Ramón Ulloa: Ella me escogió
El conductor de Tele13 y destacado periodista relata por primera vez la historia de su infancia y la mujer que lo crió. "Habría sido egoísta no compartir esta historia de amor, e ingrato de mi parte haber desperdiciado la ocasión de homenajear a quien sin haberme 'dado' la vida, me la regaló por completo".
Dicen que ese día había viento y lluvia. Nada nuevo si estamos hablando del sur. Pero las condiciones del tiempo eran particularmente inadecuadas para concretar la tarea que ese día Ema estaba resuelta a cumplir.
Nunca fue posible para mí precisar con exactitud la fecha, pero debió ser a mediados de mayo del 68.
Ella y Onofre, mi tío materno, lo habían discutido profundamente. Habían decidido hacerse cargo de uno de sus sobrinos nacido solo hacía un par de meses en Chiloé.
Candelaria, mi madre biológica había dado a luz mellizos. Los pequeños venían a completar un extenso núcleo familiar que ya sabía de otros siete hermanos. Rosa y yo seríamos los últimos.
Seis meses antes, un político de profesión médico había sorprendido a mis padres cuando pasó por la casa haciendo campaña. Como buen candidato ofreció sus servicios y al examinar a mi madre embarazada le dijo: "no es uno, sino dos los que vienen en camino".
La feliz noticia de un alumbramiento por partida doble implicaba un desafío mayor. Si vivir en Chiloé en esos años ya era difícil, imagínense lo que era hacerlo no en la Isla Grande, en Castro o Ancud, sino en el archipiélago. Allí, decenas de pequeñas islas parecen haber sido esparcidas por la mano del creador en los mares interiores. Una de ellas es Voigue. Un pequeño paraíso al que hoy se llega después de casi tres horas en lancha desde Dalcahue. De ahí es mi familia.
En esos lugares y en esos tiempos, las parteras ayudaron a nacer a quizás cuántos niños. Varios de mis hermanos vinieron al mundo así. Nosotros no.
Un embarazo de esas características no podía ser atendido allí con seguridad. Mi madre debió viajar a Castro varios meses antes y aún así el parto fue complejo. Enfermó y, si bien regresamos a la isla, su estado le impidió ocuparse de la casa, del resto de mis hermanos y del cuidado especial que requeríamos los mellizos.
Y fue así como mis tíos se hicieron cargo de mí. Y fue así como Ema se cruzó en mi vida o yo en la de ella –no lo sé bien– para transformarse también en mi madre.
"No recuerdo una conversación especial donde me hayan contado todo esto. Sencillamente siempre lo supe. No necesité de sicólogos, ni de terapias para asumir mi historia. Simplemente el amor hizo su obra. La sencilla y modesta sabiduría de aquellos a quienes reconocí como mis padres me permitió ver lo afortunado que fui".
Cuando me fue a buscar a la isla, tenía 42 años y tres hijos. Mujeres, las dos mayores, y un pequeño de ocho. Ellos se sumarían a la ya larga lista de mis hermanos sanguíneos.
Cuando Ema y Onofre ofrecieron su ayuda, todos entendieron que sería algo transitorio. Pero el tiempo y las circunstancias –tal vez eso que llamamos destino– hizo que se volviera permanente.
Por algo fui yo el escogido. A poco andar, el pequeñito traído de la isla empezó a coleccionar todas las enfermedades disponibles que había en ese momento. La cercanía a médicos y hospitales que significaba vivir en Puerto Montt fue haciendo cada vez más difícil mi regreso.
No recuerdo una conversación especial donde me hayan contado todo esto. Sencillamente siempre lo supe. No necesité de sicólogos ni de terapias para asumir mi historia. Simplemente el amor hizo su obra. La sencilla y modesta sabiduría de aquellos a quienes reconocí como mis padres me permitió ver lo afortunado que fui.
Y si alguna vez tuve algún atisbo de duda, recuerdo las cariñosas palabras de ella: "Hijo, siempre piensa en la riqueza que Dios te dio. No tuviste ocho hermanos, sino una docena. Y la vida te regaló dos papás y dos mamás".
Mi frágil salud, que me acompañó hasta ya entrada la adolescencia, nos hizo compartir una complicidad que solo ella y yo podíamos entender. De niño arrastré una especie de hemofilia que al rozar los 10 años casi me venció. Nunca olvidaré su rostro lloroso cuando un paro cardiorrespiratorio doblegó mis fuerzas. Si es cierto que al rozar la muerte uno ingresa a algo así como un túnel luminoso, puede ser que ese día estuve ahí. Fue ella lo último que vi y también recuerdo que fue su sonrisa lo primero que me recibió al salir de ese estado.
"A poco andar, el pequeñito traído de la isla, empezó a coleccionar todas las enfermedades disponibles que había en ese momento. La cercanía a médicos y hospitales que significaba vivir en Puerto Montt fue haciendo cada vez más difícil mi regreso".
De no haber sido por ella, por sus cuidados y su amor, hoy yo no estaría contando esta historia. Y vaya que me costó hacerlo, porque suelo ser muy celoso de mi intimidad. Sin embargo, cuando me invitaron a escribir sobre mi mamá, no pude negarme. Habría sido egoísta no compartir esta historia de amor e ingrato de mi parte haber desperdiciado la ocasión de homenajear a quien sin haberme "dado" la vida, me la regaló por completo.
Ema partió hace exactamente ocho años. Candelaria recién hace cinco meses. Alguien me preguntó si el dolor se multiplicaba perdiendo a dos mamás. Le respondí que cuando dos madres te aman no queda espacio para el lamento, solo para la alegría".
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