“Han pasado casi 26 años desde que nació mi hija y siento como si hubiese sido en otra vida. Tenía entonces 19 años recién cumplidos, estaba estudiando una carrera que no me gustaba y un día, en medio de una clase, sentí el ímpetu de cambiar las cosas. Yo quería estudiar teatro y estaba estudiando diseño básicamente mientras esperaba que corriera la lista de espera en la misma universidad. Pero ya habían pasado unos meses y decidí que no podía esperar más, tomé mis cosas y fui a ver escuelas de teatro. Quedé muy entusiasmada, al día siguiente hablaría con mis papás y tomaría las riendas de mi vida con alegría. Pero esa noche me llamó mi mejor amiga y me dijo que ella pensaba que yo estaba embarazada porque nuestras menstruaciones estaban sincronizadas y a mí no me había llegado. La verdad yo ni siquiera llevaba la cuenta. Al día siguiente a primera hora mi amiga llegó a mi casa con un test de embarazo. Cuando vi el resultado no lo podía creer, no me sentí contenta, me sentí asustada, muy asustada. El papá de la guagua no era mi pololo, yo estaba enamorada, pero él no, y además era el mejor amigo de mi hermano. Nuestra relación era a escondidas. Con unas amigas tratamos de buscar información sobre cómo poder abortar, pero eran otros tiempos. Podría haber pedido ayuda para hacerlo, pero no me atreví. No tuve la fuerza, era otra Mariana, muy temerosa, con menos recursos emocionales y fortaleza.
Un par de días después de esa ecografía mi mamá me preguntó si estaba embarazada. Desde la distancia del tiempo creo que su pregunta fue lo mejor que me podría haber pasado, pero ahí se inició un proceso durísimo. Cuando le dije a mis papás que quizás podría abortar, mi padre me dijo que si lo hacía no me quería ver nunca más. Sentí que no quedaba otra alternativa que aceptar el embarazo. Mi hermano casi mata a su amigo, y mi papá me prohibió verlo. Me obligaron a contarle a cada persona de la familia, abuelos, abuelas, tíos y tías. Tuve que escuchar los reproches de cada uno. Lo recuerdo y pienso cómo fueron capaces de obligarme a hacer algo así. Solo mi abuela materna recibió bien la noticia y me preguntó de qué color me hacía un chaleco para mi guagua. Desde ese momento empecé a ver algo de luz y amor. Empecé a escribirle un diario a mi hija, me salí de la universidad y me puse a trabajar. Con mi plata me compré una máquina de coser y empecé a aprender. Mi objetivo era independizarme, irme de mi casa, criar a mi hija sola, sin miradas de enojo, sin recriminaciones ni vergüenza.
A los tres meses de mi embarazo, el papá de mi hija me dijo que no me quería ver ni saber más de mí y de mi guagua. Fue tremendo para mí. Cuando supe que era mujer me dio miedo que ella fuera tratada como yo. Y por eso me puse fuerte, y empecé a amarla con todo con mi corazón. Tenía una guata grande y me gustaba caminar por la calle esperanzada y orgullosa.
Para mí ser madre ha sido muchas veces complejo, la sociedad nos dice qué debemos hacer y qué no. Cada periodo de la vida de mi hija me parecía que era el más difícil, en parte se debe a que yo quería hacer otras cosas, pero cuesta tener espacios de libertad cuando eres madre, al menos siendo mamá joven. Con mi hija hoy tenemos una relación cercana y a la vez respetuosa, no somos amigas, pero existe la confianza porque creo que no es una posesión mía, porque confío en ella y en su libertad de elegir, porque creo en lo que le he enseñado y porque veo que es una gran persona.
Hoy miro todo lo crecí luego de mi embarazo, todo lo que he sido capaz de hacer y ser. A veces sentía que ser mamá era lo más terrible de la vida, pero ahora lo agradezco infinitamente y ha sido un gran camino de amor y crecimiento”.
Mariana tiene 42 años y es periodista.