“Cuando supe del embarazo de Aurora sentí al mismo tiempo, alegría y miedo. La noticia me hizo revivir todos los temores de mi embarazo anterior.
Pocos meses antes, el 28 de mayo de 2002, había nacido Diego, nuestro primer hijo. Fue un parto normal luego de una inducción. Y nació muerto.
A pesar de todo el dolor, conocerlo, tomarlo y tener la posibilidad de ver su carita fue muy lindo conocerlo. El médico nos permitió estar con él un rato, acurrucarlo y después despedirnos. Incluso le hicimos una misa. Nos ayudó bastante poder hacerle una despedida, porque hace 21 años los nonatos no podían ser enterrados ni nombrados por su nombre en el parte médico. Eran XX. Después de ese breve contacto que tuvimos con él en la clínica, ya no lo volvimos a ver nunca más.
Ese embarazo lo había vivido llena de ilusión. Sería el primer nieto por mi lado y nuestro primer hijo con mi marido, con quien nos habíamos conocido en la universidad. Cuando teníamos siete semanas de embarazo, un día voy al baño y vi sangre. Cuando me vio el médico, me mandó a reposo. Empecé a pasar mi embarazo en reposo con licencia, fue un embarazo bien solitario, bien encerrada. En cada control me monitoreaban. En la semana 10 ya comenzamos a ver que había un problema. El bebé apenas crecía. Lo denominaron retraso en el crecimiento intrauterino, parecía que yo no lo estaba irrigando bien. Me pinchaba los brazos y muslos todos los días con anticoagulante para solucionarlo, pero al cuarto mes notamos que no había muchos resultados. Poco tiempo después nos dieron la noticia: nuestro bebé era inviable. No iba a nacer vivo. No existía la posibilidad de un aborto terapéutico, así que estaba obligada a continuar con el embarazo.
Milagrosamente, después de eso Diego repuntó. Se activó y creció, pero ya entre el séptimo y octavo mes empezó otra vez a decaer. Cada vez los latidos eran menos y yo sentía menos movimientos. Me acuerdo que el 27 de mayo de 2002 estaba escuchando música. Era una tarde de un día feriado y en ese momento, sentí algo extraño. Un día después conocimos a Diego.
Todo ese embarazo fue un proceso bien sufrido. Había esperanza, después todo se desmoronaba y caía. Yo intentaba mantenerlo con vida. Me creció la guata, entonces la gente me preguntaba. Me incomodaba, pero me era difícil mentir. En general sonreía y agradecía, solo a algunos les decía la verdad: que no iba a nacer vivo. Es curioso, porque cuando te pasa algo como esto, las personas de tu alrededor intentan todo el tiempo de que no estés sufriendo, entonces cambian el tema, evaden.
Me acuerdo que cuando ya teníamos el diagnóstico fuimos a un matrimonio. Creo que fue la tontera más grande que pudimos haber hecho, porque todo el mundo me miraba y nadie me hablaba. Nadie sabe qué decirte, o cuando dicen algo, muchas veces meten las patas. Yo me imbuí en mi propio mundo. Era mi bebé y yo. Como mamá, permanentemente traté de acogerlo, de darle su espacio. Tenía un peluche y me lo ponía en la guata y le hacía cariño. Sabía que Diego nunca estaría vivo en mis brazos, pero trataba de darle ese calor de mamá que necesita un bebé.
Fue muy triste todo lo que pasó. Si veo el lado negativo fue trágico y traumático. Sin embargo ahora, 21 años después, puedo mirar en perspectiva y encontrarle más sentido. Como matrimonio nos aferramos mucho a la fe y creo que para nosotros esto fue una prueba de fuego que puso en duda todos nuestros sentimientos. En experiencias como esta hay angustia, miedo, recriminaciones y culpa. En un momento algunos pensaban que esto pasaba porque yo no me estaba alimentando bien, pero no era por eso. Una experiencia como la que vivimos pone a prueba a la pareja y es una prueba tan grande, que pone en jaque al matrimonio.
Por todo esto, el embarazo de mi segunda hija Aurora fue uno lleno de miedos. El médico me dio licencia todo el embarazo. Apenas me movía, estaba muy temerosa. Me dediqué a puro comer, engordé 25 kilos. Recibimos mucho cariño de mi mamá, de mi nana, del equipo médico. Ellos ya conocían y compartían nuestra historia.
Como soy creyente, recuerdo que rezaba mucho. La fe siempre me ayudó bastante a confiar en que todo saldría bien, pero era una preocupación constante el tener que ir a las ecografías. En eso, el médico fue clave. Siempre me explicó qué estábamos chequeando y me decía todo. Pero viví un embarazo muy puertas adentro, sin mucha vida social, sin agitarme para nada. Admiraba a esas madres que hacían gimnasia. Esas cosas estaban todas eliminadas en mi mente de embarazada, porque todo podía ser un eventual riesgo.
El día que nació, cuando iba en cinco de dilatación, se me rompió la bolsa y se enredó el cordón. La matrona empezó a gritar y el médico no había llegado. Me pusieron al de turno, anestesia general y no supe más. Fue cesárea de urgencia. Me desperté gritando para saber si la Aurora estaba viva.
A veces creo que vivir la muerte de nuestro primer hijo nos hizo volvernos más aprensivos. La primera vez que sacamos a la Aurora al exterior -que fue como dos meses después de nacida- parecía una momia, iba completamente envuelta. Cuidábamos quién y cómo se le acercaba, nadie podía estar sucio cerca de ella.
Cuatro años después de la Aurora nació nuestro segundo hijo, Santiago. Allí ya fue todo muy distinto. La Aurora había sido algo así como una prueba superada. Los primeros tres meses también estuve con licencia por precaución, pero luego el mismo médico me impulsó a que siguiera trabajando.
Y es que una pérdida así nunca se olvida
Mucha gente me dice ‘ah pero tu hijo no nació, se murió en el vientre’, como si ese dolor no tuviese importancia’. Y la tiene, es un hijo igual.
Algunos creen que estoy loca, pero si me preguntan cuántos hijos tengo, siempre digo tres. Dieguito siempre está presente entre nosotros. A mis niños siempre les hemos dicho que tienen un ángel de la guarda. Es algo que te marca para toda la vida y también al matrimonio, por eso siempre lo tienes presente en el recuerdo. Una pérdida así nunca se olvida.
Hace alrededor de tres años, escuchando la radio, encontré la Fundación Amparos que se dedica a acompañar a personas en duelo perinatal. Todavía la fundación era incipiente, pero los contacté y desde ese entonces que formo parte de ella. Cuando se me cruzó pensé que era mágico, y creo que en ello está la mano de Diego.
En el momento en que yo lo viví, mi duelo perinatal fue muy solitario. A pesar de que el médico fue bien apañador, no estaba muy desarrollado el acompañamiento para el duelo perinatal, no había nada. Ahora al menos puedes optar por un saquito del recuerdo o una cajita de memoria, antes no tenías nada. Con mi marido acompañamos a otras parejas que están viviendo duelos similares.
Cuando cuento mi experiencia, la gente que me escucha dice ‘ah pero tu hijo no nació, se murió en el vientre”, como si ese dolor no tuviese importancia’. Y la tiene, es un hijo igual. Yo lo sentí durante ocho meses de embarazo, y solo yo sé lo que fueron esos meses de agonía. Cuando uno tiene la posibilidad de ver y tocar al bebé, te das cuenta que no era solo una semillita, un feto. Te das cuenta que existió, y ese dolor es tan válido como el del que haya nacido y se haya muerto a las pocas horas, días, meses. Cada dolor es único.
En general en nuestra sociedad la muerte es un tema incómodo de ver y afrontar, pero la muerte perinatal es una realidad a la que nadie quiere mirar de frente y que es muy difícil acompañar. Por eso me parece que es vital que se visibilice, para que se puedan emprender acciones encaminadas a dar soporte emocional, legal y sanitario a estas familias, y que se vaya eliminando el tabú que la rodea. Como no nos cansaremos de repetir: hay tantos duelos como personas y no hay una única o adecuada manera de hacerlo.
Para mí, los 28 de mayo siempre serán un día especial, una fecha que quedó patente para toda la vida. Porque uno sigue viviendo para siempre con ese dolor, es algo que no te deja, pero tampoco te limita para siempre. Yo sabía que tenía que salir adelante y lograr ser mamá”.