Hace unos días me arranqué de la cabeza una cana. Es la tercera vez que lo hago. Es la tercera vez que tiro un pelo blanco, rizado, que me avisa que el tiempo se va a materializar en mi cabeza oscura. En la misma semana se cumplen también veinte años desde que llegué a Chile. ¿En qué momento? Si veinte años son una vida, pienso. Nos vinimos con mi mamá desde Colombia en 2004. Las razones fueron varias: tuvimos familia secuestrada por el ELN, mis papás se separaron, los sueldos no alcanzaban y mi mamá se enamoró de un chileno. El miedo, la necesidad y el amor no deberían estar nunca dentro de la misma ecuación, pero se repiten con frecuencia.
Santiago nos recibió un enero, pero para mí el calor del verano chileno no era suficiente. Los primeros días tuve frío y usé pantalón de buzo y poleras de manga larga. La ciudad olía a neumático quemado y rápidamente la dobladita de supermercado con mantequilla derretida se convirtió en uno de los placeres más grandes con los que terminaba mis tardes.
Cuando se migra de niño, escapando de algo, sólo con tu mamá, hay un límite de autoridad con el adulto que rápidamente se desdibuja. La relación toma una dirección que nunca vuelve a ser vertical. En un lugar en el que no conoces a nadie, la mamá deja de ser mamá o tú dejas de ser hijo y te transformas en compañero. Silencioso, diligente, atento, te encargas de dar soluciones y no problemas. Nos veíamos poquito porque ella trabajaba mucho. Entonces yo tenía responsabilidades como saber entretenerme a mí mismo dentro de los límites de ese pequeño departamento en el centro, cocinar el almuerzo, ojalá no ver tanta televisión, sacudir el polvo y mantener las cosas en su lugar.
Entré al colegio en marzo y apenas entendía el español chileno. Rápido, a veces tímido, agudo y lleno de diminutivos. Los compañeritos eran curiosos y te llenaban de preguntas: ¿De dónde vienes? ¿Vas a volver? ¿Por qué hablas así? ¿Dónde vives ahora? ¿En qué trabaja tu mamá? ¿Qué comen ustedes? Y nunca terminaban, siempre encontraban nuevas dudas. Recuerdo también la figura de la profesora jefe: Elba. Una mujer de estatura mediana, que en un conjunto verde pistacho el primer día me pidió presentarme frente a todos. Era docente de Ciencias Naturales, así que todo lo que sé sobre protones, electrones, neutrones o el aparato de Golgi, ella me lo enseñó. Si ese saber se deformó en el trayecto, esa ya es mi responsabilidad.
Elba era disciplinada, pero cálida. Siempre estaba bien vestida, tenía un olor dulce, no soltaba su cartera y bajo el brazo llevaba el inmenso libro de curso forrado con tela cuadrillé. Nos llevaba al laboratorio de ciencias, nos ordenaba en el patio para los actos y en los consejos de curso se aseguraba de generar instancias en las que todos habláramos. Tenía esa dosis justa de seriedad que te hacía sentir tranquilo: si te acercabas a ella para decirle que te dolía el estómago, te ponía la mano sobre la frente para ver si tenías fiebre y te mandaba a enfermería, pero antes se aseguraba de transmitirte que todo estaría bien.
En octubre de ese año, justo antes de irnos a Fantasilandia por Halloween, yo me enfermé. Pero era una enfermedad diferente: tenía una tristeza que pesaba en el cuerpo, ganas de patalear, de taparme la cara con las manos y no volver a salir de mi cama. El primer remezón me dio adentro de la sala. Más tarde se me diagnosticó un trastorno de ansiedad por adaptación. Instalarse en Chile fue más difícil de lo que yo imaginaba y esa misma semana se resolvió cerrar mi año escolar.
Sin entender mucho lo que me pasaba, sí recuerdo el hastío, el miedo y la soledad que sentía tirado en mi pieza mientras veía en televisión el matinal: un señor hablando de fantasmas que vivían en el Museo de la Quinta Normal, una mujer que hacía desfilar a señoras comunes y corrientes para decirles cómo vestirse, y mi parte favorita, las recetas. Y así, se me fueron más de cuatro meses en cama.
La única persona que hablaba mi idioma era ella: mi profesora jefe. Elba me visitó varias veces. Eran visitas cortas, pero para mí significaban el mundo. Era como una viajera que me contaba cómo seguía el mundo real, uno que yo no podía ver, porque la depresión se sentía como un paréntesis. Como estar suspendido de la realidad. No existían las redes sociales como hoy, yo tampoco tenía internet o computador en mi casa, entonces ella me decía que mis amigos me extrañaban, que me mandaban saludos, me llevó unos mensajitos y una lista de libros que ella consideraba que podría ser bueno leer en el verano y fue de las pocas personas que logró hacerme salir de mi cueva y llevarme a la plaza a tomar un helado. Incluso compró un diploma en un bazar y lo llenó con su puño y letra: “cuarto lugar, felicitaciones por tu rendimiento”. Y me premió. Ese verano, también me aseguró que todo iba a estar bien. Como si me doliera la guata.
Me reincorporé a clases en marzo otra vez.
Elba siguió siendo mi profesora jefe, por lo menos hasta octavo. Después sólo nos hacía química, pero probablemente era quien más nos conocía. Cuando egresamos de cuarto medio, nos hicimos amigos en Facebook. Ahí descubrí que a ella le gustaba cantar, que tocaba la guitarra y que le encantaba el folclore. Nos mensajeamos un par de veces: para los cumpleaños, para las festividades, quizás para el terremoto y cuando empecé a subir las cosas que escribía en diarios o revistas, ella me las celebraba.
En una semana se cumplen veinte años desde que nos conocemos. Y nos reunimos. Ella ya no es profesora, es jubilada. Ahora yo soy docente y le hago clases de periodismo a jóvenes entre dieciocho y veinte años. Su vida ahora, en una casa cerquita del mar en el litoral central, se divide entre clases de canto, gimnasia, literatura y salir a caminar por la playa junto a su marido. No pude dejar de decirle profe, mucho menos tutearla. Me abrió la puerta y detrás de ella un inmenso jardín de buganvilias, hortensias, lavandas se asomaban.
El mismo corte de pelo, el mismo tono rojizo, el mismo olor a dulces, el mismo gesto. Tiene 75 años y parece que el tiempo se hubiese detenido en ella. Apenas un par de arrugas se le marcan al lado de los ojos cuando sonríe. Esta vez hablamos de su vida y pude conocer a la mujer, más que a la profesora. Estudió en un liceo fiscal en La Cisterna, decidió ser profesora porque disfrutaba mucho enseñarle a sus compañeras. Cuando estaba en el Pedagógico ya estaba casada y los últimos años, cuando se instaló la dictadura y arrebataron la gratuidad, pagar era casi imposible para ella. Pero lo logró haciendo malabares.
En su infancia quiso ser monja y a los dieciséis tuvo una enfermedad -no sabe el diagnóstico- y perdió la audición de un oído. Ahora me confiesa que muchas veces me sonreía porque no entendía mi español. Ambos nos reímos. Y a pesar de que en algún momento quiso ser religiosa, ya no cree en dios, “es difícil dejar de creer, sobre todo porque es más cómodo tener a algo a lo que aferrarse. Igual, por las noches, trato de dar las gracias”, me dice.
Me llama por mi nombre completo. Como si estuviera pasando la lista. Hablamos de mí a los once años como si fuera otra persona, alguien que no está en la sala. Esa descripción la voy a guardar para mí. “Yo era la mujer más feliz cuando los chiquillos participaban y aprendían. Uno cuando está delante, enseñando, ve en los ojos de los niños cuando algo les hace clic, cuando lo entienden, y es muy satisfactorio”, dice.
Para esta visita preparó un kuchen de arándanos, armó una tetera, molió una palta y en una máquina de pan prensado aplastó unas hallullas con queso y jamón. Nos sentamos en el patio a comer. Su marido y mi pareja conversaban, mientras mi perro daba vueltas por el jardín. Me contó que la peor parte, y me lo dijo bajito, como diciendo un secreto, eran las reuniones de apoderados.
“Hay una cosa muy terrible que me parece a mí, y es que los papás primero le preguntan a los niños cómo les fue en el colegio, antes de un cómo estás. Hay una concentración muy dañina con el éxito, más que con la felicidad o el bienestar”, diagnostica.
Hablamos de la Revolución Pingüina y me pidió disculpas. Yo me quedé pensando, porque al principio no entendí. Me recordó que en una oportunidad me uní a una movilización que buscaba comida para los compañeros de media en toma y que otra profesora, muy severa, me dijo que se había decepcionado de mí. “Entré a la sala de profesores, no dije nada y me arrepentí por eso, me quedé muy apenada, las personas son libres y de ti no habría esperado algo menos. Fuiste muy solidario. Te pido perdón”, y le salieron unas lágrimas. Nos abrazamos. Le digo que yo me sentía mejor en el colegio que en mi casa, y que si sobreviví al vértigo de moverme en otra cultura fue en parte gracias a ella. Le cuento que intento ser comprensivo con mis alumnos hoy y que cuando pierdo la paciencia la recuerdo.
“Es difícil tratar de contener la rabia o la frustración de los niños. Si tuviera que aconsejar a los profesores nuevos les diría que buscaran nuevas formas de enseñar, que no se limitaran por lo que dicen sólo los libros. Que se cuestionen las formas. Y que enseñen a los estudiantes a cuestionarlas también. Si sienten frustración, que la usen como un motor para ser parte del cambio”, dice.
Ya lo decía Gabriel Mistral: enseñar siempre con actitud, el gesto y la palabra.
Nos despedimos con el mar de fondo y el olor a eucalipto de la Región de Valparaíso nos contuvo mientras decíamos adiós. “No hay que perder el tiempo. Preocúpate por ser feliz”, me dijo antes de darnos un abrazo fuerte. Yo reacciono como un eterno estudiante que intenta tomar nota de lo que dijo.