Recuerdo con exactitud el día en que la conocí. Tenía 10 años y la profesora de artes del colegio nos propuso un desafío: llegar a la siguiente clase con el nombre del artista que más se había hecho autorretratos.
En mi casa no teníamos internet, pero mis papás eran amantes del arte y contábamos con una amplia biblioteca. Emprendí la búsqueda con un sistema que me sonaba infalible: ver cada uno de los libros y contar la cantidad de autorretratos que salían en estos. Como si todas las obras de los artistas estuvieran sí o sí publicadas. Sea como sea, encontré un libro titulado Kahlo. Me acuerdo de comentárselo a mi padre “no conozco a este pintor”, y de su respuesta “es pintora”.
¡Pintora! ¡Una artista mujer! Estaba emocionada. Hasta ese entonces, de pintoras solo me sonaban Tarsila do Amaral y Georgia O’Keeffe porque habíamos ido a ver sus exposiciones con mis papás. Del resto, conocía a puros hombres.
Tenía la sensación de que las mujeres que yo veía aparecían en las obras, pero no eran retratadas por mujeres. Estaba en lo correcto: de acuerdo con estudios realizados por el colectivo Guerrilla Girls, solo 6% de los artistas exhibidos en los museos son mujeres, pero más del 60% de los desnudos mostrados son femeninos.
Quizás por eso Kahlo me sorprendió por primera vez.
Llegué a la siguiente clase de artes con su libro en manos. Gané un punto extra por haber encontrado a la artista que la profesora esperaba. Pero gané mucho más que eso: una nueva persona a quien admirar y buscar. Frida Kahlo.
Feminismo
A medida que crecía, miré con alegría cómo cada vez más amigas, compañeras y colegas la admiraban. Mi clase favorita de historia fue cuando me enteré que Trotsky vivió un tiempo con Frida y Diego Rivera.
Busqué, una vez más, conocerla. Ya no por sus autorretratos, sino por sus pensamientos, por su mundo íntimo. Leí las cartas y textos que dejó. Como este, en una hoja con dibujos surrealistas:
“Sentir en mi propio dolor / el dolor de todos los que / sufren y alentarme / en la necesidad de / vivir para luchar / por ellos”.
Toda su historia estuvo marcada por la búsqueda de la igualdad de género y la justicia social. Quizás por eso, aunque nunca se autoproclamó feminista, con el auge del movimiento feminista en Chile y Latinoamérica su rostro y frases se han multiplicado en las calles y protestas.
De niña practicó deportes poco comunes para las mujeres de la época, como boxeo y fútbol; en la adolescencia y en su vida adulta hizo lo que quiso. Incluyendo su imagen física: rechazó la idea de mantenerse en los márgenes de la belleza canónica y construyó una presencia fuerte, masculinizada, con bigote y cejas grandes, pero también, cargada de flores y accesorios. Una autopercepción andrógina, bisexual, revolucionaria para la época.
Conocer su vida privada es alucinante. Pero en esa búsqueda me di cuenta de que, para muchos, hay un grado de morbo y machismo en ello también.
Como ocurrió en la última exposición de Frida en Chile, a la que fui hace algunos meses. Una experiencia inmersiva en Espacio Riesco. Y aunque quienes amamos el arte sabemos que esas muestras son más para Instagram que para conocer en profundidad las obras de los artistas, me escandalicé al leer los textos que acompañaban las instalaciones. Lo explico: en lugar de contar las luchas sociales de Frida o analizar su trabajo como pintora, dos paneles completos enumeraban las personas con las que ella se había acostado o mantenido una relación sentimental. Sí, así cómo lo lees.
¿Por qué los curadores de una exposición hacen hincapié en este punto? ¿Porque era una artista mujer? ¿Qué tiene que ver la cantidad de personas con las que se vinculó ella con su trabajo? ¿Por qué eso es importante? Y más: ¿hubiesen hecho lo mismo con un hombre?
Al hacerlo, nuevamente le quitan, a una mujer, su rol público. Su influencia. La arrinconan al espacio del hogar, de lo profano y lo imperdonable: ser dueña de su propia vida íntima.
Ese no es el lugar donde buscar a Frida.
En tus tierras
Casi 20 años después de haberla conocido, al fin estoy en su territorio: Ciudad de México. Veo en todas partes los colores de sus obras; textiles y accesorios que me recuerdan sus autorretratos, con vestimentas originarias del matriarcado de Tehuantepec. También veo cómo muralistas contemporáneos –quizás herederos de los jóvenes pintores que ella ayudó a formar en los años 1940– ponen sus rostros en todos lados: en los escaparates de las tiendas, en las calles de Coyoacán, en los alrededores del Museo de Bellas Artes.
Camino por su ciudad buscándola y la voy encontrando. Un grupo de mujeres, cerca del Zócalo, usa poleras y mochilas con su rostro. Están a metros de una gran instalación que dice “ni una más” (en México dicen eso, no “ni una menos”) y que denuncia los femicidios en este país donde, según cifras oficiales, cada año más de 3.000 mujeres y niñas son asesinadas.
Y si no la encuentro, la pongo en pauta. Fue lo que pasó mientras estaba en la feria de arte BADA. Mientras veía una obra de Coyoacán, una mujer mayor me comentó que vivía ahí cerca. Le comenté “en los barrios de Frida”, y vi cómo su rostro se arrugó.
–No me gusta ella –me comentó.
–¿Por qué?
–Muy política.
Me llamó la atención su comentario. Entonces le pregunté si le gustaba Diego Rivera. “Él sí, me encanta. Es un artista de verdad”, fue su respuesta.
¡Pero si Diego Rivera era súper político! Era de la corriente marxista trotskista, defensor de las revoluciones obreras y hasta se peleó con Rockefeller por haber puesto en su mural el rostro de Lenin. ¿Por qué, entonces, a esa señora le gustaba Rivera y no le gustaba Frida? ¿Qué hay en Frida que le molesta tanto?
Me puse a analizar la obra de Frida. Cómo en cada pincelada dio voz a las mujeres reprimidas que no hablaban con libertad porque eso no correspondía a su género. Cómo mostró sin tapujos todo el universo íntimo de las mujeres que hasta entonces estaba escondido: los cuerpos, la sangre, los corsés, el dolor, la depresión, el despecho, el coqueteo, el aborto, la sexualidad, la lactancia, el humor. Cómo demostró que en las temáticas presuntamente femeninas también hay revolución. “En el país, en la casa y en la cama”, parafraseando a Julieta Kirkwood.
La seguí buscando. El destino final: ver no solo a una Frida, sino dos. La obra Las dos Fridas, en el Museo de Arte Moderno.
Voy sola y me quedo completamente hipnotizada con esa obra. Siento que resume todo lo que representa Frida. Me encanta, además, que sea su autorretrato. Un autorretrato descarnado, pintado en 1939, en medio de su separación con Diego. Una pintura que muestra los límites de los seres humanos y lo que nos hace únicos: el amor.
La sala está prácticamente vacía y puedo acercarme bastante a la obra. La Frida tehuana porta una fotografía de Diego cuando era niño. La imagen está conectada a su sistema circulatorio: las venas corren de su corazón hasta el de la otra Frida, una vestida con un traje blanco victoriano y que con unas pinzas quirúrgicas intenta detener el flujo sanguíneo y no desangrarse.
Si se mira más abajo, algunas gotas de sangre caen sobre su falda y, en un acto mágico, se convierten en flores y aves. Parece un mensaje para todas quienes hemos sufrido: es posible transformar el dolor en belleza.
Y en el centro de la obra, lo principal: Las dos Fridas dándose la mano. Un recordatorio de que se puede salir adelante, sino con nosotras mismas, al menos apoyándonos en otras mujeres.
Al final es eso lo que encuentro una y otra vez en Frida: compañía, respaldo. Sororidad. Por eso es universal. Por eso la sigo buscando.