Esta tarde de diciembre, en la mitad del salar de Atacama, lo único que interrumpe el silencio son las ráfagas de viento que arrastran la arena del desierto. Allí, como todos los días, Ada Cruz teje. Pero no lo hace con los clásicos palillos, sino con espinas de cactus. Sus días suelen partir muy temprano en la mañana con el pastoreo de sus ovejas y llamas. Mientras acompaña a los animales, teje. Luego se entrega a las tareas de su casa y más tarde se da una vuelta por la huerta para ver cómo avanzan sus cultivos de habas, maíz y trigo.

Así, dice, suele ser la vida en Socaire, el tranquilo pueblo ubicado a 86 kilómetros de San Pedro de Atacama, en la Región de Antofagasta, donde sus cerca de 320 habitantes, entre ellos Ada, son descendientes del pueblo Lickanantay o Atacameño. Y así como ella, gran parte mantiene vivas las tradiciones vinculadas a la agricultura, la ganadería y la artesanía.

Desde un bolso, Ada saca cinco delgadas espinas. De tono amarillento, miden alrededor de 20 centímetros. Con maestría las entrelaza de tal manera que forman un círculo. A través de la danza coordinada de sus dedos, las mueve rápidamente de un lado a otro: está empezando un “soquete”, como le dice a los calcetines, con fibra de alpaca. Detrás de su hacer hay técnica: con cuatro espinas crea la estructura y con una quinta va dando vida al tejido. Es un saber que heredó de su madre, quien a su vez lo aprendió de sus suegros y ellos de sus abuelos, quienes hicieron toda su vida en Socaire. “Tejemos con espinas porque antiguamente acá no había nada y mis antepasados utilizaban medios de la naturaleza para tejer”, dice Ada, mientras desde las espinas comienza a aparecer un tejido delicado y parejo.

Las primeras espinas que Ada usó para tejer las heredó de su mamá. Esas, dice, las guarda como un tesoro, porque la conectan con el recuerdo de ella aprendiendo a los diez años.

Todo, dice, fue por observación. “Mi mamá se sentaba con sus palillos en la banca del patio de la casa. Yo con mi hermana nos sentábamos a un costado, donde había un telar a pedales, y la mirábamos”, rememora. Con el tiempo, explica Ada, fue entendiendo que los tejidos más parejos se lograban cuando las cinco espinas tenían el mismo grosor. Por eso, cada vez que necesitaba un nuevo palillo, partía a buscar espinas a Cas, el cerro ubicado en el camino que une Socaire con el pueblo vecino de Toconao, donde crece el cardón, un tipo de cactus pequeño, repleto de esas valiosas espinas que desde tiempos prehispánicos se usan como palillos, dando vida a la artesanía textil atacameña. Cientos de años después Ada mantiene viva esta práctica junto a su madre, su hermana y primas, quienes forman la agrupación Taller Familiar Cruz López.

A la hora de tejer, el grupo usa como materia prima la lana de las ovejas y llamas que ellas mismas pastorean, luego esquilan y, finalmente, hilan. Eso sí, cuando hace falta, compran fibra de alpaca a artesanas de la región de Tarapacá. Y entonces dan rienda suelta a las piezas tradicionales: guantes, manoplas, calcetines y monederos, que tejen con las espinas del cactus. Por años, cuenta Ada, esas piezas las vendían ahí mismo en Socaire. Pero con el tiempo se dio cuenta de que había un problema: en la localidad casi todos hacían los mismos productos, pero los vendían a diferentes precios. Entonces, la pregunta que rondaba a Ada era: ¿a cuánto las debían vender?

“Mucha de la artesanía que venden en las ferias de San Pedro de Atacama la traen de Perú o Bolivia. Pocos saben reconocer la artesanía propia de esta zona y tampoco entienden por qué es más cara: porque cada pieza está hecha a mano y es única”, dice Ada. Preocupada por la dificultad de transmitir a los turistas el valor cultural y técnico de sus piezas, en 2016 decidió inscribirse en las capacitaciones que Fundación Artesanías de Chile haría en la zona. “Lo primero que hicimos fue rescatar antiguos diseños de textilería atacameña. Uno los reconoce porque tienen símbolos de cerros, de la siembra de papas o de los cultivos en terraza que hay por esta zona. Todo eso lo llevamos a monederos y guantes”, recuerda.

El paso siguiente de la formación, cuenta Ada, fueron módulos donde aprendieron cómo calcular el costo detrás de sus piezas. Ahí, dice, se dio cuenta de que estaban vendiendo casi un 40% por debajo del valor de costo de su trabajo. “Hasta ese momento nosotros hacíamos un guante y le poníamos el precio que se nos ocurría, pero sin fundamentos. No considerábamos el valor de la materia prima y tampoco sumábamos el valor de las horas de trabajo”, dice Ada, quien invitó a su mamá y hermana a participar de las capacitaciones para que todas aprendieran a calcular el precio justo de sus piezas. En promedio, recuerda, los guantes que hasta entonces vendían a cinco mil pesos, los pasaron a vender a ocho mil.

“En un principio tuve miedo de que si subía los precios, no iba a vender. Por eso me alegré mucho cuando, después de cambiar el valor, la gente siguió comprando sin alegar ni pedir descuento”, dice Ada. Para dar a conocer el trabajo que hay detrás de cada una de sus piezas, y también el valor cultural que guarda su trabajo, en las etiquetas de sus productos sumaron un código QR. Así, cada vez que un cliente compra alguna pieza, desde su celular puede visualizar el video donde se cuenta la historia detrás de su oficio. “El gran cambio después de las capacitaciones es que ahora sé explicar el valor de mi trabajo. Cuando vendo, siempre explico cómo llego a ese producto final: les cuento que nosotras criamos las llamas y las ovejas, que nosotras las esquilamos, luego hilamos, hacemos el torcido del hilo y finalmente tejemos. Yo y mi familia les contamos que lo que hacemos nace de la necesidad de mantener viva la cultura de nuestro pueblo atacameño. Y que, además, nos encanta hacerlo”, dice Ada.

*Este testimonio es parte del libro Proartesano 2021. Semillas de Cambio, editado por Fundación Artesanías de Chile y publicado en exclusiva para Paula.cl.