Era mi primera ecografía doppler cuando un doctor con cara desconocida, pero amable, entró a la sala. Al examinarme, sentí el gel frío en mi guata, que ya predominaba bastante por ser el tercer mes de mi segundo embarazo. De pronto, llegó el primer silencio. Con mi marido nos miramos y sonreímos nerviosos. En la pantalla se veía todo bien, así que no imaginamos nada malo. Hasta que el doctor me pidió que fuera al baño a desvestirme y ponerme una bata, porque necesitaba hacer una ecografía transvaginal. Fue ahí cuando comenzaron mis dudas. Y dejé de sonreír.
Salí del baño bastante nerviosa y volví a la camilla. El doctor suspiró profundamente y con una cara que nunca olvidaré, nos dijo: "ya chiquillos, no les tengo muy buenas noticias". Escucharlo fue demoledor. ¿Cómo estaba pasando esto si ya tenía 12 semanas, no había sangrado nada y mi guatita seguía creciendo? El corazón de mi guagua había dejado de latir, pero la placenta seguía trabajando, por lo tanto mi cuerpo seguía sosteniendo a mi guagüita y mi útero seguía acunando su cuerpecito. Aborto retenido fue el diagnóstico. Pasando por los pasillos fríos de la clínica, mirando a esas otras mujeres con guatas enormes y llenas de vida y sintiendo cómo la gente nos miraba, nos abrazábamos sin saber qué decir. No entendíamos nada ni sabíamos que hacer.
Llamé a mi doctor, que estaba de vacaciones, y me dijo "tranquila, como todo se ve bien, si quieres puedes esperar, darle tiempo. Tiempo para ver si le permitimos que caiga solito, sin intervención. Hablemos en un mes más". Y así fue como tuve solo 31 días para entender todo lo que estaba pasando. Un mes para llorar, para asimilar su muerte en mi cuerpo, en mi mente y sobre todo en mi corazón.
No fue fácil llevar a mi guagua sin vida, pero por alguna razón que desconozco, mi alma me pedía a gritos tenerla conmigo. Eso me permitió conocer a mujeres maravillosas con las que pude hablar del tema, hacer ritos sanadores que me ayudaron a conectar con su pérdida y a permitirme vivir este duelo como a mí me hacía sentido y no como los que me rodeaban me sugerían. Varias voces amables decían "ya vendrá otro", "hay que ser positiva" o "estas cosas pasan, es súper normal", pero yo no quería pensar en otra guagüita, no quería estar positiva y no quería sentirme parte de una estadística para sentir consuelo.
Lo que quería era llorar, estar triste, encerrarme sin que nadie me viera. Quería vivir mi duelo, pero me di cuenta que eso no era común en esta sociedad. Me sentí muchas veces rara y exagerada, pero finalmente el escuchar mi voz interna fue dándole sentido.
Cada llanto me ayudaba a respetar mis tiempos. Cada vivencia del proceso, a entender por qué la naturaleza me decía que no era el momento para ser mamá nuevamente. En lo más profundo de esa pena, pude ver cosas que de otra forma nunca hubiera visto, y enfrentar el dolor abrió mis ojos y me ayudó a sanarme de raíz con temas personales que tenía pendientes.
El mes pasó lento, y me enseñó el significado de la palabra calma. Entre infusiones de ruda, meditaciones y visualizaciones, fui sangrando durante varias semanas. Pero yo aún no podía soltar a mi guagua, así que por un tema de salud fue momento de intervenir. Me hospitalicé para hacerme un vaciamiento uterino un 14 de febrero. Día del amor para muchos. Para mí, el día más triste de mi vida. Si bien el tiempo me había permitido comprender su muerte, ahora tenía que dejarla ir.
Al otro día ya estaba de alta. Me sorprendió que el procedimiento fuera tan rápido y efectivo para un proceso tan doloroso. Llegué a mi casa muy confundida. Mi útero estaba vacío como si nada hubiera pasado, pero algo me faltaba. Y es que mi guagüita no estaba en mis brazos. Este fue el postparto más triste del mundo.
Llena de confusión, sobrepasada con los altos y bajos emocionales, y con una pena incontrolable, viví esos primeros días, en los cuales nadie me explicó que en términos hormonales había que darle tiempo al cuerpo, y que emocionalmente había que dejar que la mente, y sobre todo el corazón, volviera a encontrar su equilibrio. Fue ahí, entremedio de la desesperación y la angustia, cuando deseé de todo corazón que ojalá ninguna mujer pasara por esto sola. Hace un tiempo leí una cifra que dice que 1 de cada 4 mujeres ha sufrido una pérdida de este tipo, pero la verdad es que somos más que una estadística y más que sólo mujeres. Somos familias enteras viviendo un duelo súper silenciado, y siento que no se sabe mucho cómo empatizar con ese dolor. Independiente de las semanas o meses de gestación que se haya tenido, hay una pareja que soñó, imaginó e idealizó a su guagüita incluso antes de concebirla.
Habían pasado sólo dos meses del vaciamiento uterino cuando al parecer mi cuerpo ya estaba listo para empezar denuevo. Y quedé embarazada. Quiero pensar que todo lo que aprendí con la muerte de nuestra segunda guagüita me había preparado rápidamente el camino para estar lista mental y emocionalmente para una nueva gestación. Así que antes de lo que pensé, con miedo y esperanza, comenzamos este nuevo embarazo. El tercero ya en mi cuerpo.
Los primeros cuatro meses, sentí más miedo que esperanza. Y es que finalmente me tuve que hacer amiga de ese sentimiento, no me quedaba otra, estaba tan, pero tan presente en mi día a día, que decidí aceptarlo y aprender a convivir con él. El miedo me enseñó a cuidarme, a respetar mis tiempos y a escuchar mi voz interior. Si bien no es una emoción muy agradable, de cierta forma mi mente decidió acogerlo como parte importante de mi vida. Esa fue la forma que encontré para vivir en paz este embarazo. Al aceptarlo como parte de mi historia, entendiendo que era demasiado normal que esa emoción estuviera presente, todo se fue equilibrando.
Me hice amiga del miedo, que con el pasar de los meses me visitó cada vez con menos frecuencia. Pero cuando se acercaba el minuto del parto, venía a recordarme sutilmente que me cuidara, que descansara y que, por sobre todas las cosas, confiara. La vida que estaba dentro de mi guatita me eligió tal cual como estaba en ese momento. Llena de miedo, triste a morir, insegura y sin fuerzas. Pero sus ganas de vivir fueron más fuertes que mi sentir. Su fuerza de vida me dio el empujón para darle cada vez más espacio a la esperanza, y durante 39 semanas y 3 días me sostuve para ver si ahora podía lograr tenerla en mis brazos.
Con miedo y todo, lo logramos. Creo que pude llevar este embarazo porque permití que la pena tuviera espacio, dejando que fluyeran sus aguas y no que se estancaran. Y así, llorar la muerte le fue dando espacio a la vida y las ganas de vivir le fueron ganando a las inseguridades. Las penas, cuando se viven con conciencia y aceptación, se transforman en pura fortaleza y brillo. Y lo más importante -y creo que mi cuerpo es el fiel reflejo de eso-, es que el amor siempre, pero siempre le gana al miedo.
Natalia Canto es mamá Colomba, Lupe y Allegra. Trabaja como instructora de yoga y es doula.