Paula 1184. Sábado 10 de octubre de 2015.

Un impresionante relato de los orígenes del cristianismo, una autobiografía espiritual, un ensayo religioso sin miedo a nada: el francés Emmanuel Carrère, autor de la magnífica vida del escritor y político disidente ruso Eduard Limónov, vuelve con un libro fundamental para cualquier lector interesado por ese raro estado que se da en llamar espiritual.

Es bastante excepciones que después de un libro glorioso, celebrado por todo el mundo, desde la alta crítica al lector común, un escritor vuelva a superar inmediatamente su nivel: o intenta algo muy distinto, o mejora en la misma línea, o incursiona en algún nuevo experimento. Pero Emmanuel Carrère (París, 1957), tras el admirable libro Limónov, la aventura real del personaje ruso contemporáneo, sorprende otra vez con una obra enorme y jugada. El reino (Anagrama) es una mezcla mucho más desafiante de autobiografía, ensayo y relato histórico, y el tema, más elusivo aún: lo que llama casi con vergüenza "lo espiritual", una experiencia y lectura de la increíble transgresión y desmesura de ser cristiano.

Algunas personas no pueden vivir sin preguntarse por qué viven, qué sentido tiene todo, dice Carrère, aunque intuyan que no hay respuesta. A otras les basta con saber más o menos que tienen que sobrevivir, hacer, cuidar, morir.

Las 500 páginas de este libro enorme contienen, básicamente, una gran investigación de los orígenes del cristianismo. Pero el relato se inicia con la personalísima narración de la preocupación por el alma, una experiencia de fe, que Carrère sintió desde joven y desarrolló durante buena parte de su adultez. Tuvo una madrina-consejera, leyó los evangelios, cumplió con los sacramentos, hizo amigos espirituales. Pero ante su medio laboral y público era el más brillante intelectual de izquierda, burgués bohemio, escéptico y agnóstico.

Algunas personas no pueden vivir sin preguntarse por qué viven, qué sentido tiene todo, dice Carrère, aunque intuyan que no hay una respuesta. A otras les basta con saber más o menos que tienen que sobrevivir, hacer, cuidar, morir. A él no, por eso persiguió la vida ritual, espiritual, que en este libro se colma con el estudio intenso de los primeros cristianos. Los evangelistas eran grandes transgresores: su idea revolucionaria es creer en otro reino; su actitud espiritual de entrega total nacía del desprecio por el orden que les querían imponer.

Sí, sabe Carrère, citando a Nietzsche, Cristo es de un patetismo tenebroso, pero es mucho más que el artífice de una ilusión: es el hijo encarnado, con la pulsión de entregarse, por su modo de ver diferente, a una trasmutación de los valores. Y sus seguidores lo modelan política y culturalmente. De ahí lo peligroso, además de ridículo, de que una civilización completa se base en tales premisas, manipulables hasta el hartazgo. Pero más allá de las críticas históricas y lo demodé que puede resultar ser cristiano, a Carrère le interesa ese desvarío intenso, esa ceguera de la revelación de Cristo, que exige abandonarse de extrañas e incomprensibles maneras.

Como Carrère es un tipo espiritual, un metafísico encarnado, es capaz de superar la dialéctica entre mundo y espíritu. Tras recorrer el cristianismo primitivo, como pocas veces se ha hecho, propone lo siguiente: el que ya no diferencia entre el mundo cambiante y la beatitud de ser es el que está en el nirvana, según plantea un sabio indio. El reino es algo como eso.