“Mi mamá, sin quererlo –porque ella jamás fue activista– me inspiró a luchar y mostrar las injusticias que viven las mujeres. Ese fue el germen”, cuenta la escritora chilena Emma Sepúlveda (73), quien hasta ahora ha publicado 23 libros tanto de escritura creativa y crítica literaria, como de enseñanza del castellano y de investigación. Estudió Historia en la Universidad de Chile, pero en los años de la dictadura emigró y se terminó titulando en Estados Unidos, país donde vivió por más de tres décadas. Es magíster y doctorada en la Universidad de California y ha recibido numerosos reconocimientos por su trabajo en literatura y en defensa de los derechos de las personas latinas, especialmente de las mujeres.
“Somos el resultado de muchas influencias: mi madre fue una mujer que lo pasó muy mal, mi padre un hombre siniestro, y yo creo que aprendí a través de ella a ver la fortaleza innata que tienen las mujeres. Empecé desde pequeña a admirar eso, partiendo por mi madre. Y luego, otra mujer, mi profesora de castellano, fue quien me incentivó a escribir. Lo hacía en diarios de vida en donde escribía cuando me sentía mal, incomprendida. A través de estos dos impulsos me atrajo la escritura, pero una especie de escritura activista”, cuenta desde Valencia, España, lugar donde se radicó hace algunos años.
¿Describirías tu literatura como ‘literatura feminista’?
Tengo un interés casi rebelde por seguir mirando y creando discursos sobre la mujer, para la mujer y por la mujer. Todas deberíamos tener el compromiso de desenterrar esos cadáveres ocultos, y también, la obligación de que las nuevas generaciones sigan mirando hacia lo que se ha tratado de ocultar. Y es que por siglos las mujeres tuvimos que vivir la injusticia y la violencia en silencio, como un problema privado. En mi propia vida fue así. Mi padre fue un ser extremadamente violento y yo viví violencia intrafamiliar. Recuerdo cuando mi madre me decía: “que a tí no te pase nunca lo que me está pasando a mí”. Entonces, sin quererlo, ella me convirtió en una defensora de los derechos de la mujer, porque desde niña decidí que iba a luchar para que a ninguna mujer un hombre le pegue como le pegaron a mi madre. Y mi literatura es parte de esa lucha.
Entonces fueron tus experiencias personales, más que la academia o la teoría, la que te hizo feminista.
Exacto. Y en Estados Unidos he tenido muchas peleas en el mundo académico con las feministas. Siempre cuento esta “anécdota”. Yo toda la vida me he pintado la boca roja y una vez una académica me interpeló por eso. Me dijo: “Qué tan feminista eres tú que te pintas la boca roja”. Le respondí: “¿Sabes por qué me pinto la boca roja? Porque mi madre se pintaba la boca roja y mi padre llegaba a la casa y le daba una cachetada porque, según él, las putas se pintaban la boca roja. Desde entonces dije que hasta el día que me muera, me iba a pintar la boca así”. Cuando le expliqué se quedó callada. Pero más allá de la anécdota, lo que quiero decir con esta historia es que me parece absurdo que las mujeres estemos perdiendo terreno porque la lucha se ha desvirtuado.
Nos hemos enfocado en la teoría y no en la práctica. Recuerdo una vez que hicimos un puerta a puerta para ir registrando a las mujeres latinas para que votaran en Estados Unidos. Me decían que les habría encantado ir a las marchas, defender el derecho al aborto o al pre y posnatal, pero tenían que trabajar ocho horas al día y después llegar a la casa a cuidar a sus niños. No hay espacio para un feminismo teórico. Mientras el grupo exclusivo de feministas debaten sobre las teorías, hay un mundo aparte que necesita apoyo.
Contar la historia en la voz de nosotras
En su última novela, Cuando mi cuerpo dejó de ser tu casa (2022), concentró años de investigación personal sobre los horrores vividos por chilenos y extranjeros en Colonia Dignidad, centrándose especialmente en las torturas vividas por mujeres. Y no es la primera vez que cuenta una historia desde la voz de nosotras; Emma siempre ha buscado la óptica femenina en sus libros. Así fue como en 2010 viajó a Chile y entrevistó a las esposas de los 33 mineros encerrados en la mina San José, material que publicó en el libro Setenta días de noche. 33 mineros atrapados: historia oculta de un rescate.
¿Cómo fue eso?
En los años 70 viajé a Chile a fotografiar a las arpilleristas y ahí conocí las historias de las madres, novias, hijas, nietas de los desaparecidos. Comencé a entrevistar a esas mujeres porque realmente era increíble cómo dieron su vida para que solamente les respondieran una pregunta: ¿Dónde están? Para mí esas mujeres representan la fuerza innata que siempre he admirado en la mujer latinoamericana.
Entonces, cuando vino el desastre minero, yo estaba en Grecia. Recuerdo que me encontré con la noticia en televisión. La mujer de uno de los mineros decía llorando: “Lo único que yo quiero saber es ¿dónde están? Esa pregunta volvió a resonar dentro mío y decidí viajar. A los pocos días llegué al campamento con una grabadora para conocer la vida de esas mujeres. Allí pensé que tenía que hacer un libro de eso: no solamente sobre cómo esas mujeres estaban allí esperando que sus maridos salieran de la mina, sino que cómo era su lucha diaria para sacar adelante a sus familias.
Conociste la verdadera vida de la mujer del minero…
Tuve el privilegio de encontrarme, por ejemplo, con la verdadera esposa de Yonni Barrios, el minero infiel. Ella pasó días contándome el drama que era vivir con ese hombre. Tanto que llegó en un momento con una caja con las cartas que él le había enviado. Me pidió que las publicara, me dijo que era un infame, que había vivido siempre a costa de ella. Así como esa, cada historia de estas mujeres fue un aprendizaje: sus maridos se iban a la mina y no las veían en meses, después volvían y se tomaban todas las ganancias y entonces eran ellas las que tenían que salir a buscar trabajo. Poseen una valentía, un coraje y un discurso feminista mucho más coherente que las feminitas que había escuchado en Estados Unidos. Esas son las verdaderas feministas.
Tu última novela, Cuando mi cuerpo dejó de ser tu casa, también cuenta la historia de mujeres, de las torturas que tuvieron que vivir en Colonia Dignidad. ¿Cómo fue escribir de eso?
Esto partió en mi juventud. Un día mi padre llegó a la casa con la revista Ercilla y ahí había un artículo sobre Wolfgang Müller, el muchacho que se escapó y lo obligaron a volver a la Colonia. Y después leí sobre una mujer que había dejado a sus tres hijos y también se había escapado. Ella decía que le habían quitado a sus hijos, que la torturaban, que torturaban a los niños también; que sus hijos ya no le podían decir mamá, que allí dentro era una tía para ellos, que además tenían que dormir con Paul Schäfer. Contaba que a las mujeres les daban remedios para que no menstruaran porque a Schäfer no le gustaba, y que a otras le sacaban el útero y los ovarios. La mujer estaba desesperada. Esos ejemplos me persiguieron, y para mí que he vivido la violencia desde tan cerca, siempre me ha llamado la atención el punto de vista de la víctima, sobre todo si es mujer.
Por eso decidí escribir esta novela; primero porque la historia de esas mujeres no se había contado, y segundo porque me parecía que contarla era importante para no repetir este patrón, que no permitamos que otra vez vuelva a pasar algo como esto. Que las mujeres seamos cómplices, en el sentido positivo. Porque hoy pienso, hasta yo misma ¿cómo nunca fui y protesté frente a la Colonia Dignidad? ¿Cómo las mujeres chilenas nunca protestamos por lo que les estaba pasando a otras mujeres y a los hijos de otras mujeres? Por eso denunciar esto para mí era necesario, era una obligación.