutales. Me hicieron exámenes, me sacaron líquido amniótico para estudios, firmé papeles, lloré, vomité y no paré de tiritar. Fueron horas eternas, lo único que quería era mi guagua conmigo en mis brazos.
Comenzaron a bajar las pulsaciones y la enfermera me dijo ‘lo siento’. No entendía nada. Tampoco paraba de vomitar. El anestesista gritó que no veía. Le habían puesto lentes tipo snorkel para protegerse del contagio, pero estos se empañaban y no lo dejaban ver. En medio del caos se escucha el grito de una enfermera: ¡Pues a la guerra!, dijo. A los segundos entró un equipo de personas que a penas se podían mover con los trajes que llevaban puestos. Cesárea de emergencia pues ya había meconio.
No pasaron más de cinco minutos y sentí a mi guagua llorar. Al fin, está aquí conmigo, pensé.
Lamentablemente mi posparto fue con muchas más complicaciones. Al parecer tuve una mala inyección de la epidural que se tradujo en una cefalea muy intensa por 14 días. No podía comer ni tomar agua. Al quinto día mi marido, desesperado, le pidió a una enfermera que nos ayudara. Nunca nos pudieron explicar bien qué me pasaba. Y es que ese día en la ciudad morían 900 personas. El hospital estaba colapsado y no daban abasto con una demanda nunca vista. Claramente mi situación no era prioridad.
Esos días compartimos pieza con dos mujeres indias contagiadas, estaban solas y realmente muy enfermas. Ahí estábamos los tres, en una escena que jamás imaginé.
Mi marido fue mi enfermero oficial por esos días. Veía vídeos en YouTube y con esa información me ayudaba en los momentos más vulnerables del posparto. Desde Chile nos enviaban teorías de por qué me sentía así, por qué no podía comer. Me dijeron que tal vez se me paralizaron los intestinos por la cesárea.
Al final pedimos el alta. Nos fuimos caminando solos, a las once de la noche. Yo aún muy enferma.
Una vez en la casa, las cosas lentamente comenzaron a mejorar. No tuvimos visitas por mucho tiempo, excepto la de una tía, que mintió para ir a vernos. Se que fue un riesgo, pero fue muy importante para mí y siempre se lo voy a agradecer.
Así, a los diez días empecé a conocer la lactancia materna y me tomé las primeras fotos con mi hijo, Lucas.
Mi abuela siempre me ha dicho que soy una mujer muy fuerte, y es que todas las mujeres lo somos y eso me llena de orgullo. Han pasado cuatro años de ese momento y lo recuerdo como si fuese una película. Bueno, quizás todos los que nos tocó vivir ese extraño tiempo de pandemia.
Hoy doy gracias por tener a mi lado a mi hijo valiente y guerrero, y a su papá que supo apoyarme, contenerme y cuidarme en un momento en que había miles de preguntas y tan pocas certezas”.
*Josefa Diez Núñez, 34 años, profesora.