En el pasado fui estríper y por eso no tengo pareja

Amor



“Cuando cumplí los 18 años comencé a participar en un negocio de estrípers, específicamente en despedidas de soltero. Me invitó una amiga, vecina de toda la vida, que trabajaba en eso. Yo sabía hace tiempo que esa era su pega, pero nunca me quiso hablar del tema hasta que cumplí la mayoría de edad. Me decía que no estaba permitido que entraran niñas intrusas como yo, así que, si mi interés se mantenía al cumplir los 18, entonces me lo contaría. Y así fue. Al día siguiente de mi cumpleaños le pedí que me invitara a participar. No sé muy bien por qué en esos años me atraía tanto ser parte de ese grupo. Ahora creo que fue una mezcla de cosas: lo primero, verla a ella hermosa, llena de glitter y con coloridos maquillajes haciendo sus pasos de baile –ser bailarina era mi sueño de niña–; y también me atraía la idea de tener plata, que siempre me fue muy escasa.

A esa edad ni siquiera sospechaba la carga cultural y social que tenía este trabajo. Lo empecé a entender cuando mi amiga me pidió que lo mantuviéramos como un secreto. Mi primera presentación fue en una casa grande, una tarde de verano. Era mi amiga, otra chica y yo. Habíamos ensayado algunos pasos y acordamos la vestimenta. Llegamos cerca de las 21:00 hrs. y nos encontramos con un grupo de cerca de quince hombres. En la mitad del baile uno, el que estaba más borracho, me agarró el poto. Al final otro me pidió que me quedara con él, aunque nosotras habíamos sido muy explícitas cuando hicimos el acuerdo: aquí solo había baile, no prestabamos otro servicio.

Esa fue mi primera decepción. Entender que para los hombres que asistían a los eventos, yo no era una bailarina, sino que un objeto al que podían manosear como les diera gana. Tenía un imaginario de una mujer hermosa que gana dinero con su erotismo y me encontré con que para ellos ni mi baile ni mi maquillaje importaban.

A pesar de eso, no lo dejé de inmediato. Aunque cada vez que uno se sobrepasaba me sentía mal y tenía que hacer el esfuerzo de poner mis límites, no quería dejar ir un sueño (aunque idealizado) que perseguí por tanto tiempo. Para cada presentación me arreglaba como una princesa. Usaba ropa linda, pestañas postizas, delineados perfectos. Ensayaba los pasos para hacer un trabajo sin errores, delicado y para mí, hasta elegante. Además quise seguir porque, tal como imaginé, por primera vez tuve la plata suficiente para comprarme mis cosas, sin tener que andar mendigando.

Pero nada de eso fue suficiente. Comencé a sentirme mal cada vez que me tocaba salir al escenario. Aunque antes de partir no le veía nada de malo al bailar con poca ropa, e incluso a desnudarse, la vergüenza y la culpa que comencé a sentir me hizo cambiar de opinión. Y no es que no supiera a lo que iba, siempre pensé y sigo pensando que un baile erótico no tiene nada de malo. Lo indigno es la recepción de los hombres y esa idea machista de que si andamos con poca ropa, tienen el derecho de tocarnos, aunque haya un contrato explícito que diga lo contrario.

Y sumado a la sensación con la que me quedaba en cada presentación, estaban las emociones que comencé a vivir fuera; en otros ámbitos de mi vida, como el de pareja. Esos meses en que comencé a bailar, también conocí a un chico del instituto donde estudiaba diseño de vestuario. Lo había visto varias veces, pero nunca tuve la oportunidad de acercarme, hasta que coincidimos en una actividad de fin de año. Comenzamos a hablar y nos dimos nuestros contactos. Esa semana me escribió el viernes temprano para preguntarme qué haría en la noche. Yo tenía agendada una despedida de soltero, y no me atreví a decirle. Le mentí. Inventé que tenía una actividad familiar y quedamos de vernos al día siguiente. Esa noche tampoco le pude contar.

Nuestra relación duró dos meses, los mismos en que dejé el baile. Aunque este chico me encantaba, nunca me atreví a decirle la verdad y preferí terminar. Tenía mucho miedo de que él se enterara de la verdad y me rechazara por eso. La verdad es que pensaba que ningún hombre iba a querer algo serio conmigo cuando se enterara de mi pasado, así que a los que conocí después, tampoco les conté, y todas esas historias terminaron igual: sin que yo lo quisiera. Y es que el miedo que me daba el que mis parejas, al enterarse de mi pasado, se comportaran igual que los hombres a los que otras veces les bailé en las despedidas de soltero, –me juzgaran y me vieran como un objeto– se adelantó incluso al juicio de ellos sobre mí; nunca si quiera les di la oportunidad de aceptarme. No es que yo me sintiera en falta, sigo pensando que nunca hice nada malo. Mi miedo era al prejuicio, a enamorarme y que me dejaran por mi pasado.

Desde que dejé el baile ha pasado casi una década. Casi diez años de mi vida soltera, con el peso de un secreto lleno de culpa y vergüenza. Y a diferencia de lo que pensé, el paso de los años solo le sumó más piedras a la mochila: ahora me culpo también de haber aniquilado mi vida amorosa por todos estos años. ¿Cuánto puedo o debo revelar de mi pasado?, es lo que me pregunto cada vez que lo vuelvo a intentar. Me termino convenciendo de que la sinceridad es la base de un vínculo amoroso y que, partir una relación con un secreto como este, solo puede tener un final. Así que sigo en ese trabajo interno de dejar atrás mi autoestima golpeada por los estigmas del pasado y perdonarme por una decisión que no tuvo malas intenciones. Cuando eso ocurra, por fin podré permitirme comenzar una relación”.

Pamela tiene 27 años y trabaja como independiente.

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