Salvador era hermoso, alto y flaco, con pequeños lunares como pecas y unos ojos chinos color miel. A veces era divertido, otras veces serio, pero siempre estaba atento a cualquier movimiento mío, a cualquier palabra que saliera de mi boca. Esa alerta constante lo hacía perturbante y deseable a la vez.
Esa noche casi no dormimos. Nos conocíamos desde hacía tres meses y nunca habíamos fumado juntos; no sé por qué surgió la idea de fumar un pito. Debían ser la una de la mañana y la casa que compartía Salvador estaba llena de gente. Cantaban, gritaban y reían fuerte. Claramente no íbamos a pegar un ojo, y Salvador partía al día siguiente a Nueva York.
No estoy segura si fue por el orgasmo, por lo que fumamos, o por una combinación de ambos, pero de repente me encontré preguntándole:
—¿Por qué eres tan ñoño? Si fueras más normal, no te habrías ganado la beca para ir a Nueva York.
Luego le puse la almohada en la cara y me puse a llorar. Él se la quitó de encima y me miró apenado, solo dijo “pucha”. Era la escena más triste y ridícula a la vez: yo me quedaría aquí, trabajando en una revista de poco renombre, haciendo el rol de suche en producciones de moda.
A Salvador le dio hambre, insomnio o tal vez pena… mucha pena. Pero como él no lloraba, nunca supe muy bien qué le pasó.
Se levantó y terminamos cocinando. Al principio íbamos a preparar unos panes con queso, pero a mí se me ocurrió que mejor hiciéramos tallarines.
—¿Tallarines? —preguntó—. ¿A esta hora?
Y yo le contesté que sí, que hiciéramos tallarines, que tal vez sería la última vez que cocinaríamos juntos.
No fue la última vez. Cinco años después cocinamos juntos con unos franceses en Valparaíso y dormimos uno al lado del otro, pero sin orgasmos ni amor.
Yo, otra vez trabajando en cualquier cosa. Una película de bajo presupuesto como la vestuarista de una actriz patéticamente diva.
Realmente habíamos cambiado. La gente no sabe lo que puede llegar a cambiar en cinco años. No solo un par de arrugas o unos kilos más, me refiero a cambiar, cambiar de adentro como persona.
Yo había cambiado mucho cuando Salvador volvió. Para empezar, ya no creía en Dios, y ese sí que fue un gran cambio. El sentimiento oceánico del que habló Freud, o el amigo de Freud, se me fue literalmente al carajo. También se me fue a la cresta el enamoramiento fácil. Todo fue por culpa de Martín, un chico con quien me había comprometido en esos años. Ambos teníamos el deseo de casarnos por la iglesia, así que cada uno debía escribirle una carta al cura explicando nuestra fe. Martín leyó mi carta y me criticó diciéndome que yo poseía una fe infantil. Eso me dolió. Hirió mi orgullo, sobre todo viniendo de alguien tan católico e intelectualmente brillante como él. Pero en el fondo le encontré razón; su crítica me iluminó y no volví a creer. Y por supuesto, al final no nos casamos.
Fue así como volví a caer en los brazos flacos de Salvador. Él dictaba una cátedra en la Universidad Católica de Valparaíso y yo tenía la posibilidad de ir para allá con un director de cine, trabajando como vestuarista. Y aunque su película me parecía una basura y el presupuesto era penosamente modesto y por ende mi remuneración, era lo que tenía a mano para sentir la vida volviendo a correr por mis venas.
Me lo encontré en la calle, ya casi había olvidado que estaba viviendo en Valpo. Habíamos terminado de filmar una escena y la protagonista caminaba conmigo con la cara ensangrentada para ir a comprar un chocolate. Eso comía: chocolate, lechuga y agua, y muy de vez en cuando tomaba una sopa. Cada vez que yo osaba tomar una Coca-Cola, me recriminaba que cómo podía tomar ese veneno. Yo me imaginaba diciéndole ¿Y tú? ¿Cómo es posible que seas actriz?La cosa es que nos encontramos gracias al “chocolate de la diva” y por esa razón me empezó a caer un poco mejor.
Con Salvador nos juntábamos cada vez que había un rato libre, pero ya no sentía su mirada inquieta, ni que le intrigaran todas mis historias. Y yo, definitivamente, ya no me sentía enamorada. Sin embargo, había algo, un nudo en el estómago, un anhelo guardado que aún me mareaba y no me dejaba pensar con claridad.
Quizás fue eso lo que me hizo herirlo un par de veces sin querer, tratando de acercarlo torpemente en un estúpido juego mental, absurdo y pendejo. Pobre Salvador y pobre yo, tratando de volver a enamorarnos. La realidad es que nunca volvimos a ser nosotros.Y la vida dejó a mi “yo” y ese “tú” bien separados. Con la tranquilidad de sentir que lo intenté, aunque no haya sido verdad.