Durante toda mi vida he estado cerca de la muerte a la hora de dormir. Desde niña, deseaba con angustia que no llegara la noche para tener que acostarme sola en mi pieza, que quedaba al final del piso de arriba de la casa. Sabía que ni bien se apagaran las luces, mi mente me iba a traicionar imaginando que mi familia podía morir en cualquier momento. Cuando crecí, me explicaron que esos pensamientos intrusivos no eran extraños a esa edad pero no les creía mucho y sentía que en realidad, yo estaba maldita.

Más adelante, las noches de miedo evolucionaron. Por mi diabetes tipo 1 tuve que sobrevivir a varias bajas de glicemia al dormir. La primera vez que pasó, yo era una niña de seis años: como el nivel de azúcar que le llegaba a mi cerebro en ese momento era muy bajo, tenía alucinaciones. Desperté viendo que las lámparas de mi pieza flotaban y se abalanzaban sobre mi para atacarme.

Como los sentidos se distorsionan cuando no hay suficiente azúcar en la sangre, no podía gritar, por lo que la única forma de salvarme era llegando hasta la pieza de mamá y papá. Cuando llegué a la escalera, aluciné que los escalones desaparecían cada vez que avanzaba un paso hacia adelante y el vacío que quedaba atrás mío me agarraba los pies. Cuando logré llegar a la pieza y me desvanecí encima de la cama, mis papás actuaron inmediatamente para salvarme, pero las alucinaciones inevitablemente durarían unos minutos más, hasta que mi cuerpo recuperara el azúcar necesaria.

Estando ahí acostada, lánguida, sudada en frío hasta la espalda y a la espera de volver a mis cabales, vi entrar a la muerte por la puerta de la pieza y grité. Mi mamá me pedía que la describiera lo que estaba viendo, y con desesperación, logré contarle que ahí había una mujer calva, pálida como la luna, con una capa negra y manos escuálidas. A esa misma hora, un niño que mi mamá atendía en la clínica por su trabajo como nutricionista —y que quería mucho—, murió. Nunca dejamos de pensar que la muerte había escogido entre ambos esa noche.

Todo esto que viví en mi niñez me hizo, por supuesto, tenerle un miedo brutal a la noche y a la muerte. Pero no fue hasta mis 27 que sentí el pavor de pensar que iba a morir atrapada en un falso despertar.

Durante el año habían pasado cosas difíciles. Había dejado hace unos meses mi primera casa, mi pareja y mi trabajo. Decidí tomarme unos días para reflexionar sobre qué quería hacer para empezar, tomé mis cosas y me vine a un departamento en la playa completamente sola. En la noche, me tomé una sopa antes de acostarme, apagué la televisión y en una penumbra absoluta, me dormí.

Lo que ves, no es

La primera vez que abrí los ojos vi la luz de la mañana encima de las sábanas. Desde mi cama, podía ver todas mis plantas favoritas desplegadas por la pieza: una monstera deliciosa con cinco hojas enormes, un potus brasilero color verde y amarillo que caía como una enredadera, una corona inca con sus hojas rojas, el filodendro paraguayo que se estaba secando, todas estaban ahí, mirándome. Me levanté con calma, me vestí y vi entrar a mi pareja al departamento. ‘Es hora de hacer la mudanza, el arrendador va a llegar en una hora y no hemos sacado nada’, me dijo. ‘Cómo…´ pensé, ‘si esto de la mudanza ya pasó hace mucho tiempo…’.

Empecé a caminar por el departamento y me di cuenta de que todo era propio y ajeno a la vez. La madera en las paredes, la posición de las plantas, el tamaño del lugar. Nada era cierto, pero nada era lo suficientemente ficticio como para que pudiera tomar conciencia de que esta, no era la realidad. ‘Parece que estamos en Buenos Aires’, pensé, aún sin darme cuenta de la incoherencia de las cosas. Yo nunca he vivido en Buenos Aires.

Me hizo sentido que tuviésemos que hacer una mudanza, pues con mi pareja nos estábamos separando. Así que comencé a apilar mis plantas en una mesa, a recoger la ropa, a mirar los pasajes que estaban encima de la mesa para volver a Chile. Y de repente, todo se fue a negro. Volví a despertar en la misma cama. Todo fue exactamente igual, todo. Fue como si retrocedieran la película al momento exacto en el que me había despertado hace cinco minutos. Me senté en el colchón y pensé: ‘Dios mío, debo haber estado soñando’.

Me levanté, vi las mismas plantas, las paredes de madera, mi ex pareja entrando, el mismo diálogo, los mismos movimientos, los mismos pasajes de avión. Hasta que algo en la escena cambió. Desde una esquina de la cocina vi entrar por la puerta a quien se suponía era nuestro arrendador, un hombre delgado de unos 45 años, y que en un ademán rápido y violento, me empujó contra una de las gavetas de la cocina. Me pegué con una puerta del mueble de la loza que estaba abierta y me caí, inconsciente. Todo a negro de nuevo y volví a despertar. La misma cama, las mismas plantas.

Fue el comienzo de la pesadilla. La misma escena se repitió por lo menos cinco veces. Después fue cambiando, ya no entraba el hombre a golpearme contra la gaveta de la loza, tampoco estaba mi ex pareja. En algunos despertares aparecían algunas amigas de visita, en otros, yo lograba salir del departamento hacia el pasillo para buscar pistas del país en donde estaba, o incluso, lograba hacer una llamada para no perder el supuesto vuelo de vuelta a Santiago. Pero todo terminaba y empezaba igual: una ida a negro, y un despertar en la misma cama, que ya a estas alturas, yo sabía que no era la mía.

Buscar el reloj

Producto de mis múltiples pesadillas y alucinaciones cuando niña, una vez alguien me recomendó que siempre que estuviese soñando y quisiese comprobarlo —por muy real que todo pareciera—, tenía que buscar un reloj: los relojes nunca van a marcar la hora exacta en los sueños. Si hay luz en el lugar, puede que el reloj te marque las diez de la noche, o que las manillas giren psicodélicamente de un lado para otro, incluso en espiral.

Cuando ya iba en el décimo falso despertar, comencé a buscar el reloj. Mi mente había despertado, no así mi cuerpo. Ya sabía que estaba atrapada, que cada vez que despertara en esta cama que no era la mía, la pesadilla iba a volver a empezar. Así que me levantaba, buscaba un reloj, y rogaba que por favor, la próxima vez que despertase, si fuese la real. Pero no sucedía. El loop de engaños continuó 34 veces hasta cambiar de escenario, y aquí, vino lo peor.

Desperté en la cama del departamento en la playa donde me estaba quedando. ‘Por fin’, pensé los primeros segundos, hasta que por una de las puertas de la pieza, entró mi mamá. ‘No, no, no’, dije en voz alta. Mi mamá no podía estar ahí, yo había viajado completamente sola a ese lugar. Seguía atrapada en el sueño. Volví a despertar cinco veces más de la misma manera, de repente se aparecía mi mamá, de repente otras personas que no conocía, y nadie hacía ni decía nada, solo me observaban y caminaban.

A la décima vez, yo ya sabía que mi cerebro estaba tratando de sacarme de esta trampa sin éxito. Desperté adentro del sueño, comprobé que las personas que no debían estar ahí seguían ahí, y salí corriendo hacia las escaleras de edificio. Empecé a buscar una alarma roja —que no existe en la realidad—, para tirar de ella y pedir ayuda. No la encontré, así que empecé a gritar desde las escaleras del décimo piso hacia abajo para ver si los conserjes podían escuchar mi grito de auxilio y venir a despertarme. Todo esto en vano. Estaba atrapada en un sueño, en un mundo absolutamente paralelo al cual nadie, nunca, iba a tener acceso más que yo.

Y ahí comencé a llorar en mi sueño. Si estaba muriéndome en la vida real, si en esa estaba mi cuerpo luchando por sobrevivir, si me había dado algo al corazón o a la cabeza que haya provocado que mi mente me atrapara en mis sueños, nadie me iba a poder salvar, porque en el plano de la realidad, el único plano que importaba para sobrevivir, estaba dormida, sola y encerrada con el seguro de la puerta de entrada del departamento.

Me iba a morir y nadie iba a poder hacer nada para evitarlo. Yo lo presenciaría todo desde mi activa y lúcida cabeza. Fue triste, el miedo que le he tenido a la muerte durante toda mi vida se trata sobre todo, de que mis ojos se apaguen y no tenga la oportunidad de ver ni vivir a nadie nunca más. Iba a pasar mis últimos momentos de vida despertando en vano, condenada. ¿Cómo no iba a estar maldita?

Falsos despertares, sueños lúcidos y pastillas: qué fue lo que pasó

Desperté. Después de 50 falsos despertares, volví a la realidad. Lo supe inmediatamente porque el reloj del celular marcaba las tres de la mañana y todo estaba oscuro tal como lo había dejado la última vez. Lloré desconsoladamente, me tomé una pastilla SOS que me permitiera surfear el delirio, y me puse a rezar en voz alta, diciendo cada palabra a la velocidad de la luz para pronunciar la mayor cantidad de rezos que pudiera en los pocos minutos de calma que había logrado conseguir, como cuando una hace si está asustada. Pedí con todas mis fuerzas que por favor, nunca más tuviese que pasar por algo tan aterrador como esto.

El Doctor Andrés Silva Ruiz, neurólogo especialista en trastornos del sueño de la Clínica Somno, se sorprendió cuando le conté todo esto. “Los falsos despertares no son patologías o trastornos del sueño. De hecho, los estudios demuestran que cerca del 40% de las personas puede vivir una de estas dos experiencias en su vida sin problemas. Pero lo que te pasó a ti fue una mezcla absolutamente extraña y particular entre falsos despertares, sueños lúcidos y pesadillas que no tienen una explicación fisiológica”.

¿Qué son todos estos términos del sueño? Para explicarlo, Andrés comienza enumerando las etapas del dormir: “Primero antes de dormir está la vigilia, cerrar los ojos, estar consciente y poder ver cosas en nuestra mente, como soñar despierto. Luego entra la fase de sueño que no es REM, tiene una onda electromagnética lenta y profunda, y no sabemos dónde está el cerebro en ese momento. Lo que viene, es la fase del sueño REM, el lugar onírico donde podemos soñar, y ver todas las fantasías. Más hacia la madrugada, pueden llegar los fenómenos cercanos al despertar y que pueden o no aparecer según distintos factores: aquí está el falso despertar y el sueño lúcido”, dice.

“El doctor me dijo que si hasta el momento y con los efectos de la pastillas estaba soñando durante 40 minutos, sin la pastilla, el rebote genera que sueñes 1 hora 20 minutos y que el sueño choque con las fases de falso despertar y sueño lúcido producto de esta extensión”.

“El falso despertar es un sueño donde uno despierta y básicamente comienza a ser su vida de manera normal: se levanta, se lava los dientes, incluso puede hacerse desayuno. Todo en el mismo escenario donde vives o donde te quedaste dormido la última vez. Si lo miramos en un electroencefalograma, las ondas del cerebro se asemejan a las que existen cuando estamos despiertos.

Por otro lado, el sueño lúcido es un sueño donde eres consciente de que estás soñando y puedes manejar las acciones o decisiones que tomas dentro del mundo onírico”, dice, —como yo buscando los relojes dentro de mis sueños—. Ambos tipos de fenómenos se pueden desencadenar, según cuenta el especialista, producto de ansiedades con las que nos vamos a acostar y que tengan que ver con lo que va a pasar al día siguiente. O incluso, si escuchamos un ruido similar al de un despertador mientras dormimos —un timbre, un mensaje de celular—, éste puede activar la lucidez en nuestro cerebro y hacernos entrar a cualquiera de estas dos fases.

Lo que me pasó a mí hacía coincidir ambos fenómenos y además, se le sumó la pesadilla en un loop interminable. Era muy extraño, así que con Andrés empezamos a buscar posibles explicaciones externas y dimos con la respuesta: El fin de semana que viajé sola al departamento, había olvidado mis antidepresivos en Santiago. Venlafaxina se llaman las pastillas que tomo y que no he pretendido dejar, sin embargo, al llegar esa noche ya llevaba dos días sin tomarlas por haber olvidado ir a comprarlas. Andrés dio con el diagnóstico inmediatamente, y me lo explicó así:

“El consumo de antidepresivos pueden causar cambios en las dinámicas del sueño y en la actividad onírica. La Venlafaxina en particular provoca que la cantidad de tiempo que dura la fase onírica REM de las personas, disminuya. Al dejar la pastilla abruptamente, el cuerpo genera una liberación de sueño REM que estaba contenido. Este sueño que estaba guardado sorprende al cerebro, rebota directamente en la fase actual de sueño REM que está viviendo y la maximiza. O sea, si hasta el momento y con los efectos de la pastillas estabas soñando durante 40 minutos, sin la pastilla, el rebote genera que sueñes 1 hora 20 minutos y que el sueño choque con las fases de falso despertar y sueño lúcido producto de esta extensión”.

Todo calzaba. Mi cuerpo estaba saldando una deuda y por eso mi cabeza no tuvo éxito al tratar de sacarme de ahí hasta que mi fase REM terminó. Después de conversar con Andrés, aprendí que los falsos despertares no fueron el problema, tampoco mi historial de miedo nocturno, sino, lo que el cuerpo puede hacer ante la falta de un fármaco indispensable. El terror fue tal que no se lo doy a nadie. No hay que jugar con la abrupta suspensión de los antidepresivos.