“Hace muchos años atrás, cuando tenía 35, salí unos meses con un hombre alto, de ojos grises y expresión seria. Me había recién separado de mi ex marido y este hombre –a quien había visto pocas veces pero siempre me había llamado la atención–, empezó a aparecerse con más frecuencia en mi vida. Un buen día, sabiendo que era médico, lo llamé para preguntarle por unos dolores que estaba teniendo en la espalda. Fue muy profesional, pese a mi coqueteo, y atendió mis inquietudes con compostura, pero al día siguiente, cuando me preguntó cómo me estaba sintiendo, terminó el diálogo con una invitación a tomar café. Le dije que sí.
Fue corta la relación, por una cosa de destiempo que simplemente no se pudo forzar, pero hasta el día de hoy, con 79 años, recuerdo esos meses con mucha ternura y amor. Pensar también que era tan joven y ya me había casado y separado, una sensación dulce pero amarga a la vez, en la que este hombre de ojos grises me supo acompañar.
Años después, cuando ya cada uno había vuelto a rearmar su vida, nos encontramos en un par de instancias sociales. Nuestros saludos nos delataban porque siempre duraban un minuto más de la cuenta. Si el resto ya había terminado de presentarse y saludarse, nosotros nos quedábamos ahí mirándonos fijo. Finalmente, luego de un silencio, nos preguntábamos cómo estábamos. Mi pareja de ese entonces lo veía y su pareja también. Todos lo veían, pero nosotros, un poco por respeto y un poco también por miedo, no nos decidíamos por volver. Ya había pasado nuestro momento, pensábamos.
Hace unos pocos años atrás, recibí un correo de él. No sabría cómo explicar la emoción que sentí al leerlo. Me contaba que viajaba a Argentina, donde yo vivía en ese entonces, y que se quería tomar un café conmigo. Esa tarde fue hermosa y los dos sentimos que habíamos vuelto al pasado. Fue como saborear, por un instante, lo que podría haber sido si hubiésemos estado juntos, si hubiésemos decidido hacernos compañía. Pero ambos sabíamos que duraría poco; él estaba al otro lado del mundo, en Alemania, y ninguno de los dos, una vez más, estaba dispuesto a dejar su vida ya armada por ir en búsqueda del otro.
Él se fue al día siguiente y yo seguí con mi vida como si esa tarde hubiese sido un mero paréntesis. Uno que atesoraría siempre, justamente porque no se volvería a repetir. Sabía que no íbamos a tener una relación convencional, pero se me estaba haciendo difícil soltar. Me había gustado hablar con él y escucharlo. Y no quería dejar pasar esa sensación. A los dos días le escribí yo.
Han pasado cinco años desde ese encuentro y no nos hemos vuelto a ver, pero nos escribimos todos los días. Sabemos que algún día nos vamos a ver, pero si eso no pasa, no me molestaría, porque es más esa ilusión –esa idea fantasiosa que puede o no ser– la que nos mantiene activos.
Porque al final, ¿qué es el amor en estas edades si no una ilusión? En esta etapa de mi vida –y no lo digo por ningún motivo por sentirme vieja, lo digo por los años de experiencia–, no se trata de cosas prácticas o cotidianas como quién va a ir a ver a quién. Se trata de tener un motivo para sentirse bien, independiente de que ese motivo se materialice o no. Se trata más de la búsqueda que del destino final, porque es lo que nos mantiene vivos. Y en ese sentido, yo me acuesto pensando que cuando despierte, voy a tener un correo de él en mi bandeja de entrada, contándome sus sueños y cómo pasó la noche anterior. Eso ya me hace dormir mejor. Es poesía, es fantasía y es estímulo.
Por lo demás, vernos o no, tener una relación seria o no, y qué estamos haciendo de esto, no es lo que me interesa. Muchas veces mis hijas me preguntan cuándo nos vamos a ver y la verdad, no me desgasto ni siquiera en responder. Alguna vez les dije que no se trataba de eso. Que lo que habíamos construido iba más allá, y me lo supieron entender. Yo no quiero en este minuto compartir mi vida cotidiana con alguien, lo que quiero es poder compartir la ilusión”.
Norma Gestard (79) vive en Nueva York, tiene dos hijas y tres nietos.