La familia de Mariela Medina es la prueba de que lo que se hereda no se hurta. Cinco generaciones de mujeres han vivido de sus piezas tejidas en crin. Más o menos desde 1820, un par de años después de que España reconociera la independencia de Chile, la familia de Mariela ya se dedicaba a la microcestería en crin de caballo. Por eso, cuando Mariela llegó al mundo en esta localidad artesana ubicada en la precordillera de la Región del Maule, su destino estaba más o menos escrito. Lo que hizo después de las capacitaciones con Fundación Artesanía de Chile, sin embargo, no lo estaba.
“Aprendí mirando a mi abuela y a mi mamá. Sobre todo a mi mamá. Tengo recuerdos de haber estado entremedio de sus piernas mientras ella tejía, como a los dos o tres años. En sus piernas siempre estaba yo y sus crines”, recuerda Mariela. “Agarraba las hebras y le dejaba la escoba, pero ella siempre tuvo mucha paciencia. Yo pienso que lo hacía para que no me alejara de ella, pero también para que tuviera contacto con el crin, porque ella siempre dice que ama con el alma esta artesanía”, agrega.
La historia de las mujeres de esta familia se entrelaza en cada una de sus piezas en crin. De hecho, si alguien observa con detallada atención los globos que tejen con esta fibra, advertiría que tienen un sello único: su entrelazado es doble. Con esas esferas, la mamá de Rosario, Hortensia Medina, da forma a rosarios de hasta un metro y medio; su hija hace los más pequeños, de apenas 15 centímetros. Esa fineza del tejido es lo que distingue el trabajo de este clan. La técnica de ese cierre inquebrantable es la herencia más rica de la familia. Su abuela, Amelia Carter, la aprendió mirando a su marido. “Mi abuelo hacía lazos de cuero y también los botones para enganchar el lazo. Mi abuela dice que mirando, un día, entendió cómo le daba la famosa terminación a ese botón. Entonces se preguntó: ‘¿Por qué no lo hago en crin?’, y le resultó”. Por eso, explica Mariela, su familia es la única que le hace una terminación especial a sus globos. “Y lo hacemos hasta el día de hoy”, enfatiza.
Quizás por eso, para Mariela el crin ha sido siempre una forma de conectar con su familia. Dice que cuando teje, retrocede en el tiempo y vuelve a las piernas de su madre, a escuchar la voz de su abuela, a sentir los olores y ver los colores que llenaban su vida de niña en Rari. Cuando siente que están contentas, teje con colores encendidos; si tienen pena, lo hace con tonos apagados. Así ocurrió el día que le contaron que con sus rosarios en miniatura otra persona había ganado un premio. “Fue como un balde de agua fría. Sentí rabia y dolor. Mi nombre no apareció ni por si acaso. Eso me marcó, hasta el día de hoy”, cuenta la artesana. Ese día, de hecho, Mariela tejió solo con colores apagados. “Pero eso me dio fuerza. Después de la capacitación con Artesanías de Chile me atreví a lanzarme, a mostrar nuestras piezas y dije: ‘Esto no va a volver a pasar’”.
El cambio fue grande. Por generaciones, la familia de Mariela aceptaba lo que les ofrecían por su trabajo. A su casa, alejada de la calle principal de Rari, llegaban a comprarle sus piezas para revenderlas. “Trabajábamos en la oscuridad”, recuerda. Pero ahora, gracias al trabajo con la fundación, asegura que esos días quedaron en el pasado. “Nos enseñaron a darle valor a la artesanía y a sacar esa garra que nosotras teníamos miedo de mostrar, porque no estábamos acostumbradas”, afirma.
Dice que desde las capacitaciones se atreven a salir a mostrar su trabajo. Así, junto a su familia han llegado a ferias locales, hoteles y con la pandemia a Instagram mostrando su trabajo. “Todo esto es nuevo para nosotras, pero hemos ido aprendiendo”, dice Mariela con una sonrisa.
En cada una de esas instancias, aplican lo que han aprendido: a calcular el valor de su trabajo, las técnicas que usan para ofrecer sus piezas, a contar su historia y la búsqueda de nuevos canales comerciales. “Artesanías de Chile es una pieza clave en nuestras vidas. Fue y será siempre nuestro mejor aliado”, dice la artesana, y agrega: “La Mariela de antes de las capacitaciones era sumisa. Yo no sabía por dónde acercarme al cliente de manera directa, no tenía las herramientas, ni el ánimo. Después de las capacitaciones, dije: ‘No po’, mi abuela falleció sin recibir el reconocimiento de ser una pionera con el tema de los globos. Hay que atreverse’”.
Ahora, mientras muestra los rosarios que venden por cuenta propia, su hija Javiera Alarcón de 22 años, la quinta generación artesana de la familia, teje a su lado con colores encendidos. “Ella hace las cajitas de los rosarios. A mí no me salen”, dice Mariela con orgullo.
*Este testimonio es parte del libro Proartesano 2021. Semillas de Cambio, editado por Fundación Artesanías de Chile y publicado en exclusiva para Paula.cl.