Hace poco me reconcilié con la lactancia y recién ahora estoy comenzando a disfrutar la hora de la papa, con mi segundo hijo y después de varios meses. Pero no fue fácil. La leche siempre había sido una pequeña tortura.
Pienso en lactancia e inmediatamente se me vienen a la mente las pechugas con hinchazón, con dolor, con los pezones ensangrentados después de cada toma. Los cabezazos desesperados de la guagua buscando más y los llantos de hambre. Los días y noches enteras intentando que funcionara, las frustrantes sesiones con sacaleches que tras mucho esfuerzo lograban gotear una cantidad irrelevante, y lo esclavizante de amamantar a libre demanda, por lo menos cada tres horas incluida la noche, en sesiones que a veces tomaban media hora hasta que se vaciara la pechuga, para luego pasar a la siguiente. Todo muy lejos de la visión romántica de lactancia que tenía en mi mente.
Cuando nació mi primer hijo compré libros y leí cuanto artículo se me cruzó por delante, pero solo me hacían enterarme de lo mala madre que sería si no le daba “lo mejor”. La alternativa: envenenarlo con “leche artificial”, un sucedáneo que carece de las bondades de la leche materna, comprometiendo nuestro apego y perjudicando su salud e incluso su inteligencia. Una asesora de lactancia me confirmó todos esos males, me enseñó de posturas y acople, y me presionó a seguir intentando amamantar a toda costa. Pero terminamos sufriendo los dos: mientras yo lloraba de frustración, mi guagua lloraba de hambre.
Pasar a la leche de tarro tampoco fue la solución al principio. Cada mamadera que preparaba era una puñalada directo al corazón. Y cada vez que me tocaba hacerlo en público me llovían las críticas, sobre todo de otras mujeres: que no lo había intentado lo suficiente, que había tomado el camino fácil, que quizás había algo malo conmigo. Pero lo que más me dolía era cuando nos trataban con condescendencia: qué pena por mi pobre guagua.
El feminismo ha instalado la idea de que cada mujer debe ser libre de elegir sobre su cuerpo cuando hablamos de aborto. Pero cuando hablamos de lactancia parece que el cuerpo ya no es tuyo. Existe una presión social enorme para que nos sacrifiquemos a toda costa por amamantar a nuestros hijos. Y todos se sienten con derecho a opinar.
Ya con mi segunda guagua, después de 3 meses de volver a intentarlo y muchas lágrimas de por medio, me di cuenta que mis dos hijos se habían alimentado casi exclusivamente de leche de tarro, y que los dos crecen completamente sanos. Mi primer hijo ya tiene 5 años, hace rato que dejó la mamadera, y verlo a él me ayudó a derribar todos los mitos que me hicieron sentir tan mal. Y una vez que decidí dejar de amamantar, todo mejoró.
Por fin pude disfrutar la hora de darle la leche a mi guagua, hoy de 7 meses, y ahora somos mucho más felices. Se acabaron los llantos de hambre y las noches de pasar de largo. Ahora el papá puede disfrutar de este proceso tanto como yo, y podemos también compartir las responsabilidades. Aprendí que dar mamadera no me hace menos mamá, y que amamantar siempre debe ser una opción, no una obligación.
Camila Sáez tiene 31 años, es periodista, escritoria y mamá de dos.