“Es muy difícil ponerle un punto de comienzo a Bosque Matilde, pero sé que nació en mi interior cuando perdí a mi hermana hace cinco años, el verano de 2018. Todo lo que llamaba ‘vida’ dejó de tener sentido. De pronto me sentí atrapada en un entorno que se me hacía completamente ajeno, sólo pensaba en lo injusto de su partida. No aceptaba el hecho de no volver a estar con ella. Y creo que una parte de mí nunca lo va a hacer. Pero ese ha sido mi empuje para seguir caminando.
Al perder a la Mati, tuve dos elecciones: vivir o morir. Al principio, me encerré en una cueva y me desprendí de todo y de todos. Vivía en una montaña rusa de emociones y sensaciones, caía en las profundidades y luego me levantaba sólo para volver a caer. Parecía interminable.
Antes del accidente, estaba terminando mi carrera de sociología, tenía ganas de viajar y esperaba esa libertad. Con la Mati ya estábamos más grandes, nuestras conversaciones eran más reflexivas, había más complicidad, ambición y también desafíos. Ella estudiaba antropología y yo sociología, y competíamos por quién iba a cambiar el mundo primero. Era tierno y desafiante, pero al final sabíamos que hiciéramos lo que hiciéramos, sería juntas.
Ese fatídico verano, ella, mi mamá y yo habíamos pasado la Navidad refugiadas en el Parque Nacional Patagonia con personas de la zona y rodeadas de gloriosas montañas, pájaros, lagos y senderos. Tengo el recuerdo de quedarme impresionada al ver cómo ella se desenvolvía en el espacio, tan sabia en su pensar y hablar. Tenía la idea de ‘empezar a caminar con los pies en la tierra’ que le apasionaba; empezó a escribir y a soñar sobre proteger al planeta y a su gente. Quienes la conocieron también la recuerdan así. Me cuentan que veían en ella un alma muy pura y sabia, de esas personas que te podían marcar con una mirada para siempre.
Las semanas que vinieron después del accidente, tenía en mis manos todas las cartas que nos habíamos escrito. Era nuestra forma de desahogarnos y comunicarnos. La última que me escribió, siete días antes del accidente, me decía que íbamos a “cambiar nuestro pedazo de mundo juntas de la mano”. Me acuerdo de leer, y releer esa carta, palabra por palabra. Vamos-a-cambiar-nuestro-pedazo-de-mundo-juntas-de-la-mano. Leerlo, sólo me generaba pena, porque sabía que ese “juntas de la mano” no iba a ocurrir físicamente como yo hubiese esperado, y como ella me había prometido.
Por eso al principio hay tanta rabia y se siente tan injusto, porque dar la mano es estar aquí. Pero tuve que empezar a buscar la forma de estar con ella de la mano de otra manera. Ese creo que fue mi gran empujón. Yo tenía mucha confusión mental, pero tenía una cosa muy clara en mi cabeza. Y lo sé porque se lo dije en las cartas que le seguí escribiendo: Yo iba a encontrarla, y si ella era como la naturaleza salvaje y pura, tenía que volver a esos lugares.
Un bus sin retorno para encontrarla
Era 20 de marzo de 2019, había pasado un año del accidente, y con Martín, mi pareja y gran compañero de aventuras, estábamos en un bus rumbo a Puerto Guadal en la Patagonia Chilena. Me había llegado un correo de una amiga con una inscripción al Taller de Huerto Bio-intensivo Cuatro Estaciones. Ambos habíamos sido seleccionados para tener una experiencia de aprendizaje en horticultura. Nunca habíamos trabajado en un huerto, ni cosechado un tomate, nada. Me subí a ese bus escapando de la ruidosa ciudad, sin saber que sería el comienzo de un gran camino y aventura de vida.
Cuando llegamos al huerto, vimos una casa rodante estacionada en la entrada. De ella se bajó Francisco, uno de los fundadores, y detrás de él, Jeinimeni, un perrito nombrado en honor a la reserva nacional que está dentro del Parque Patagonia en Chile Chico. Me acerqué a saludarlos y a acariciar a Jeinimeni, que tenía un ojo celeste y el otro café. ‘Jeinimeni me sonaba conocido’, pensé por unos minutos, hasta que todo volvió a mi memoria.
Era el mismo cachorrito que había conocido hace poco más de un año, cuando para la Navidad de 2017, visitamos el parque Patagonia con la Mati y mi mamá. Francisco y Javier eran los creadores de un huerto que las tres conocimos juntas ese verano, y ahora, sin yo saberlo, se habían trasladado a Guadal para comenzar su nuevo proyecto.
– Lo sentimos mucho por el fallecimiento de tu hermana, me dijeron.
¿Cómo era posible?, pensé. Supe que el universo nos tenía algo preparado a mí y la Mati, ya que, al conversar con esas personas, también me enteré de que mi hermana había estado antes en ese lugar. El que estuviésemos ahí no era casualidad. Durante los dos meses que vinieron, sin quererlo, ni planearlo, comencé a seguir sus pasos. Fui conociendo diferentes personas que habían estado con ella en sus viajes, conocí nuevas historias, con gente del pueblo que la recordaba, me mostraban los lugares por donde ella había pasado, donde había comido, donde había dormido. Todo empezó a calzar, como si los puntos hubiesen estado atados uno detrás del otro.
Pero también fue aterrador. Al principio, había noches que lloraba de angustia, me quería ir. Era tan doloroso estar sola con esa naturaleza tan potente. Me sentía frágil, pero a la vez me tenía que hacer la fuerte, y no sólo soportar las duras condiciones externas, sino también las internas. Muchas veces pensé que me estaba volviendo loca. Escuchaba risas y le decía a Martín: ‘Es la risa de la Mati’. ¿Y quién iba a decir lo contrario? ¿Quién podría haber negado esa locura si había perdido a mi hermana?
En las noches más oscuras, le escribía a la Mati que me guiara, que tenía miedo, que quería encontrarla. Y cuando pensé que ya había perdido la cabeza, fue Martín quién me contuvo y me ayudó a enfrentar mi miedo más grande: volver a sentirla conmigo. Le temía a lo que más quería, a encontrarla, a volver a verla.
La Patagonia me hizo vivir esa primera parte profunda y difícil del duelo, pero tenía que atravesarla para poder hacer, como las serpientes, un cambio de piel.
Comenzamos el taller de huerto y ahí también aprendí que hacer cosas con las manos, como trabajar con la tierra, es un proceso muy complejo y a la vez terapéutico, porque significa estar consciente del aquí y el ahora, y tu mente siempre intenta evitar el presente. Eso es el miedo. Ya que involucra la posibilidad de abrirte a sentir y experimentar nuevas cosas, y yo sabía que al hacerlo iba a sentir mucho dolor.
Pero la tierra me enseñó algo muy valioso que me marcó para siempre: entendí que no hay muerte sin vida, ni vida sin muerte, son un continuo. Fue mi primera conexión con la Mati, la encontré ahí, en la más potente y salvaje naturaleza. Porque eso es ella.
El destino y sus planes
Con Martín nos dedicamos todo el 2019 a seguir aprendiendo sobre huertos. Participamos en cursos, talleres, en múltiples intercambios de semillas; visitamos proyectos y fuimos conociendo a grandes maestras y maestros. Todo sucedió para dar paso a algo que parecía una buena idea, una primera especie de plan: irnos a Nueva Zelanda. Ya teníamos la Visa, nos íbamos a ir en mayo del 2020, estábamos listos. Hasta que llegó la pandemia.
Pensé que no podía pasar otra vez por lo mismo. Mi pandemia ya la había vivido personalmente dos años atrás: ya había estado en mi cueva, ya había vivido mi proceso interno. Pero había un lugar al que podía huir: un campo en Mulchén, en la región del BíoBio.
Mulchén es un campo familiar. Nosotras somos la séptima generación y pasamos allí todos los veranos desde que tengo razón de ser. Teníamos un grupo con las hijas e hijos de las personas que viven y trabajan allí, nos llamábamos ‘los niños del alto’.
Este fue el lugar que me vio crecer a mí y a mi hermana. El lugar que nos enseñó de la vida, de la conexión con la naturaleza, con los otros, donde juramos ser niñas para siempre, viviendo cada día las más increíbles aventuras, libres y felices. Allí también aprendimos a trabajar en equipo, a defendernos, a luchar por las injusticias y por lo que queríamos. Es el lugar que juramos proteger siempre.
Por eso era tan difícil volver y me negué al principio. Después del accidente me había jurado no volver y tuve que desprenderme de este lugar, porque dolía demasiado. Pero de repente, me vi arriba de un auto con mi mamá y Martín, llorando a mares, camino a Mulchén. Llevamos un bolso para pasar las tres semanas que, se suponía, duraría la pandemia.
Volver a ver esas caras se sintió como volver a casa. Y por muy triste que haya sido, porque cada cosa de ese lugar me recordaba a la Mati, me sentí muy acompañada y en familia. El primer año fue de reencuentros y catarsis, viejos amigos reunidos de nuevo en risas, penas, bailes y tantas anécdotas que iban marcando disimuladamente los pasos de una nueva historia. En esas noches, entre conversaciones, nació Bosque Matilde.
No fue parte de ningún plan, fue la expresión más pura del sentimiento impulsivo. Simplemente fue sucediendo, y sigue sucediendo. Agarramos un potrero de caballos abandonado, del cual nos dijeron que nada iba a crecer nunca, porque había mucha humedad. Pero teníamos gente, teníamos ayuda, y había una motivación que iba más allá de hacer un huerto o un invernadero.
Nace Bosque Matilde
Creo que Bosque Matilde –un proyecto de regeneración ecológica y social– es resultado de los tantos caminos recorridos por intentar de reencontrarme con la Mati, de honrarla, de volver a sentirla y de darle sentido a su vida y a la mía. Bosque Matilde es más que un proyecto, es parte de este viaje transformador sin retorno.
Hoy, si cierro los ojos e intento describirlo, veo el hogar de muchos árboles, frutas, pájaros, insectos; un lugar lleno de armonía y respeto, donde puede crecer todo lo que te puedas imaginar. En primavera-verano, el Bosque se vuelve un espectáculo, lentamente va despertando del frío invierno y se va llenando de flores, colores y aromas. Por otra parte, los cultivos también asombran con sus diversas formas, tamaños y lo más importante: sus sabores. Nuestro favorito es sin duda el tomate. También creamos un mercado, un centro de elaboración donde junto a la Lore, la Doris y la Anita, mujeres de la zona, transformamos en productos de valor agregado como mermeladas, conservas y dulces, todo lo que va creciendo.
Y luego está la almaciguera. Fue mi primera gran terapia, aquí pasé y sigo pasando horas maravillándome con las semillas, seleccionando, sembrando, regando y cuidándolas, a veces hablándoles, otras hablándome. Cuidar de una semilla tan pequeña y frágil, ver que ésta puede crecer y fortalecerse día a día para luego ir transformándose en deliciosos alimentos o grandes árboles, es tremendamente sanador.
‘La restauración de la tierra y la restauración del corazón humano son un mismo y único proceso’, dice Masanobu Fukuoka, uno de mis autores favoritos sobre agricultura. Y creo que es de las frases más ciertas y hermosas. Siento que lo que hago con la tierra es lo que hago con mi alma: reconectarme, protegerla y regenerarla, y de ella aprendí que aquí no existe el individualismo, ni el más fuerte, ni el ganador. Ojalá todos pudiésemos vivir con estos mismos principios.
Es aquí en los bosques, debajo de un árbol, comiendo una fruta, donde me siento más viva y más libre, más cerca mío y de la Mati. Y estoy segura de que es una sensación que todos podemos experimentar si volvemos a reconectarnos.
Nadie te puede decir cómo re-significar un duelo, es algo demasiado personal. Además no siempre uno quiere resignificar ningún duelo. Hay veces en que con suerte quieres aceptar que la persona que amas ya no está, y ni siquiera yo misma lo he hecho.
Lo que hice fue resignificar mi vida y en ella, el duelo será eterno, porque a pesar del salto cuántico que he hecho, aún así, preferiría estar aquí con ella en una vida anterior. No deberían pasar tragedias que te hagan tocar fondo para frenar, reflexionar, conectarte con tu espíritu, cuestionar, despertar y cambiar de rumbo. Es demasiado doloroso, y no deberíamos sufrir tanto para ver lo que la vida nos tiene que entregar.
Y lamentablemente nos damos cuenta de esto a porrazos, cuando por alguna razón pierdes el control de lo que creías que era tu camino de vida, y derrotada tienes que de alguna forma volver a pararte. Pero te levantas diferente, porque esos minutos en el suelo detenida, son suficientes para cuestionártelo todo y decidir dejar de correr en esta carrera que llaman vida.
Hay otros caminos, otras direcciones, y cuando te envalentas a explorarlos sin rumbo ni expectativas, es donde ocurre la magia”.
Elisa Mingo (29), Co-creadora de Bosque Matilde y eterna aprendiz de la madre naturaleza.