Estar embarazada en pandemia fue un desafío no solo por el hecho de estar sola y apartada de mi familia y amigas, sino que también por la parte médica y de control prenatal, que ha sido muy difícil. Mi embarazo fue una sorpresa, no lo había planificado porque estaba comenzando un nuevo trabajo en un liceo como profesora de matemáticas, y también porque estaba pasando por un duelo muy difícil por la pérdida de mi mamá. Me sentía muy mal emocionalmente y la noticia del embarazo me dejó aún más inestable. No alcanzó a pasar más de una semana de cuando me enteré, cuando declararon la pandemia a nivel nacional y se suspendieron las clases. Esto de cierta manera fue una buena noticia, porque me permitió reponerme y descansar.
En seguida supe que el proceso de mi embarazo sería muy diferente al de mis amigas y mi hermana, ya que intuí que la pandemia era una situación que se extendería por mucho tiempo. Así fue como me suspendieron todas las atenciones en el Cesfam, nunca fui al dentista, a la nutricionista ni a la psicóloga, aunque lo necesitaba para enfrentar todo lo que vendría sin la presencia de mi mamá. Cuando mi embarazo avanzó, comencé con dolor de cabeza, hinchazón en los pies, destellos de luz, mareos al levantarme y un pitido en los oídos; síntomas a los, siendo sincera, no les di mucha importancia, justamente por mi temor a ir a un centro médico y exponerme al virus. Pero en un control la matrona me dijo que esto no era normal y que probablemente estaba desarrollando una preeclampsia, y que si me volvía a sentir mal debía ir a urgencias.
Reconozco que en ese momento me sentí culpable por no consultar antes. Pensé que podría haber evitado esta enfermedad si hubiese ido a más controles, pero me calma creer que no era algo que estuviera a mi alcance. A las 36 semanas me vino un dolor intenso en la parte alta del vientre. Con mi pareja nos fuimos de inmediato al hospital, hasta donde llegué con vómitos y mucho dolor. Cuando me atendieron me separé de mi pareja y nunca me imaginé que no lo volvería a ver después de varios días. El doctor me revisó y me confirmó la preeclampsia. Dijo también que había que hacer una cesárea de urgencia. Lo que más me preocupaba era que mi bebé estuviera bien, pero el médico me dijo que en estas situaciones es la madre la que corre más riesgo y que, por lo mismo, tenían que actuar pronto.
Todo lo que vino después fue muy rápido. Entré al quirófano, me pusieron anestesia mientras todos corrían para que el parto fuese lo antes posible. Hasta que de pronto escuché un llanto débil. Me acercaron a mi hijo la cara y aunque por la mascarilla no lo pude besar, fue el momento más emocionante de mi vida.
En la sala de recuperación traté de mover mis pies lo más pronto posible para estar completamente disponible para mi guagua, pero me di cuenta que los síntomas de la preeclampsia seguían. Esa primera noche no quise dormir, tenía miedo. Miraba a mi hijo en su cuna y me decía a mi misma que tenía que ser fuerte, aunque me costaba, porque me sentía sola. Me habría encantado estar acompañada de mi pareja y de mi mamá. A las 7 a.m. empecé a empeorar. Intenté tomar a mi guagua para amamantarla, pero no pude. Decidieron trasladarme a la UCI porque mi presión seguía muy alta. Recibir esa noticia fue angustiante porque implicaba estar lejos de mi guagua. A esas alturas, y aunque me sentía mal, lo único que quería era irme a la casa.
Por suerte, de a poco comencé a evolucionar favorablemente. A los días me regresaron a maternidad donde me dejaron en una pieza sola a la espera del resultado del PCR, ya que como había estado en la UCI, ese era el protocolo. Y eso significó un día más sin ver a mi guagua. Lo único que me tranquilizó fue que cuando apareció el pediatra de neonatología, me dijo inmediatamente que mi hijo era muy regalón y estaba sanito.
Cuando por fin lo recibí y lo tenía en mis brazos comencé otra vez con dolor en mi estómago. Al final, además de la preeclampsia, tenía cálculos en la vesícula, así que tuve que entrar nuevamente al pabellón. Esta vez mi pareja pudo quedarse con nuestro hijo. Me dejaron en la puerta de la habitación y se fueron. Estuve tres días más hospitalizada, pero esta vez con la certeza de que mi hijo estaba bien y en casa. Es muy fuerte pasar estos momentos sola. Me hizo mucha falta poder sentir la compañía de mi pareja, de mi hermana y mi mamá. Los dolores físicos en esos momentos pasan a segundo plano, porque le gana la angustia de no saber qué pasará con nuestra vida.
Pero aunque fue un proceso largo, hoy agradezco el poder estar junto a los míos. Aunque la pandemia no permitió que una vez en casa, mis amigas y familia conocieran a mi bebé, sentí la tranquilidad y felicidad de estar mejor. Mi pareja y hermana fueron un pilar importante en la recuperación de mi cuerpo y mente, y ahora puedo por fin tomar a mi bebe en brazos con las fuerzas recuperadas.
Viviana Farías Bórquez tiene 30 años y es profesora de matemáticas.